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Rafael Rofman. / Foto: Javier Calvelo

Cañas y peces

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Para Rafael Rofman, especialista del BM, las políticas sociales uruguayas fueron exitosas y tuvieron un costo fiscal razonable.

Rofman es argentino, economista, demógrafo y especialista senior en protección social del Banco Mundial (BM). La semana pasada estuvo en Montevideo para presentar la evaluación que hizo el organismo del sistema de protección social uruguayo. Aprovechamos para pedirle un balance de las políticas sociales en Uruguay y que sugiriera algunas pistas para armar una ruta de cara al futuro.

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-¿Cómo evalúa los resultados de las políticas sociales recientes en Uruguay?

-Uruguay tiene políticas sociales desde hace 100 años. Tradicionalmente tuvo un sistema de protección social muy vinculado al empleo formal, que hacía que las políticas funcionaran bien para quienes estaban adentro, pero fallaba la protección de los desocupados y de los trabajadores informales. Los primeros cambios tuvieron lugar alrededor de 1999, cuando aparecieron las asignaciones familiares para hogares de peores recursos, pero el cambio fue mucho más claro con el PANES [Plan de Asistencia Nacional a la Emergencia Social] y luego con el Plan de Equidad, con el que se decidió que la protección social en Uruguay para mucha gente no tenía que ser contributiva. Con esos planes las políticas se acercaron más al concepto de derecho de ciudadanía. Las transferencias a los adultos mayores y a los niños dispararon un cambio de cobertura monumental. Se triplicó la cobertura en los sectores más pobres, lo que contribuyó a que bajara la pobreza y la informalidad. Uno mira los datos y observa que las reformas de los últimos diez años resultaron en más protección, más cobertura, reducción de la pobreza y de la indigencia y mejoramiento en la distribución del ingreso, una caída del Índice de Gini bastante importante; todo, a un costo fiscal bastante razonable. Eso es lo más cercano a una política exitosa.

-Sin embargo, desde algunos sectores se habla de que fueron demasiado asistencialistas. ¿Cuál es su opinión al respecto?

-Cuando se piensa en transferencias de ingresos se recurre a la vieja metáfora de “dar los peces o la caña de pescar”. La realidad es que cuando se hacen políticas sociales hay que dar las dos cosas: peces porque la gente tiene que comer, y caña de pescar porque tenés que ayudarla a que desarrolle capacidades autónomas. Es muy claro que la política en Uruguay se focalizó fuertemente en los peces al principio y que ahora, como ese problema es mucho menos grave, hay espacio para pensar en la próxima etapa. Pero eso no quiere decir que lo otro esté mal, quiere decir que es el momento para profundizar en el proceso.

-¿Cuáles son los desafíos de esta etapa?

-Algunos de los desafíos tienen que ver con lograr que los sectores que gracias a las políticas sociales mejoraron su nivel de vida, se integren al mercado de trabajo y sean capaces de generar ingresos autónomos de niveles adecuados. Eso es difícil en la situación actual, porque los [bajos] niveles actuales de desempleo no se caracterizan por incluir gente con poca experiencia en el mercado de trabajo, que no tiene las habilidades básicas y tiene problemas de educación. En muchos casos se trata de mujeres jóvenes con niños, que no tienen forma de resolver su cuidado. Estos problemas no se resuelven con políticas macro generales ni con más crecimiento, se resuelven con trabajo local, identificando en cada pueblo y en cada barrio cuáles son los problemas de ese lugar.

-¿Cómo juegan las políticas públicas transversales, como la educación, en estas políticas de nivel territorial?

-Es complejo, porque se mezclan políticas gestionadas desde distintas entidades. Es muy difícil integrar todo esto. Es típico que se logre identificar un grupo de jóvenes que están por fuera del mercado de trabajo y no tienen capacidades de trabajo, y se les ofrezcan cursos que abordan temáticas que en el barrio donde viven no les sirven porque las demandas son diferentes. A esto se le suma el desafío de lograr que los jóvenes terminen el liceo.

-¿Cómo se podría abordar los reclamos de la clase media, que parece sentirse marginada de las políticas sociales?

-Las políticas sociales de nuestros países han estado históricamente orientadas a la clase media mediante los sistemas previsionales y la salud. El esfuerzo estaba demasiado focalizado en esos sectores y se empezó a trabajar con los sectores más vulnerables. Eso generó que los sectores medios lo percibieran. Además, los vulnerables de ayer son medios de hoy y, con todo derecho, quieren seguir mejorando. No hay que criticarles que quieran más, porque todos queremos más. Cuando se avanza mucho en un desafío aparece el próximo, es inevitable, y el próximo es avanzar con políticas de corte universal, focalizándose no sólo en los pobres sino en otros sectores de ingreso. Lo que pasa es que es más difícil responder a estas demandas, porque son más caras y porque no se les responde con asignaciones familiares sino con políticas estructurales, cuya implementación es más lenta. El mejoramiento de los sistemas educativos es un componente central, así como la capacidad de los servicios de salud. Los procesos van avanzando, pero la gente quiere más, y cuando hay conflictos los reclamos se pueden tornar violentos o más duros. Es parte de la dinámica política.

