Las pantallas se han integrado tan profundamente en nuestra vida cotidiana que es imposible imaginar un hogar sin dispositivos digitales. Trabajamos, aprendemos, nos entretenemos y nos conectamos a través de ellas. De hecho, es más probable encontrar una familia con un unicornio de mascota que sin tecnología. Esta omnipresencia genera una paradoja inquietante: aunque los adultos las integramos naturalmente a nuestro día a día, al ver a nuestros hijos interactuar con ellas surge la pregunta: ¿no estarán pasando demasiado tiempo pegados a las pantallas?
Esta preocupación natural se transforma en un fenómeno más grave, reflejado en el uso de terminología imprecisa y la proliferación de respuestas simplistas que entorpecen nuestra comprensión del mundo digital en el que crecen los niños. Mientras algunos países imponen restricciones rígidas basadas únicamente en la edad, la evidencia científica demuestra que la realidad es mucho más compleja y exige enfoques más sofisticados y matizados.
La trampa de la “adicción a las pantallas”
La expresión “adicción a las pantallas” se ha vuelto tan común que la repetimos sin cuestionar su validez clínica: ni la Organización Mundial de la Salud (OMS) ni la American Psychiatric Association (APA) la reconocen como diagnóstico legítimo. Sin embargo, seguimos usando esta metáfora como atajo para describir cualquier uso intensivo de dispositivos. A pesar de esta ausencia de consenso científico, la expresión se reproduce en medios de comunicación, conversaciones familiares y debates educativos, generando un clima de inquietud y confusión.
Asociar automáticamente cualquier descarga de dopamina con un comportamiento patológico subestima la complejidad del sistema de recompensa cerebral. La dopamina juega un papel esencial en la motivación y el placer: un abrazo, una buena comida o cumplir un objetivo personal activan los mismos circuitos. Su presencia no indica necesariamente un problema, sino que confirma una respuesta cerebral adecuada a estímulos gratificantes.
Al mismo tiempo, reducir todos los dispositivos electrónicos a meras “pantallas” es un error: aunque comparten la capacidad de mostrar contenido, esa sola característica no define su función ni propósito. Ver un partido en familia, estudiar con la ceibalita, jugar en una consola o mirar tiktoks son actividades con objetivos e impactos muy distintos en el desarrollo, la socialización y el bienestar, y no pueden englobarse en una misma categoría. Además, agrupar experiencias tan diversas en una misma etiqueta impide distinguir entre usos problemáticos y usos enriquecedores.
Precisamente esta falta de precisión –tanto al hablar de adicción como de pantallas– dificulta el diseño de políticas y prácticas eficaces.
La industria del pánico digital
El discurso público sobre tecnología e infancia se ha visto inundado por afirmaciones categóricas que, aunque suenan convincentes, ignoran la complejidad inherente al fenómeno digital. Frases como “las pantallas dañan el cerebro” o “provocan depresión” circulan con la fuerza de verdades absolutas, pero al examinarlas detenidamente revelan una carencia alarmante de especificidad: ¿qué tipo de impacto exactamente?; ¿bajo qué condiciones?; ¿qué metodología se empleó?
Esta tendencia se ve amplificada por una industria mediática que privilegia el sensacionalismo sobre la precisión. Titulares como “Las pantallas son peores que la heroína” logran capturar la atención inmediata del público, pero al rastrear los estudios originales que supuestamente respaldan estas afirmaciones, encontramos conclusiones mucho más cautelosas y matizadas. La distancia entre la investigación rigurosa y la interpretación pública es, en muchos casos, abismal.
Detrás del alarmismo se esconde un negocio extraordinariamente lucrativo: conferencias que prometen “la verdad aterradora” sobre las pantallas, aplicaciones de bienestar digital que aseguran resolver todos los conflictos familiares, libros con títulos apocalípticos y “tecnogurús” autoproclamados que venden soluciones milagrosas sin formación científica sólida.
Este ecosistema comercial se nutre del temor parental porque el miedo es infinitamente más fácil de vender que el análisis equilibrado basado en evidencia. El pánico genera urgencia, la urgencia impulsa decisiones de compra rápidas, y las soluciones “milagrosas” prometen el alivio inmediato que los padres ansiosos están dispuestos a pagar. En cambio, la investigación rigurosa y contrastada requiere tiempo y paciencia, y no se presta fácilmente a la comercialización.
