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Elefantes migrando en China. Foto: Netflix

Our planet II: la serie documental de Netflix es a la vez una celebración magnífica de la naturaleza y una advertencia que se queda corta

11 minutos de lectura
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La nueva temporada de la serie Our planet celebra en forma notable el espectáculo de las migraciones animales y tiene la valentía de mostrar el daño que la acción humana está causando a la biodiversidad del planeta, pero opta por mostrar el crimen sin explicar cómo se cometió.

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Leído por Andrés Alba.
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La cámara avanza lentamente sobre los cráteres de la luna, con música solemne de fondo. Parece el comienzo de un documental sobre la exploración espacial, pero a los pocos segundos emerge la imagen de una Tierra naciente en el horizonte y el narrador pone el asunto en perspectiva: se trata exactamente de lo opuesto.

“Hace 50 años, finalmente nos aventuramos hacia la luna. Por primera vez pudimos mirar hacia nuestro planeta”, dice la voz rasposa pero tranquilizadora del presentador. Ni esa voz, ni el título que aparece a continuación ni la imagen del planeta flotando en el vacío oscuro como la “canica azul” fotografiada por el Apolo 17 son casuales.

Our planet II, la serie documental de naturaleza que emite Netflix y que acaba de estrenar nueva temporada, abreva de la más respetable tradición del género, cocinada en la Unidad de Historia Natural de la BBC y con el prestigio que da la voz del interminable naturalista británico David Attenborough, pero multiplica su alcance en las pantallas de todo el mundo gracias al acuerdo de la productora Silverback Films con la plataforma de streaming más popular de “nuestro planeta”.

El convenio permitió que Netflix mejorara sensiblemente el contenido de su catálogo dedicado a la naturaleza –donde suele primar más lo visual o el sensacionalismo que el rigor científico– con la producción de Our planet, el unitario Attenborough: a life in our planet y la serie Life on Our Planet, que se estrenará en setiembre de este año con Morgan Freeman como presentador (la productora quizá tenga dificultades para pensar títulos que se diferencien entre sí pero no para elegir locutores emblemáticos).

Esta presentación “espacial”, que figuraba ya en la primera temporada de la serie (estrenada en 2019), es un guiño a los grandes documentales de naturaleza que revolucionaron el género a partir de The blue planet en el 2001 y todas las secuelas y derivados, como el hito mundial que fue Planet earth en 2006, las dos temporadas de Frozen planet, A perfect planet, Planet earth II y The blue planet II (para que quede claro que la obsesión con la palabra “planeta” no es casualidad, producciones anteriores de la BBC incluyen A living planet y State of the planet, y otras más recientes son Planet dinosaur y Prehistoric planet). Todas se caracterizan por su belleza cinematográfica, su escala épica y las proezas tecnológicas de las que son capaces para registrar la naturaleza como nunca antes, características que están presentes también en Our planet. No es lo único que tienen en común.

Cangrejos rojos migrando en la Isla de Navidad. Foto: Netflix

Detrás de Our planet y de todas estas otras producciones está la voz del incombustible David Attenborough, que a los 97 años parece tener más trabajo que nunca, y la mano de los realizadores de la BBC Alastair Fothergill y Keith Scholey, que lideran la productora Silverback. En Our planet muestran una vez más la naturaleza en la forma majestuosa a las que nos tienen acostumbrados, pero también revelan con claridad cómo está incidiendo en ella la acción humana. Si el grado de detalle al que llegan es suficiente, ya es un asunto distinto.

Se mueve, se juega

El tema central de Our planet II es especialmente adecuado para hablar de las perturbaciones humanas. Los cuatro episodios de 50 minutos tratan sobre las migraciones animales, con títulos conceptuales que engloban los dilemas de distintas especies a la hora de recorrer grandes trayectos: “El mundo se mueve”, “Seguir el sol”, “La próxima generación” y “Libertad para deambular”. En ellos se muestra cómo el cambio de las estaciones, la variación del clima o la propia historia de vida de los animales desencadenan o afectan sus migraciones, necesarias en muchos casos para alimentarse, encontrar un nuevo hogar o reproducirse (o a veces sin motivo aparente, como ocurre con los pingüinos tawaki de Nueva Zelanda).

