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Ilustración: Ramiro Alonso

La hostilidad no es de la arquitectura, sino nuestra

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Leído por Andrés Alba.
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Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.

En octubre del año pasado, un hombre de 30 años que paseaba con su familia por un barrio de Montevideo tropezó y cayó sobre elementos cortantes, colocados frente a un edificio para impedir que personas en situación de calle se acostaran allí. Tuvo que recibir cuidados intensivos y murió a mediados de noviembre. El Municipio B propuso que se regulara ese tipo de instalaciones peligrosas; a mediados de diciembre, la Intendencia de Montevideo (IM) formó un grupo de trabajo sobre el tema, y ahora hay un proyecto de decreto a estudio de la Junta Departamental.

Se podría pensar que la respuesta institucional fue rápida sin ser apresurada, pero para llegar a esta conclusión hay que pasar por alto algunos datos de la realidad. La llamada “arquitectura hostil” (una tendencia internacional que tiene algunos nombres aún peores, entre ellos “diseño desagradable”) no apareció en Montevideo hace unos meses, sino hace años. La iniciativa de regulación surgió cuando hubo una víctima indeseada: el equipamiento que se quiere regular está pensado para ahuyentar o lastimar a determinadas personas y no a otras.

El proyecto de la IM prohíbe la instalación en el espacio público de elementos punzantes o cortantes “que representen riesgos significativos para la integridad de las personas”, y permite al gobierno departamental retirarlos, así como multar a quienes los coloquen cuando la norma esté vigente o incumplan una intimación a quitarlos o adecuarlos.

Es previsible que haya polémicas como las que se han dado en muchos otros países. De un lado, quienes alegan que las personas en situación de calle perturban su vida cotidiana y les causan diversos perjuicios; del otro, quienes señalan que es inviable y peligrosa la pretensión de resolver así un problema social. Esto conduce, por supuesto, a la cuestión de quiénes y cómo deben resolver en forma integral el problema.

Las apelaciones genéricas al diálogo y la convivencia no entusiasman a quienes colocan pinchos en el frente de su casa o su comercio porque se sienten agredidos e indefensos, aunque mucho más agredidas e indefensas estén las personas en situación de calle. Lo que quieren es que alguien las retire de su entorno, y si esto no sucede, tratan de lograr por su cuenta el mismo resultado.

Mucha gente puede reconocer que es necesario un conjunto de políticas públicas coordinadas, pero también asume que esto es ante todo una responsabilidad gubernamental, y no acepta que se le exijan sacrificios para paliar la inexistencia o la ineficacia de esas políticas.

Subyace al asunto una problemática más amplia. La “arquitectura hostil” no es arquitectura en el buen sentido de la palabra, sino un conjunto de hechos consumados que imponen nuevas reglas de juego y, aunque pretendan defender la calidad del espacio público, la deterioran. Se puede decir lo mismo de otras situaciones naturalizadas: por ejemplo, que el paisaje de las calles en los barrios haya pasado a incluir hileras de automóviles estacionados. Tal como sucede con las personas en situación de calle, hay un déficit de políticas públicas y también uno de responsabilidad y solidaridad ciudadanas: es preciso solucionar ambos.

Hasta el lunes.

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