Restricciones: buenas intenciones, efectos complejos
Esta industria del pánico ha influido directamente en la formulación de políticas públicas. La preocupación por el impacto de la tecnología en los menores ha llevado a varios países a considerar o implementar medidas legislativas restrictivas. Australia aprobó una ley que prohíbe a menores de 16 años crear cuentas en redes sociales; Brasil ha vetado el uso de dispositivos móviles en escuelas públicas y privadas; en Uruguay se presentó un proyecto de ley que, por el momento, no se implementó. Estos esfuerzos, aunque bienintencionados, han provocado cuestionamientos de organizaciones especializadas en derechos infantiles.
Unesco documenta que, a fines de 2024, casi 80 sistemas educativos ya habían prohibido legalmente los smartphones en aulas. Sin embargo, Sonia Livingstone –una de las principales investigadoras en infancias digitales– cuestiona estas prohibiciones absolutas y propone restricciones equilibradas que consideren tanto riesgos como beneficios pedagógicos.
Unicef también critica estas políticas restrictivas. Argumenta que los umbrales rígidos limitan el acceso a información valiosa: recursos educativos especializados, datos de salud para adolescentes y comunidades de apoyo online, especialmente cruciales para jóvenes vulnerables. Peor aún, las prohibiciones pueden empujar a los niños hacia espacios digitales menos regulados y más peligrosos, sin supervisión adulta.
Paradójicamente, estas medidas también desincentivan la innovación en seguridad digital. Cuando las empresas saben que los menores tienen acceso restringido a sus plataformas, pierden incentivos para invertir en el desarrollo de entornos verdaderamente seguros para esta población. De esta manera, se perpetúa un ciclo donde la tecnología permanece inadecuada para los jóvenes.
Finalmente, las prohibiciones categóricas obstaculizan el desarrollo de habilidades digitales críticas. En lugar de brindar oportunidades para que los jóvenes aprendan a navegar por entornos complejos bajo supervisión adecuada, estas medidas los privan de desarrollar alfabetización digital y pensamiento crítico, capacidades que resultan indispensables en el mundo actual.
Más allá del tiempo de pantalla
Durante años el debate sobre tecnología e infancia se ha centrado de manera obsesiva en métricas puramente cuantitativas: cuántas horas pasan los niños frente a las pantallas de sus dispositivos digitales. Esta aproximación, aunque comprensible por su aparente simplicidad, resulta insuficiente para evaluar el impacto real de la tecnología en el desarrollo infantil.
Sin embargo, hoy sabemos que el factor temporal es menos determinante que otros elementos cualitativos. Lo realmente influyente en el bienestar y desarrollo de los menores es la naturaleza de la experiencia digital: qué tipo de contenido consumen y producen, bajo qué circunstancias ocurre esta interacción y qué clase de vínculos humanos facilita u obstaculiza.
Para evaluar adecuadamente el uso que nuestros hijos hacen de la tecnología, resulta imprescindible analizar tres dimensiones interrelacionadas:
El qué: contenido y propósito
Examinar críticamente qué consumen y generan nuestros hijos resulta fundamental. No es lo mismo un documental educativo que videos virales con comportamientos peligrosos. Tampoco podemos equiparar una aplicación de programación que desarrolla pensamiento lógico con contenido diseñado únicamente para capturar la atención sin valor educativo.
El cómo: contexto y circunstancias
Las circunstancias específicas del uso tecnológico determinan su impacto. Un videojuego cooperativo disfrutado en familia durante un fin de semana lluvioso difiere radicalmente del mismo juego consumido en solitario a medianoche. El contexto incluye el momento, el lugar y las condiciones que rodean la actividad. Asimismo, el propósito también importa: usar tecnología como escape emocional ante situaciones difíciles o como entretenimiento en una rutina equilibrada tiene impactos muy diferentes.
El con quién: interacciones y vínculos
La naturaleza de las interacciones que facilita la tecnología marca la diferencia. Una videollamada con seres queridos fortalece lazos y el desarrollo de habilidades comunicativas, mientras que los contactos anónimos en plataformas, sin supervisión, aumentan significativamente los riesgos. Por eso, la pregunta que debemos hacernos como padres es simple: ¿la tecnología está acercando a nuestros hijos a personas que forman parte de su círculo de confianza, o los está exponiendo a interacciones que preferirían evitar en el mundo físico?
Estrategias para una crianza digital consciente
El Informe Kids Online Uruguay (2022) revela la realidad digital de niños y adolescentes uruguayos. La democratización del acceso a internet es evidente: el 97% de los jóvenes de 16 a 17 años utiliza internet a diario. Sin embargo, persisten brechas significativas en habilidades digitales y en el acompañamiento adulto.
