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Aprender el oficio en espacios heterogéneos y comunes

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“Si por tan poco te asqueas del oficio, no te subas a nuestro barco, pues nuestro carburante es el fracaso cotidiano, nuestras velas se inflan de risitas burlonas, y trabajamos mucho para llevar pequeñísimos arenques aunque salgamos a pescar ballenas”. Fernand Deligny, Semilla de crápula

En el último de estos tres artículos referidos a la formación de educadores sociales en una estructura universitaria, prestamos atención a un aspecto central: la práctica preprofesional como lugar/tiempo de aproximación, adquisición y construcción del oficio.

Lo primero es desacralizar: no existe un único espacio institucional donde ejercer la profesión, ni un único dispositivo (el aula) para poner en juego procesos de transmisión cultural. La transgresión y la traición a esos dogmas es fundante en la práctica de un educador social, lo que lleva a transitar caminos menos certeros, asumiendo la incertidumbre como condición relacional fundante. La educación ya no puede ser explicada, como lo hizo Johann Friedrich Herbart hace aproximadamente 200 años, como una relación entre sujeto, agente y contenidos. Esa ficción fundante de la educación no es suficiente para pensar y comprender las complejas tramas de relación que la educación actual tiene por delante. 1 La formación de profesionales de la educación requiere generar condiciones de reflexividad que potencien las capacidades creativas y la toma de decisiones en condiciones adversas en favor de los sujetos de la educación. Una ética de la autonomía, como dice José Luis Rebellato, basada en el reconocimiento del sujeto (dignidad, saberes y diversidad) y sostenida en el diálogo como práctica que pone en relación y transforma. Expondremos cinco dimensiones centrales para construir el área de las prácticas como espacio formativo de estudiantes de educación social, un lugar para poner en juego la reflexividad y la toma de decisiones. Y fundamentalmente, como germen para la apropiación y la recreación de un oficio que está en transformación y movimiento constantes, un oficio del lazo social y cultural que, como propone Graciela Frigerio (2017), se preocupa por “pequeños gestos de la vida cotidiana, en las maneras de recibir, saludar, escuchar, hablar, acompañar discretamente, tender la mano, poner la oreja y poner el cuerpo sin dejar de usar la cabeza, allí donde el gesto mínimo, el mínimo gesto, se llama palabra, se nombra concepto y… sostiene”.

1. Hacer de la ampliación de la noción de educar una plataforma para afirmar el acceso al patrimonio cultural común para todos

La Universidad de la Educación (Uned) debe superar la forma dicotómica y discriminatoria en que se han configurado las políticas públicas educativas y sociales: para los “normales” (niños, adolescentes), escuela y familia; para los “anormales” (menores, desviados, delincuentes, enfermos), cuidado y vigilancia.

Este tránsito diferencial reprodujo –y lo sigue haciendo– desigualdades sociales, desde una matriz de atención que se basó en la institucionalización-internación y procuró la totalización de la vida de los sujetos en el marco del modelo asilar; aspectos que aún hoy perduran o vuelven con insistencia desde una óptica neohigienista.

La formación de profesionales de la educación necesita operar a contracorriente de las políticas públicas que clasifican poblaciones, construyen perfiles poblacionales y, desde esa furia entomológica, crean las propuestas educativas. Por ello, la formación de profesionales de la educación deberá promover desde las prácticas formativas una aproximación a distintas prácticas pedagógicas, en instituciones diversas. De esa forma, el estudiante se expondrá a problemas educativos diversos que requerirán que desarrolle propuestas para transmitir saberes en contextos como una escuela, un liceo, un hogar de amparo, un programa calle, una cárcel o un centro juvenil.

