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Nilson Viazzo, el lunes en estudios. Foto: Juan Manuel Ramos

Ciudadano ilustre

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Ni canto ni baile: el formato más vendido en el mundo para Endemol -Shine es Masterchef, que acaba de rematar su primera edición en Uruguay. Compañeros solidarios, un poco de bardo virtual y una serie de previsibles dedos sangrientos fue el saldo de una emisión con altos niveles de audiencia. Mientras los jueces se aprontan para ser más severos en la segunda temporada, queda la ilusión de que haya más platos que equilibren proteínas, carbohidratos y vegetales con “algo crocante”.

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Editar

Cuando habilitan la entrada al estudio, cerca de la medianoche, ya dejó de hacer efecto el café de la antesala, donde estuvimos viendo, vía plasma, la final de Masterchef. Para ese momento, justo para ese momento, estuvimos montando guardia en Estudio 9, en La Aguada, ahí nomás de la Facultad de Medicina, el lunes, la noche en que Canal 10 “calentó la pantalla”. Aunque los programas se grababan unas tres semanas antes de la fecha de emisión durante dos jornadas de 12 horas, el fallo del jurado, certificado por escribana pública, se anunció en vivo, tratando de evitar las filtraciones, como ocurrió en la edición argentina. No sólo en Uruguay es difícil mantener un secreto.

Lo más ostentoso de un éxito es que puede medirse de muchas maneras: rating (15 puntos en promedio durante 16 programas), share (67% de TV abierta), redes sociales (más de 60.000 seguidores en Facebook, más de 12.000 en Twitter) o interminables minutos de tanda que alcanzarían para deshuesar un pollo, rellenarlo y ponerlo al horno. Es decir que en ese estiramiento omnipresente está el negocio y lo inocultable: están hablando de él. Es trending topic hasta de los que quedan fuera de la charla porque no ven el programa, porque de comer sí, pero de cocinar poco y nada.

Hace unos días, antes de ingresar al estudio de grabación, aquello se sentía como una sala de espera, cuando la familia sabe que todo sale según lo planificado. La gerencia del canal, los empleados, las figuras, se mostraban las pantallas de celular y se ensanchaban. Dos años antes habían empezado las negociaciones para comprar el formato que se replica en más de 50 países, que en Inglaterra lleva ya 12 temporadas y que en Australia pasan a diario. ¿Qué se negocia exactamente? “Diría que la parte del precio es la más fácil en un punto, porque decís tanto, tanto, divido. Hay una cantidad de ítems en este formato en particular porque tiene una pata comercial muy fuerte. Cuánto tiempo lo podés emitir, cuántos episodios, qué podés hacer comercialmente, todo eso forma parte de la negociación”, explica Patricia Daujotas, gerenta de programación de Canal 10. Esta argentina con 25 años de experiencia y largamente vinculada a la emisora habla de la recordación de Masterchef y de su expansión. “No tiene erosión, sigue siendo tentador para todos. Obviamente hay una capacidad de producción que tiene que ver con los territorios. Para nosotros era un gran desafío, porque como acá ya se había visto versiones de Europa y América Latina, te iban a comparar, y creo que salimos súper bien parados. Fue un ensamble perfecto y para todo el canal fue un nuevo ejercicio, de mirar la programación transversalmente”. Cuando pasamos a las cocinas, el lunes de noche, acababan de anunciar el ganador, el mejor cocinero amateur de Uruguay, que resultó ser un policía de Florida, alto, de modos suaves y mirada traslúcida, como hecho a medida de una competencia en el país de la carne, el asador amable que se ganó 200.000 pesos, un curso en el Crandon y un viaje para tomar clases en el Celler de Can Roca, el restaurante de Girona con tres estrellas Michelin. Nilson Viazzo se llama. El policía que le ganó a la ingeniera química que le ganó al dentista, el mismo tipo amable, la ley, que le había ganado antes a “la ricotera”. Tiene sentido que un policía haya destacado en una competencia en la que se acata una disciplina estricta desde lo verbal (“sí, chef”), lo corporal (“arriba las manos, terminó el tiempo”) hasta lo logístico (“mirá cómo tenés esa mesada, ordenate”) y en la que hay una clara nomenclatura de delantales —blancos o negros de acuerdo a la prueba— que se deben entregar al perder.

Será que “en invierno nos queremos morir”, como cantaba Charly, y que da más hambre, pero ¿prender la tele? ¿Cuánto jugo van a sacarle a la cocina?, se preguntaría el más escéptico. Y entonces, delivery mediante o minuta casera, uno termina desempolvando el desusado aparato para ver cómo el jurado Laurent Lainé clava su mirada felina en el plato esmerado pero a las apuradas que presenta un pobre aspirante a cocinero. O cómo Sergio Puglia pregunta, lo que da mala espina, “¿quedaste conforme? Probá la salsa”. O cómo Lucía Soria frunce el ceño y comenta que hay “demasiada información en ese plato”. Los tres pasaron a su vez un casting entre 30 chefs para llegar a ese puesto, que volverán a ocupar en la nueva temporada. Con base en sus devoluciones el televidente puede quizás aprender a equilibrar ingredientes y cuidar la presentación, puede enterarse de que hay un mundo detrás del “está rico”, pero el asunto va más allá de lo gastronómico. Como buen reality, Masterchef parece contener todos los géneros: los cocineros corriendo a buscar ingredientes con los minutos contados como en una roadmovie, el retrato psicológico del participante que supera sus miedos y se atreve a crear, el melodrama al recordar sus sabores de infancia, las pequeñas rencillas porque alguien metió cuchara donde no debía o las enfermeras haciendo curaciones de emergencia a los que se cortan picando, como en un thriller sangriento. Y, por supuesto, es una gran comedia de equivocaciones: desde poner un pickle en un plato de pasta hasta usar el palote para aplastar un camarón.