Los datos son contundentes: el 79% de los niños uruguayos de 9 a 12 años accede a internet desde su celular, pero sólo el 36% posee competencias básicas de autoprotección digital. Además, el 60% reconoce dificultades para autorregular su tiempo en línea y advierte que la ausencia de límites claros establecidos por los padres deteriora el entorno familiar.
Esta información expone una paradoja crítica: a pesar de la conectividad universal, no todos los niños tienen herramientas para navegar con seguridad. El problema no es el acceso, sino la ausencia de acompañamiento y formación.
En lugar de reglas rígidas, es conveniente aplicar principios prácticos adaptados a cada familia para crear entornos digitales seguros y formativos. De esta manera, cada hogar construye su propio camino hacia una crianza digital equilibrada, en la que los niños desarrollan habilidades de protección y los adultos acompañan de manera significativa.
Para lograr este equilibrio, cada familia puede implementar algunas de las siguientes acciones concretas que se exponen a continuación, combinándolas según sus necesidades.
1. Coúso: acompañar activamente
En lugar de limitarse a observar o controlar de manera restrictiva, los adultos pueden convertirse en compañeros activos de las experiencias digitales de sus hijos. Esto implica jugar juntos, explorar nuevas aplicaciones, ver videos educativos en familia y participar genuinamente en sus intereses en línea.
Al igual que leer un cuento, utilizar el dispositivo en conjunto brinda seguridad y provee oportunidades de diálogo sobre lo que se ve. El coúso transforma el tiempo de pantalla de una actividad solitaria en una ocasión para conectar y compartir aprendizajes.
2. Mediación: conversamos, pero no juzgamos
La mediación efectiva va más allá de establecer reglas o prohibiciones; implica mantener conversaciones frecuentes, abiertas y sin juicios sobre lo que los hijos ven, hacen y aprenden en línea. Así como se comentaría una escena de una película, se puede dialogar con ellos acerca de los videos que miran en Youtube o los juegos que les interesan, señalando juntos lo positivo y lo cuestionable.
Estas charlas deben ser bidireccionales: mientras se comparte la experiencia y las preocupaciones, también se muestra interés genuino en entender sus perspectivas digitales.
3. Límites negociados: acordar las reglas en conjunto
Los límites más eficaces surgen de acuerdos familiares que consideren la etapa de desarrollo de cada niño, sus necesidades individuales y el entorno de cada hogar. Al igual que pactamos juntos la hora de dormir para proteger su descanso y bienestar, podemos establecer un horario para apagar pantallas que respete sus ritmos de sueño y aprendizaje.
Consensuar el orden de las actividades empodera a los niños: al participar en la definición de cuándo estudiar y cuándo conectarse para jugar, desarrollan responsabilidad y motivación para respetar los acuerdos. Sin embargo, cuando las familias caen en excepciones vagas –“pantallas sólo si es educativo” o “aplicaciones didácticas, pero nada más”– se produce ambigüedad. ¿Cómo distinguir un documental de un video de entretenimiento? ¿Un juego de estrategia de uno de azar? Sin criterios claros, estas reglas tipo comodín se convierten en fuente de conflicto y desconfianza.
Por ello, en lugar de esas normas imprecisas, conviene formular acuerdos explícitos y adaptados a cada familia. Por ejemplo: “Entre semana, después de los deberes, tenés 30 minutos para jugar en la tablet”. Así, los niños saben exactamente qué se espera de ellos y aprenden a gestionar su tiempo y sus decisiones digitales en un clima de confianza y colaboración.
4. Supervisión transparente: explicar el monitoreo
Al usar herramientas de control parental, es fundamental hacerlo con total transparencia: explicar siempre el propósito del filtro, su duración y los criterios para modificarlo. El monitoreo efectivo debe entenderse como una herramienta educativa, no punitiva, ya que ayuda a los niños a identificar riesgos y a desarrollar progresivamente sus capacidades de autoprotección.
Ningún filtro es infalible ni sustituye la educación directa; por eso, además de activar controles parentales, es clave conversar periódicamente con los niños sobre sus actividades en internet.