En tanto, educar es poner en relación a los sujetos de la educación con el patrimonio cultural al que tienen derecho a acceder, porque les es común e inexpropiable (Laval y Dardot, 2016). Ejemplificamos: en los actuales debates en el Consejo de Formación en Educación (CFE) sobre los contenidos y las asignaturas del núcleo profesional equivalente del plan de estudios, seguimos pensando que un maestro trabajará sólo con niños de seis a 12 años; por tanto, se requieren saberes específicos para ese trayecto vital. Con esta decisión se niega que la inserción profesional del maestro lo lleva a trabajar con muchos adolescentes que, habiendo finalizado o no la educación primaria, no dominan la lectura y la escritura, o con adultos privados de libertad que quieren avanzar en la educación media o con personas de tercera edad que desean aprender a leer.

Asumir esta posición desencadena cambios inexorables en la formación profesional, ya que una carrera de cuatro años no puede atender todos y cada uno de los problemas educativos. Ello nos impone tomar decisiones para una formación más generalista, unida por dispositivos de práctica que sostienen la reflexión, que enlazan las situaciones con categorías teóricas que las hacen pensables, es decir, material para una experiencia pedagógica.

2. La situacionalidad de las prácticas de formación

El documento Fundamentos y orientaciones de la propuesta 2017, que recoge los acuerdos alcanzados en la Comisión de Enseñanza y Diseño Curricular del CFE hacia la implementación de la Uned, plantea en relación con el perfil de egreso de los educadores: “Se busca formar profesionales situados en su tiempo, con capacidad de analizar, interactuar y anticipar respuestas a situaciones complejas. Se trata de profesionales capaces de promover aprendizajes en diversas situaciones, que respeten y garanticen los derechos de todas las personas”.

La idea de situacionalidad que se introduce en la formación de los educadores fractura una tradición de formación aplicacionista, que desencadena una operación técnica sobre unos sujetos con un currículo graduado y preestablecido, para configurar otra perspectiva formativa, que promueve procesos en los que los profesionales producen en situación.

En términos generales, en cualquier formación de profesionales de la educación “la práctica” representa uno o varios espacios que implican una aproximación a la realidad, en la que el hoy estudiante desarrollará luego su hacer profesional. A su vez, sugiere un momento de aplicación de lo aprendido. Estas dos características suponen una artificialidad propia del “como sí”. Un “como sí” que se construye en base a supuestos didácticos que van a operar como productores de un escenario más o menos ideal para que el estudiante “aprenda a ser profesional”.

En este esquema de “producción de profesionales”, la figura del modelo (figura de referencia, docente adscriptor, etcétera) ocupa un lugar privilegiado al que el estudiante debe remitirse, en una lógica que establece que “hay una forma” de ser profesional y, por ende, una forma de producir una práctica que identifica al profesional en cuestión.

En este sentido, la práctica formativa se asemeja a un espacio de “laboratorio” de aprendizajes que se genera a partir del entendido de que la práctica es indispensable para la formación, pero que además debe constituirse en relación con ciertas condiciones garantizadoras de la producción de un perfil profesional, soslayando el lugar de la experiencia del sujeto que transita ese espacio formativo. Queremos detenernos en la idea de artificialidad de la experiencia de la práctica preprofesional y en los efectos formativos que esta genera.

Asumiendo que el “como sí” es algo que se torna ineludible y que cierto grado de artificialidad es inherente a este tipo de espacios de aprendizaje, la pregunta que surge es cómo hacemos para disminuir ciertos grados de burocratización de la experiencia formativa, en la que la experiencia sí pueda ponerse en juego. Si partimos de la idea de que la práctica debe constituirse como un escenario de experiencia del estudiante y que hay algo de la matriz que no alcanza para producirse como profesional, debemos entonces suponer que el recorrido por la práctica es un camino en el que las respuestas no se dan de forma inmediata y se generan incertidumbres propias de un proceso de aprendizaje.

El dispositivo de práctica en la formación de educadores sociales es pensado como aquel que “permita indagar las formas en las cuales los sujetos establecen relaciones consigo mismos. Lo que supone examinar los modos de relacionamiento que cada sujeto establece en la construcción de su identidad profesional, en el entramado en que se construye y transforma la experiencia de sí”. La referencia a la identidad profesional no es concebida como una construcción acabada e inamovible. Entendemos que toda práctica se configura en una situación determinada que nunca es idéntica a otra.