-Estas políticas “más caras”, junto a un contexto de menor crecimiento, empiezan a generar problemas de distribución de los dineros públicos. ¿Cuál es el mensaje desde el BM para afrontar esta situación?

-Hay que tener en cuenta dos aspectos. Primero, la sostenibilidad fiscal. Las políticas actuales no consumen 15% del PIB [Producto Interno Bruto], consumen un punto, punto y medio, con lo cual una desaceleración razonable no generaría situaciones graves. Pero hay otra sostenibilidad: la política y social. Buena parte de estas medidas han sido tomadas por los gobiernos que hoy siguen en el poder. Si el día de mañana cambia esto, es difícil saber qué va a pasar. Hay que hacer un proceso de consolidación institucional que garantice que estas políticas se sostengan, que haya una dinámica institucional que permita que sigan funcionando y que no dependa de la buena voluntad de los políticos. También es necesario que haya legitimidad social. Parece importante dar una señal fuerte de que no se trata de beneficencia sino de derechos, y que no benefician sólo a quien recibe el dinero sino a la sociedad en su conjunto. Y no es un eslogan. Es fácil demostrarlo y es necesario hacerlo para que la gente lo entienda. Pero siempre va a haber gente en desacuerdo.

-¿Han evaluado los resultados de la comunicación de las políticas sociales a la población?

-Quienes están diseñando la política están mucho más preocupados por que funcionen el diseño conceptual y la operativa. No es grave si hay un poquito de ruido en el proceso, porque después la gente se calma y se da cuenta de que no pasaba nada. Además, la dinámica de la política partidaria siempre complica mucho, porque el día que hay elecciones, los que están afuera están en contra y los que están adentro están a favor. Parte del problema es que hay mucha apropiación política del programa, y eso es lo que hace que los de la vereda de enfrente digan: “Si ataco el programa te ataco a vos”. En Uruguay, en principio, ha funcionado bastante bien, con un poquito de ruido con las asignaciones familiares, pero por las charlas que tuve con los distintos sectores políticos, nadie dice “está todo mal hecho” o algo por el estilo. Se oye que hay que mejorar y ajustar -y eso es legítimo: ¿para qué querrían el gobierno si no es para mejorar algo?-, pero no hay problemas muy de fondo.

-¿Cómo influye el problema demográfico en las políticas sociales?

-El problema demográfico es que la población envejece. Esto sucede porque la gente se muere menos y las mujeres pueden controlar su fecundidad como quieren. Entonces el envejecimiento no es un problema, es una bendición, es la prueba del progreso social. La demografía tiene una virtud como ciencia: todo se mueve muy despacio, pero ineludiblemente en una dirección. Eso te da margen para ir respondiendo. Cada vez hay menos jóvenes, y eso, que es cierto aritméticamente, no lo es en términos económicos, porque la definición de juventud (no la legal, la práctica) se va corriendo: los jóvenes tienden a permanecer en la educación más tiempo. Si uno mira la tasa de actividad de los adultos cercanos a la edad de retiro también se va corriendo. El problema surge cuando las instituciones no reconocen este proceso. Uruguay tiene una edad de jubilación relativamente baja si se la compara con la de otros países, y la realidad es que la gente se jubila más tarde de lo que exige la ley. Yo creo que sería un grave error establecer, por ejemplo, que a partir de 2014 la edad mínima para jubilarse sea 67 años, ya que esto dejaría a mucha gente sin protección. Pero tampoco es razonable decir que para 2100, cuando la expectativa de vida de los mayores de 60 años en Uruguay va a ser de cinco años más que ahora y el porcentaje de adultos mayores de 60 años va a ser el doble o el triple del de ahora, uno tenga que seguir diciendo que una persona mayor de 60 años es vieja y no trabaja más. No tiene sentido. Hay cosas que se hacen, como subir la edad mínima para trabajar. Parece razonable ir corriendo la edad jubilatoria, pero no de aquí a tres años, sino de aquí a 25 y de a poquito. No podés seguir diciendo en Uruguay que la gente de 60 años es vieja. Es obvio que políticamente hacer estos anuncios es complicado, pero son debates que en algún momento tienen que darse. Parte del truco es mover los promedios reconociendo la heterogeneidad de la gente, dando flexibilidad. No es fácil, requiere mucho trabajo, pero ése es el camino. Me parece que en algún momento se tiene que poner esa discusión sobre la mesa.

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