En el primer capítulo, por ejemplo, vemos algunas escenas ya emblemáticas de los documentales de fauna –aunque no por ello menos impresionantes–, como la búsqueda de alimento por parte de una osa polar y dos cachorros en un océano Ártico bajo los efectos del cambio climático, el periplo increíble que hacen miles de millones de langostas devorando todo a su paso por África y Asia (una escena que ya habíamos visto en Planet earth II) y la migración de miles de búfalos cafre a través del Kalahari para alcanzar un pantano permanente en épocas de sequía, un trayecto en el que deben sortear a los leones que esperan justamente ese momento.

Son otras migraciones, quizá menos conocidas, las que brillan en los episodios. Por ejemplo, las historias aparentemente independientes de las crías de albatros de Laysan, que debe esperar meses antes de poder realizar el primero de sus viajes larguísimos en el mar, y la de los tiburones tigre, que guiados por el campo magnético terrestre recorren mil kilómetros por el océano Pacífico hasta llegar a un sitio de abundante alimentación. Ambas se unen al final del primer episodio en un giro digno de un thriller, cuando descubrimos cuál es el sitio al que se dirigen los tiburones: justamente la isla de Laysan, donde las crías de albatros hacen sus primeros vuelos titubeantes sin saber el peligro que les aguarda bajo las aguas.

Los productores se tomaron lo de thriller en serio, porque a diferencia de la primera temporada optan por terminar cada episodio con un cliffhanger (¿se comerá el tiburón a la cría de albatros con la que nos encariñamos veinte minutos antes en el capítulo? ¿O los enormes cocodrilos africanos a la cría de cebra que busca atravesar el río Mara en Tanzania?). El recurso es más propio de una serie de suspenso que de un documental de naturaleza pero es probablemente una concesión para despertar el interés del mayor número de televidentes posible en una época caracterizada por el déficit de atención.

Our planet no reniega nunca del suspenso, como tampoco lo hacían sus antecesoras, con resultados espectaculares que a menudo son más efectivos que cualquier escena de una película de Hitchcock. Más allá de la información valiosa que aportan sobre las especies y sus procesos de vida, las historias tienen un nudo dramático que sigue generalmente la misma fórmula: un animal debe hacer una migración esencial para su supervivencia, pero para lograrlo se enfrenta al peligro de uno o más depredadores. A veces lo sabe y a veces no. El que sí lo sabe y lo disfruta con culpa y sentimientos encontrados desde el sofá de su casa es quien mira la serie.

Salmones migrando. Foto: Netflix.

Ocurre así con la enorme migración de los ñus, que atraviesan praderas de pastos altos que esconden a leones hambrientos y ríos infestados de cocodrilos; con los cachorros de elefantes marinos, que ignoran que una orca asesina ha perfeccionado una técnica única para atraparlos en las piscinas en las que descansan en las islas Malvinas, y con el cachorro de oso polar que parece a punto de quedar abandonado en una empinada pared rocosa, lejos de su madre y su hermano, por mencionar sólo algunos ejemplos.

Entre las amenazas que enfrentan muchos de estos animales en sus migraciones no sólo se encuentran sus depredadores naturales sino también el ser humano y sus construcciones, aunque aparezcan con menos frecuencia de lo que uno esperaría en un programa dedicado a las especies que cubren largos trayectos en un mundo cada vez más intervenido.

La mano que mece la Tierra

El factor antrópico solía estar ausente o tenía un lugar bastante marginal en buena parte de las series anteriores realizadas por los creadores de Our planet, como por ejemplo Planet earth. Estas producciones solían centrarse en la celebración de la naturaleza que nos rodea y no tanto en las amenazas que enfrenta o en el declive de las maravillas naturales por obra de la acción humana.

En Our planet, al menos, esta tendencia comenzó a corregirse. La voz de Attenborough nos recuerda con más frecuencia los peligros que enfrentan las especies que aparecen filmadas con tanta hermosura y las malas noticias que les (y nos) espera si no cambiamos el rumbo.