Sin olvidar que la especificidad profesional está puesta en juego, los procesos de aprendizaje en el marco de la práctica no deben configurarse como un ejercicio de imitación u oposición al modelo a seguir. Por el contrario, el espacio de la práctica debe poner al estudiante en situación de aprendizaje y reflexión acerca de ese proceso, en el que se construye como profesional.

Sin lugar a dudas, este momento histórico de producción, incluso de los profesionales, signado por la necesidad de obtener resultados en tiempos óptimos, rehúye planteos más artesanales de construcción de profesionalidad en los que la duda, el error de la interrogante adquieran un lugar relevante en la formación. Este movimiento implica salirse del “mundo dado” en el que la certeza opera y en el que la duda es rápidamente despejada por los “explicadores”.

Así como en relación con la vida, en el proceso formativo “uno se pregunta por el sentido […] cuando ya no está instalado cómodamente en su situación o, dicho de otro modo, si descubre que su modo de ser en el mundo no es el estar situado, sino el constante e inacabable ‘situándose’” (Mèlich, 2009).

3. La relación teoría-práctica como sustento epistemológico

Como se señaló en la primera parte de este artículo, la formación pedagógica requiere un movimiento imbricado y permanente de la práctica y la teoría, que se retroalimentan mutuamente. Siguiendo a Jean Houssaye en “Formar en pedagogía. Sí, ¿pero cómo?” (2014), el pedagogo es un “practicante-teórico de la acción educativa”, y no es ni un agente que actúa sin teoría, ni un teórico que analiza la práctica de otros. Más bien, es alguien que conjuga acción educativa (práctica concreta) con una reflexión teórica que dialoga, interpela, fundamenta. En suma, que sostiene un movimiento inacabado de acción/reflexión.

En este sentido, incorporamos el pensamiento de Carlos Vaz Ferreira en un informe fechado el 5 de abril de 1909, que hizo desde su cargo en la Dirección General de Instrucción Pública: “Fácil me sería demostrar que, aun aquí, hay una parte de error: en todo aprendizaje es forzoso hacer, antes de hacer bien, precisamente para aprender a hacer: lo contrario, extremado, es ni más ni menos que el círculo vicioso del que no quería echarse al agua hasta saber nadar; y hay hasta contradicción en los términos en esta frase: ‘no hacer hasta saber hacer’; porque precisamente, el saber hacer es cosa que no se logra, generalmente, más que haciendo. Tan deficiente y malo (a veces mucho más) es aprender teoría sin práctica que práctica sin teoría; lo único racional y sensato pedagógicamente, como regla generalísima, es simultanear la práctica con la teoría. Pero, aunque no fuera así, y es este el punto sobre el cual quiero insistir especialmente; aunque los aspirantes no debieran, en el primer año, dirigir niños ni enseñar, siempre deberían ver: ver escuelas, estar en escuelas, ver niños de escuela y maestros de escuela, respirar atmósfera de escuela; ver cómo se enseña realmente, en la escuela real, por maestros reales a niños reales, de carne y hueso; no a niños inventados por el pedagogista de acuerdo con la psicología y la lógica, o con su psicología o su lógica. Desde el primer día de su aprendizaje debe entrar el alumno en plena realidad, en plena observación, sin perjuicio de toda la teoría que se requiera. No hay ciencia que esté de hecho (aunque no debiera ser así) más llena de ficciones y abstracciones que la Pedagogía”.

