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Niños del departamento de Artigas conocieron el mar el sábado en Piriápolis, en la cuarta edición del programa Saque al Mar.

Foto: Victoria Rodríguez

Beneficiarios de merenderos del INDA viajaron desde Artigas a Maldonado para ver el mar por primera vez

6 minutos de lectura
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En la cuarta edición del programa Saque al Mar, 39 niños de entre 10 y 12 años partieron desde Artigas hacia la costa de Maldonado para ver, tocar, oler, oír y hasta saborear el mar por primera vez. Provenientes de diversos merenderos del Instituto Nacional de Alimentación de la capital, de Bella Unión, y de localidades más pequeñas como Tomás Gomensoro y Baltasar Brum, los gurises, acompañados por la intendenta Patricia Ayala y un equipo de colaboradores, vivieron una maratónica aventura que empezó en la noche del viernes y duró unas 36 horas. En Piriápolis, en donde los 39 artiguenses tuvieron su primer contacto con el mar, la diaria se sumó a la delegación.

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Saque al Mar

El programa se inició en diciembre de 2009, cuando una delegación de Florida fue invitada a participar en un torneo de tenis de mesa y un chico del Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay salió vicecampeón. Como recompensa Marciano Durán y Federico Giordano, entre otros, llevaron de paseo a la delegación a conocer el mar. “Entonces ahí dijimos: ‘Vamos a traer más gurises a conocer el mar’ y al mes ya trajimos a 242”, relató Giordano a la diaria. Desde entonces ya son 450 los niños que participaron en Saque al Mar provenientes en Florida, Río Negro y Artigas. En abril de 2010, unos 80 gurises de los barrios fernandinos Hipódromo, Placer y Kennedy, hicieron el camino inverso hacia Florida. “Fue como la revancha: ‘Saque al río Santa Lucía’, le pusimos”.

Como no tengo grandes dotes para la natación, nunca había imaginado estar trabajando en el mar. A mi alrededor había una decena de niños desquiciados, salpicándome con agua y amenazándome con municiones de mayor calibre (bolas de arena húmeda empanadas con arena seca). Instantes antes, un pícaro de nombre Rafael me había tomado por sorpresa con un ataque desde mis espaldas, y luego quedó mirándome fijamente como desafiándome a un duelo. Fácilmente lo acribillé pero, justo antes de caer rendido, llamó cobardemente a sus refuerzos: una horda de patoteros tamaño miniatura que, con una sonrisa de oreja a oreja, estaban dispuestos a verme morder el polvo.

El final era inevitable: pedí una tregua y como buen perdedor reconocí mi derrota.

El viaje hacia el mar

En la noche del viernes, los 39 artiguenses se reunieron con docentes y personal municipal en un gimnasio, en donde participaron en juegos esperando la llegada del ómnibus que los llevaría a conocer el mar. Antes de adentrarse en la oscuridad de la ruta, pasaron por la intendencia para levantar a Patricia Ayala, una de las sorpresas que tuvo la delegación. Aunque el ómnibus había partido a las 23.00, fue mucho después cuando conciliaron el sueño. “Recién a las tres de la mañana empezaron a calmarse un poco, venían con mucha expectativa”, dijo Ayala.

“Charlaban, se cambiaban de asiento, preguntaban… Era esa ansiedad de saber cómo era el mar. Hasta ahora lo conocían por fotos o de haberlo visto en la tele, nomás. A cada rato querían saber si ya habíamos llegado, y nosotros les explicábamos que llegaríamos un poco después del amanecer”.

Luego de parar en Atlántida para ir al baño y lavarse los dientes, los 39 artiguenses llegaron al puerto de Piriápolis, más precisamente a la marisquería Aerosillas Cerro San Antonio, en donde los esperaban con chocolate caliente y bizcochos.

Minutos antes del paseo en aerosillas, la diaria se reunió con la delegación.

Pídele a San Antonio que te traiga un novio

Las aerosillas de Piriápolis unen el puerto con la cima del cerro San Antonio. Una vez que se ponen en marcha, los paseantes están obligados a dar un pequeño salto para subir y bajarse de ellas, porque nunca se detienen.

“¿Cómo te llamás?”, le pregunté a mi compañero. “Matías”, me contestó. “¿Estás nervioso?”, pregunté; él se rio y me mintió: “No”.

En el trayecto hablamos sobre su merendero y cómo imaginaba que iba a ser el mar. Él aseguraba que nunca había estado tan alto en su vida y me preguntaba los nombres de “las montañas”, para contarles a sus amigos cuando volviera a Artigas.

Una de las últimas en llegar fue Ayala -Paty, como le decían los niños-, que también venía acompañada por uno de los 39 artiguenses, y fue recibida con una gran ovación “Olé, olé, olé, olé, Paty, Paty”.

“Toda mi historia laboral fue con gurises chicos, y ahora que estoy en esta nueva función como intendenta me alejé un poco de ellos”, reflexionó.

Tras un recorrido por la cima del cerro llegó el momento de visitar la capilla de San Antonio, un pequeño altar al que asisten turistas y lugareños para cumplir con la tradición de pedirle novio/a al santo.

Uno de los gurises más chicos se me acercó y dijo: “Le dejé diez pesos al santo, más le vale que me consiga novia. Pídete una tú también”. Una de las maestras, que estaba soltera, pidió a los chicos que le consiguieran novio. Si el santo hizo su trabajo, a su regreso a Artigas ella se encontraría con tres pretendientes.