En la nueva temporada este tono sigue presente en algunos momentos, con el aporte de varias imágenes capaces de formar un nudo en la garganta al espectador. Por ejemplo, la isla de Laysan cubierta de plástico y albatros muertos (más sobre esto en recuadro aparte), o la cantidad de morsas que se apiñan como pueden sobre los escasos fragmentos de glaciares en un océano Ártico en el que el hielo marino se derrite cada vez más pronto.

Our planet II nos muestra cómo los antílopes americanos deben enfrentar alambrados, carreteras y fábricas en su viaje desde Wyoming a las Montañas Rocosas en Norteamérica; cómo una ballena y su cría se enfrentan a los peligros de las colisiones de los buques en las costas de California durante su camino al mar de Bering; cómo los cazadores acaban con gran número de gansos blancos durante su migración anual en Norteamérica, o cómo los cangrejos rojos de la isla de Navidad, ubicada en el océano Índico, deben cruzar calles y pueblos en su viaje anual a la costa. Incluso dedican un segmento bellamente filmado y narrado a un ejemplo relativamente reciente y con mucha repercusión mediática: los elefantes amenazados de Yunnan (China), que forzados por una sequía severa en 2020 debieron mudarse de su hábitat y deambular de ciudad en ciudad, de cultivo en cultivo, buscando un lugar donde vivir en el país más poblado de la Tierra.

En todos estos casos se deja en evidencia que la acción humana está perturbando o impidiendo migraciones animales que llevan en curso miles y miles de años, pero los productores optan por echar una luz más optimista que pesimista sobre algunos de estos ejemplos. Así, los cangrejos rojos atraviesan las calles gracias a la colaboración de voluntarios que evitan que sean atropellados; los antílopes pueden cruzar las carreteras mediante los pasos de fauna construidos especialmente; las grullas damisela completan su durísima migración a través de los Himalayas gracias a una pequeña aldea india que las protege y alimenta (una intervención que en otros casos podría ser vista como negativa); y los pobladores chinos dan paso seguro a los elefantes y les permiten saquear las cosechas en vez de alejarlos.

Elefantes cruzando plantíos en China. Foto: Netflix

Sin dudas es necesario contar estas historias reales, inspiradoras y optimistas, especialmente cuando se quiere transmitir que un cambio es posible, pero quizá una visión un poco más balanceada hubiera reflejado en forma más atinada la gravedad de la situación en la que nos encontramos en materia de biodiversidad.

La serie tiene la valentía de poner incómodo al espectador en varios momentos, al reconocer y mostrar el impacto provocado por el ser humano en las migraciones ancestrales de estas especies o en su supervivencia, pero omite decir cuáles son las causas. Se muestra el crimen y se apunta en forma genérica al criminal, pero no la forma en que se produjo.

“Hemos cambiado el planeta. Cortamos rutas ancestrales e impactamos hasta los rincones más remotos del planeta. Pero hay esperanza. Ahora sabemos más que nunca sobre estos viajes. Con nuestra ayuda muchos animales están superando los desafíos de nuestro mundo moderno. Para tener un planeta sano y conectado debemos preservar la libertad de movimiento”, narra Attenborough, mientras las imágenes de plásticos en islas remotas y de animales que encuentran obstáculos humanos se matizan con otras escenas más esperanzadoras.

El uso del plural de la primera persona es una admisión genérica de culpabilidad que no detalla los problemas reales que nos llevaron a este punto, como si el asunto pudiera solucionarse solamente con apelar a la buena voluntad y el activismo de la clientela de Netflix. No hay alusiones a la industria plástica, al consumo desenfrenado de bienes y energía por parte de los países desarrollados ni a la responsabilidad mayúscula de varias naciones en las emisiones de gases de efecto invernadero que impulsan el cambio climático.

Pese a estos debes, Our planet II acierta al no presentar una versión idealizada de la naturaleza. Sus historias no terminan siempre bien para los animales que las protagonizan, incluso las de aquellos con un arco narrativo importante y con los que el espectador podría encariñarse. Al igual que ocurría en la primera temporada, no suaviza las escenas de predación, como hacen últimamente algunos documentales para evitar las quejas de los espectadores más sensibles, pero tampoco se regodea en el morbo innecesario.