5. Red de apoyo: involucrar a otros adultos
La crianza digital no recae sólo en los padres; conviene tejer una red de confianza con otros adultos –familiares, docentes, cuidadores– que compartan criterios y responsabilidad en el acompañamiento digital de los niños. Por ejemplo, acordar con un tío o un abuelo que, con respeto, pregunte qué hace el niño en línea y con quién interactúa, sin invadir su privacidad. Así, esa observación indirecta amplía la red de cuidado cuando no podemos estar presentes.
6. Autonomía gradual: dar libertad paso a paso
El objetivo final es formar personas que tomen decisiones responsables en entornos tecnológicos. A medida que los niños demuestran criterio y autorregulación, ganan más espacio de autonomía. Incluso cuando naveguen solos, conviene mantener instancias de diálogo y revisiones periódicas para garantizar su seguridad y bienestar.
7. Dar el ejemplo: ser coherentes con lo que se pide
Los niños aprenden más de lo que ven que de lo que escuchan. Por eso, nuestro comportamiento digital debe reflejar los valores y límites que planteamos: cómo usamos los dispositivos en la mesa familiar, cómo reaccionamos ante contenido problemático y nuestra capacidad para desconectarnos cuando hace falta. Actuar con coherencia facilita que interioricen buenos hábitos digitales.
8. Disfrutar la tecnología: verla como aliada, no enemiga
Conviene ver la tecnología desde una perspectiva positiva: como herramienta para la creatividad, el aprendizaje, la conexión y la exploración conjunta. Si transmitimos ansiedad o rechazo, los niños asocian la tecnología a algo negativo. En cambio, al presentarla como un recurso que puede enriquecer sus vidas –siempre con límites claros– fomentamos un uso equilibrado y saludable.
La crianza digital como responsabilidad colectiva
Estas estrategias, por más efectivas que sean, no pueden funcionar en el vacío. La formación digital no puede recaer únicamente en las familias. Las desigualdades socioeconómicas, educativas y tecnológicas hacen que no todas dispongan de los mismos recursos para acompañar a sus hijos en el entorno digital.
Cuando las instituciones educativas renuncian a formar ciudadanos digitales responsables –por prohibiciones absolutas o por falta de formación docente– se amplía la brecha entre quienes reciben apoyo continuo y quienes navegan solos en espacios potencialmente riesgosos. Una crianza digital efectiva requiere un ecosistema que complemente el hogar: centros educativos que integren de modo transversal la alfabetización digital y la ciudadanía responsable; espacios comunitarios, como bibliotecas y centros juveniles, que ofrezcan talleres y recursos prácticos para las familias; políticas públicas que garanticen acceso equitativo a la tecnología y formación continua para educadores y padres, y profesionales de la salud y del desarrollo infantil que orienten sobre prácticas digitales saludables.
Pensar la responsabilidad parental desde lo colectivo no la debilita, la fortalece. Exigir a las instituciones enfoques pedagógicos sólidos y equitativos, y asegurar que la calidad de la educación digital no dependa del nivel socioeconómico, es parte esencial de este compromiso.
Navegar juntos el océano digital
Criar niños en la era digital no exige ser expertos tecnológicos, sino mantenernos informados, pacientes y comprometidos con su bienestar integral.
Volvamos a la escena que ya compartimos en una nota previa: un niño pequeño se acerca al borde de una piscina. Sus padres lo apartan y cierran la cerca. Pero, con el tiempo, aparecen el arroyo del barrio y la playa con amigos. Quienes cuidan de él comprenden entonces que prohibir no basta: las cercas funcionan con los más chicos, pero pierden sentido cuando aprenden a abrirlas y ganan autonomía.
El objetivo no es eliminar los riesgos –algo imposible en cualquier entorno de aprendizaje genuino–, sino formar personas capaces de identificarlos, evaluarlos y gestionarlos con creciente autonomía. Esto requiere acompañamiento constante y construcción gradual de confianza.
En el fondo, la crianza digital nos plantea el mismo dilema de siempre: cómo proteger sin sobreproteger, cómo cuidar sin limitar, cómo acompañar sin agobiar. Y como en cualquier crianza, necesita los mismos ingredientes básicos: amor, límites claros, respeto mutuo y paciencia para que aprendan de sus propios errores.
El mundo digital seguirá cambiando, aparecerán nuevas plataformas y nuevos desafíos. Pero si hemos construido una base sólida de comunicación y confianza mutua, podrán navegar estos cambios con seguridad. Y nosotros estaremos ahí, a veces más cerca, a veces dándoles más espacio, pero siempre disponibles cuando nos necesiten.
Porque, al final, “nunca se trató de que no se mojaran, sino de que aprendieran a nadar”.