Aunque estaba previsto visitar la reserva de Pan de Azúcar, ante los insistentes pedidos de los gurises se cambió la agenda: primero a la playa, después a almorzar y más tarde partirían hacia Punta Ballena y Punta del Este.

Antes de la tormenta, la calma

La ida a la playa fue en ómnibus. Mientras que las maestras, la intendenta y Fernando Giordano, uno de los creadores del programa Saque al Mar, se encargaban de reunir a la delegación, algunos de los gurises se distrajeron mirando contra la baranda que da al puerto. Ante sus ojos todo era nuevo: los veleros, las gaviotas, los patos y, en especial, las aguavivas, que a esta altura del Río de la Plata son particularmente grandes. Por desconfianza, los más revoltosos del grupo les tiraban piedras desde tierra firme.

“Cuando llegamos, bien tempranito, nos acercamos al muelle y vieron un lobo marino. ¡Quedaron enloquecidos!”, relató Ayala.

A lo lejos se veía un pato persiguiendo a una escurridiza mojarrita. Los chicos fueron corriendo hasta donde se estaba produciendo la cacería y, una vez que el ave logró embutirse a su presa, cantaron: “Olé, olé, olé, olé, pato, pato”.

El ómnibus tenía que trasladarlos escasas cuadras hasta la llegada a la playa y, sorprendentemente, la ansiedad de llegar de una vez por todas a conocer el mar hacía que los gurises se quedaran mirando el agua en tenso silencio.

La intendenta, mientras tanto, bañaba a los más olvidadizos en protector solar.

Sin correr, pero caminando sin mirar atrás, los 39 artiguenses y el puñado de adultos que los acompañábamos nos adentramos en la playa. La reacción fue instantánea: las veteranas con pelo de peluquería tapaban sus frasquitos de aceite bronceador color zanahoria y miraban por encima de sus lentes de sol la llegada de los pequeños. “Dicen que son de Artigas”, balbuceó una veterana cuando dejamos las cosas bien cerquita de la orilla. Acostumbradas a la rutinaria localía de la playa de Piriápolis, las veteranas abrieron paso a los 39 artiguenses.

Torazos en rodeo ajeno

Esta vez sí, la reacción fue previsible. Cuando les dieron la orden, los 39 artiguenses corrieron como si no hubiera mañana y se dieron el tan ansiado chapuzón. Instantáneamente entraron a salpicarse unos a otros. Ya olvidada la aburrida explicación de que aunque todavía es el Río de la Plata, las corrientes se entreveran y traen un poco de sal del agua oceánica, se sorprendieron: “Qué salada que está el agua”.

Jugaron carreras, posaron como fisicoculturistas, me acribillaron en la guerra de agua y jugaron al agarrado: “Es como la mancha. Uno tiene que salir corriendo y al que agarra sale atrás de ése, y si lo toca, ése que estaba corriendo lo agarra al otro. Y ahí sí”, explicó uno de los gurises después.

Dos de las más chicas se apegaron a mí, me pedían que las llevara a “lo hondo” y que les enseñara a nadar. Al cabo de unos minutos lograron un muy convincente estilo perrito.

¿El agua? ¡Estaba feísima!

Caminando de regreso a la marisquería intercambié algunas palabras con María del Carmen, la nadadora más entusiasta. Le había gustado mucho conocer la playa, eso lo sabía, pero le pregunté cómo se la imaginaba de antemano: “Así… con mucha arena, y cuando fuimos nos dimos cuenta de que nada que ver. Porque pensamos que era de otro tipo, que no era agua salada, y nos dimos cuenta de que era agua salada. Todo lo que pensamos que había no había, y todo lo que pensamos que era no era”. Al regresar a la marisquería recorrí las mesas antes de que les sirvieran los ravioles y les pregunté qué les había gustado más de la playa: “Nos gustó bañarnos, nadar y eso”. “A mí me gustó nadar y jugar con la arena”; “Yo encontré caracoles y unas piedritas blancas”; “Y yo una piedrita así redonda, con el color del sol”. No obstante, fueron varios los que advirtieron fastidio con el agua: “A mí me entró agua en el ojo y me ardió”; “¡Yo probé el agua y estaba feísima!”.

Después del almuerzo, la diaria emprendió el retorno a Montevideo. Los 39 artiguenses siguieron viaje rumbo a Punta Ballena, en donde fueron recibidos por el alcalde de Punta del Este, Martín Laventure, y el director general de Cultura de Maldonado, Marciano Durán. Después fueron al puerto de Punta del Este y anduvieron en lancha, visitaron un parque acuático, conocieron la playa Mansa, fueron a la Casa de la Cultura, vieron una obra de títeres para niños y comieron alfajores, pasaron por el puente de la Barra, fueron a ver una película infantil en tres dimensiones al Punta Shopping. Luego volvieron a la marisquería, donde los esperaba una versión piriapolense de la Cajita Feliz, y un poco antes de la medianoche emprendieron el retorno a Artigas.

Sin embargo, el instante cúlmine fue el primer chapuzón en Piriápolis. Para seis de los gurises que eran de Baltasar Brum, a 130 kilómetros de la ciudad de Artigas, la experiencia fue mayor aun porque nunca habían salido de su localidad. Dos de los adultos de la delegación tampoco conocían el mar.

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