Puma migrando en Chile. Foto: Netflix

Esta nueva temporada de Our planet se construye sobre un formato ya probado y exitoso, que tiene su base en una visión hiperrealista de la naturaleza que nos permite asomarnos a muchos de sus tesoros ocultos como nunca antes, pero agrega animaciones y recursos gráficos que dan contexto a los relatos y ponen en escala los viajes épicos de algunos animales. Lo hace, como siempre, con una narración impecable llena de imágenes espectaculares, que despierta el sentido de la maravilla ante la naturaleza y ofrece historias más interesantes que casi todo el catálogo de ficción de Netflix.

Serie: Our planet II (cuatro episodios de 50 minutos)
Plataforma: Netflix
Narrado por: David Attenborough
Producido por: Silverback Films

Cinco escenas imperdibles de Our planet II

La larga espera del albatros (capítulo 1): en la isla de Laysan, una cría de albatros hambrienta está a punto de hacer su primer vuelo sobre el océano. La cámara la muestra casi en la orilla, de espaldas al mar, mientras aguarda el mejor momento para abrir las alas. De pronto, vemos cómo una aleta enorme de tiburón surca la superficie detrás de ella. Ni Spielberg hubiera podido pensar mejor el plano, pero curiosamente no es ese el momento de mayor adrenalina de toda la escena sino la lucha de la cría con un pedazo de plástico atragantado, con el que su madre lo alimentó inadvertidamente. La imagen de esa isla paradisíaca cubierta de plástico es descorazonadora y muestra con claridad que otras crías de albatros no tendrán tanta suerte.

La otra marea roja (capítulo 3): una vez al año, millones de cangrejos rojos de la isla de Navidad hacen su viaje al mar para reproducirse. Invaden como una marea roja las calles y los pueblos de la isla que les da nombre hasta llegar al agua, donde depositan los huevos con una serie de movimientos espasmódicos que parecen pasos de reggaetón. Es una imagen impresionante, pero no se compara con lo que ocurrirá cuando las diminutas crías regresen en masa. Our planet II muestra cómo tiñen de rojo las orillas y hacen un viaje esforzado para volver al bosque de donde salieron sus padres, un periplo en el que cubren como una manta carmesí las calles, la ropa, la basura y los caños de los pueblos. El retorno está lleno de peligros, incluyendo una escena caníbal que parece salida de una película clase B de los años 50.

La odisea de las ballenas grises (capítulo 4): una ballena gris enfrenta un larguísimo viaje con una dificultad adicional: acaba de tener una cría, con la que debe trasladarse desde Baja California en México al mar de Bering, 8.000 kilómetros al norte, donde la aguarda la comida que necesita para que ambas sobrevivan. Las cámaras acompañan a madre e hija en este trayecto épico con altos y bajos, desde la protección de una gran “guardería” de ballenas al peligro de los buques en costas pobladas. El momento dramático y conmovedor llega cuando un grupo de orcas les da alcance al salir a mar abierto, en la bahía de Monterrey.

La danza del perseguidor y los perseguidos (capítulo 4): es verano en el mar de Weddell, en el extremo sur del planeta. Eso no significa que la vida sea sencilla para los pingüinos papúa que viven allí y que viajan diariamente 30 kilómetros desde las colonias reproductoras a su zona de alimentación en el mar. Las crías que recién se aventuran en el agua lo tienen especialmente difícil. Sobre todo porque debajo de los bloques de hielo, astutas y sigilosas, las esperan las focas leopardo. Los pingüinos papúa, sin embargo, son nadadores excelentes, y mientras huyen velozmente de las focas una serie de tomas aéreas nos regala una coreografía casi de ballet, en la que presas y depredadores se juegan la vida en un minuto de adrenalina y belleza.

La orca ingeniosa (capítulo 3): en una de las islas Malvinas, las crías de elefantes marinos aprenden a nadar en unas piscinas rocosas ubicadas casi en la orilla, en la que se encuentran a salvo de depredadores. O así era hasta hace unas pocas décadas, cuando la astucia de una orca le permitió idear una nueva estrategia de caza: aprendió a esperar la marea alta para meterse entre las rocas y, a riesgo de quedar varada, aguardar el descuido de algún cachorro para volver a mar abierto con comida para toda su familia. La espera paciente de la orca al borde de la piscina, que es apreciada por el espectador pero no por las presas, es un momento de suspenso casi intolerable.

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