4. Hacer de la incertidumbre una potencia para formar profesionales

En ocasiones, se plantea la necesidad de que los educadores sociales contemos con docentes adscriptores en las instituciones para realizar la práctica. Este “reclamo”, que a su vez es imposible de materializar por la presencia de los profesionales de la educación social en el territorio, supone una clave del aprendizaje del oficio educativo por imitación. Supone que hay unos profesionales capaces de transmitir el oficio. Unas figuras institucionales que han sido investidas del don de traspasar lo que la figura profesional supone y representa. En este esquema, se pretende generar una figura posible de imitar e incluso a la que poder oponerse, asumiendo a estos dos movimientos como los posibles para el aprendizaje de un oficio o profesión.

En este esquema se pierden aspectos que entendemos imprescindibles para construir profesionalidad. Entendemos que los procesos de aprendizaje en el marco de la práctica no deben configurarse como un ejercicio de imitación u oposición al modelo a seguir. Por el contrario, el espacio de la práctica debe poner al estudiante en situación de aprendizaje y reflexión acerca de ese proceso, en el que se construye como profesional.

La práctica debe constituirse en un escenario de experiencia para el estudiante. En función de esto, asumimos la incertidumbre como marco de producción de la experiencia, lo que requiere respuestas provisionales, que no se dan de forma inmediata, y reflexión en y sobre la acción, para construir relatos que organizan la experiencia en la tensión certeza-incertidumbre. Necesita construir lo que el psicoanálisis enuncia como una estructura de demora, que rehúye el inmediatismo para permitir que el pensamiento emerja como capacidad de producir una situación distinta.

Las características de la época requieren una pedagogía abierta a la incertidumbre, capaz de articular las complejidades humanas, que ya no son reducibles a una acción escolarizada y escolarizante. Una pedagogía que amplíe el campo de acción y haga propias las complejidades socioculturales actuales, sin templos, sin categorizaciones y apostando a una integralidad de la responsabilidad adulta en manos de quienes han optado por educar y se han formado para ello.

Desde esta perspectiva, entendemos relevante incluir la mirada de la pedagogía social en los procesos de prácticas formativas, de sus supuestos y reflexiones en torno a la diversidad de las prácticas educativas y los efectos socioeducativos que estas producen. La potencia de esta perspectiva estará dada por la capacidad profesional de promover acciones conjuntas con otros actores del campo.

5. La incompletud como oportunidad de interdisciplina

Entendemos que no hay posibilidad de pensar el acto educativo en solitario. Asumiendo esto, proponemos pensar el desarrollo de las prácticas preprofesionales de los profesionales de la educación desde una perspectiva colaborativa, como respuesta a la incompletud de cualquier profesión para abordar las realidades que se le presentan.

En los tiempos que corren, no hay posibilidad de que un solo profesional logre atender y dar respuesta a las necesidades de los sujetos y sus circunstancias. Necesitamos, en clave de interdependencia, de otros con quienes hacer y pensar, para lo cual desde la formación debe introducirse una actitud colaborativa para el ejercicio profesional. Incluso bajo una matriz discursiva de integralidad, este tipo de práctica termina generando efectos de aislamiento. Debemos entonces establecer un modelo en el que existan niveles de apertura al ingreso y la salida de actores externos, y generar las condiciones para que el sujeto acceda a ámbitos de circulación social normalizados.

Vincular palabras con acción

“Se trata de aprovechar todas las oportunidades de vincular estrechamente teoría con práctica, investigación con acción, palabras con acción. Esto significa que el aprendizaje se hace en y por la actividad socialmente necesaria, que el acto de formación estriba en el aprendizaje y no en la instrucción, que la realización favorece la elaboración y la reconstrucción de los saberes, que la formación necesita la práctica y que todas las actividades educativas son actividades de socialización” (Houssaye, 2014: 282).

Si pretendemos que la formación de profesionales en educación sea algo socialmente necesario, legitimado y respaldado, no puede estructurar sus cimientos en base a la exclusión de otros posibles de ser pensados. Pensar es, justamente, introducir una ruptura en los automatismos que se niegan a sostener lo incierto de la naturaleza educativa y lo plural de su accionar; es negarse a la violencia del pensamiento único introduciendo conectores que hibridan múltiples opciones.

Dijo Deleuze (1988: 248): “Pensar no es innato, sino que debe ser engendrado en el pensamiento [...]; el problema no es dirigir o aplicar metódicamente un pensamiento preexistente por naturaleza y de derecho, sino hacer nacer lo que no existe todavía (no hay otra obra, todo el resto es arbitrario y adorno). Pensar es crear, no hay otra creación, sino que crear es primero engendrar ‘pensar’ en el pensamiento”.

Se promueve que el estudiante adquiera una estructura de demora (Ulloa, 1995) ante las urgencias y las demandas de resolución de los problemas, cierta tolerancia ante la frustración producida por la exposición persistente al dolor del otro. Se trata de contener el activismo ante esa situación estresante, requiere actuar reflexivamente, preocuparse por el otro sin inmediatismo, acudir a la experiencia y la memoria. La incerteza, la duda, incluso el error, resultan potencia en un dispositivo que pone en movimiento la reflexión sobre la acción.

Nos parece relevante poner en consideración el lugar del error en el proceso de la práctica preprofesional. Generalmente, el error se impone en los procesos de práctica desde una perspectiva negativa. Muchas veces se lo señala de manera complaciente, dada su naturaleza intrínseca a la condición humana; otras, se lo asocia al rechazo, dado su carácter destructivo. En tanto, se lo significa como falla, distorsión, inadecuación o improcedencia en los procesos. Frente a ello, que lo niega y/o invisibiliza, proponemos tomarlo como una dimensión relevante del proceso formativo de las prácticas. 2 Para hacerlo, hay que dislocar la perspectiva del error como punto terminal e irreversible (que incluso lleva a “perder” el curso) y considerarlo una estrategia formativa.

En este sentido, el error forma parte de una visión estratégica del formador, que lo sitúa como acción necesariamente reversible, en tanto es medio para un fin formativo que lo trasciende. Muchas veces los errores de los estudiantes en el contexto de la construcción de sus proyectos y planes de actividades en el marco de las prácticas son objetivamente evaluados como errores (de concepción inicial, de tema, de forma, de líneas de acción), aspecto que cobra potencia formativa si el estudiante logra una revisión crítica que aprende de estos. Trabajar, pensar y actuar puede, quizá, fortalecer los aprendizajes de los estudiantes en su dimensión crítica al desafiarnos como docentes a descubrir el potencial constructivo y creativo del error frente a su habitual carácter sancionador, tomándolo como elemento de proceso y no como resultado. Un “error” estratégicamente calculado e introducido intencionalmente como obstáculo formativo que eximirá una recomposición de lo pensado y actuado a posteriori. En definitiva, como dicen que dijo Albert Einstein: “Una persona que nunca cometió un error jamás probó nada nuevo”. Eso es relevante para producirse como profesionales de la educación.

Referencias:

Deleuze, G (1988). Diferencia y repetición. Barcelona: Júcar Universidad.

Frigerio, G (2017). Trabajar en instituciones: los oficios de lazo. Buenos Aires: Novedades Educativas.

Houssaye, J (2014). “Formar en pedagogía, sí, ¿pero cómo?”, Revista de Estudios Pedagógicos. XL(1), pp. 275-283.

Laval, C y P Dardot (2016). Común. Barcelona: Gedisa.

Mèlich, JC (2009). “Antropología narrativa y educación”, Revista Teoría de la Educación.

Ulloa, F (1995). Novela clínica psicoanalítica. Buenos Aires: Paidós.

  1. Una delimitación más amplia de este asunto se puede seguir en los capítulos I y II de Experiencia narrativa, de Diego Silva Balerio (2016, Barcelona. UOC).

  2. Orienta la reflexión al respecto Aprender de los errores. El tratamiento didáctico de los errores como estrategias innovadoras, de Saturnino de la Torre (2004, Buenos Aires: Magisterio del Río de La Plata).

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