Tomás Bartesaghi, el cuarto jurado, encargado de evaluar a los participantes cuando se van, y chef oficial de la página web, observa que “el nivel de amateurs que se elige para este primer ciclo no es tan exigente y muchos de ellos en los primeros cinco programas descubren ingredientes que claramente no conocían. Ahí es cuando se nota la diferencia de los que quedan y los que se van, los que empezaron a estudiar y a querer interiorizarse. Se les da una formación mínima una vez por semana en el Instituto Crandon para que puedan ejecutar algunas recetas, pero en su gran mayoría como formación de cocina tienen la escuela de la vida”. Sobre los progresos que vio a lo largo del ciclo, destaca el desempeño con el lomo Wellington y la cocina sin gluten, y lo que lograron cuando tuvieron que cocinar con yerba mate. La dinámica del concurso puede polarizar a la audiencia entre quienes sueñan con cocinar y los que rechazan la dureza de los juicios. Bartesaghi advierte: “Los restaurantes no son lo que se ve en la tele. Hay que tener vocación porque si no quedás en el camino. Termina el servicio y somos todos amigos, pero realmente es mucho más duro de lo que vemos en Masterchef”.

Hubo dos momentos particularmente intensos en la temporada que pasó, de acuerdo a Luis Castro, gerente de producción nacional del canal. Uno, el macrocasting de la Plaza Independencia, con 200 aspirantes, las heladeritas con preparaciones, y sus acompañantes, bajo el calor del verano en una grabación que empezó a las cuatro de la mañana y terminó a las siete de la tarde. La otra contingencia fue la renuncia de Mercedes (la participante de perpetuo pañuelo en la cabeza), que los obligó a organizar un repechaje para mantener la cantidad de competidores. “Empecé como asistente en Decalegrón, hace muchísimos años, después transité por todos los géneros, ficción, llegamos a hacer unitarios, que fueron difíciles, como Somos, y entretenimientos, como Escape perfecto. Hasta Masterchef eso había sido lo más complejo. Implica mucha gente, muchas unidades de producción, y te demanda estar todo el tiempo arriba de lo que está pasando”, explica sobre el programa con más presupuesto que el canal produjo hasta la fecha.

Cambio Nilson

Al final ganó Nilson. Lo azaroso del juego habilita la hipótesis: qué habría pasado si le hubieran tocado otros ingredientes o si los sorteos lo enfrentaban a otros concursantes. “Eso es la competencia, vos no sabés nunca con qué equipo vas a jugar. Te fijás en cualquier torneo y está el azar. Si empezás Wimbledon o Roland Garros y te toca Nadal, estás complicado”, dice Lainé, el francés entre los jueces, ese al que le gritan por la calle “¡está crrgruuudo!”. Soria, su compañera de tareas, piensa que “hay gente que evolucionó muy bien y otros que se quedaron en el camino” y que los dos finalistas son personas que no sólo supieron hacer el mejor plato sino caerse y levantarse, escuchar consejos y aprender de sus compañeros. “Esto es una competencia que te pone en un límite y, como dijo Nilson, es una competencia con uno mismo. A veces pensás que el que está al lado tuyo es mejor, te achicás y en esos momentos perdés fortaleza”. Puglia se muestra conforme con los progresos: “Cuando los conocí no tenía absolutamente ninguna expectativa de ninguno. Empezamos a juzgar como si fueran profesionales y después tuvimos que darnos cuenta de que eran amateurs, pero no podíamos dejar de exigir que tuvieran la posibilidad de crecer a través de la competencia. Tanto a Nilson como a Leticia me los llevaría a mi cocina. Uno es emprendedor, talentoso, sabe escuchar, aprende con facilidad y lo aplica con idoneidad. Ella es una mujer refinada que tiene una carrera encima que le da la posibilidad de saber que la cocina es ciencia, arte, química, cultura”.

Nosotros los reporteros, que estábamos en el back, pasamos a escena el lunes bien tarde, después de que se apagó la transmisión oficial. Encaramos entonces ese galpón, ordenado y aséptico, salvo por el papel picado plateándolo todo, espejando más todavía las mesadas de metal y madera. Hace mucho calor. Serán los focos o la familia expandida de los 18 participantes (que quedan sujetos por contrato un año y medio después de culminada la competencia), sus trofeos, la emoción de todos, el asunto de las cámaras y de las entrevistas.

Es 24 de julio y pasamos calores esperando turno para conseguir unas palabras de un señor que hace tres meses simplemente incluía en su rutina el bendito acto de cocinar. Y que vio que era bueno. Y que se presentó al casting. Ahora que hay 4.000 inscriptos para la segunda temporada, más vértigo da. “El formato no te deja tomar muchas libertades. Lo importante es que esto es una competencia de cocina”, recalca Daujotas. “Entonces, no podés tener a gente que viene cocinando bien pero que quiere ser cantante o que está usando esto como trampolín para otra cosa. De acuerdo a los estándares que estás buscando, vas construyendo la historia”. Nilson asegura que hace meses Masterchef le cambió la vida y aunque se ve al frente de un emprendimiento propio, dice que todavía le falta crecer. Leticia, que quedó segunda en la competencia, piensa profundizar sus conocimientos de gastronomía para dedicarse de lleno, seguramente dando talleres para niños. Lourdes quiere seguir capacitándose pero no puede afrontar el gasto y por ahora sigue limpiando pisos. Amparo, invitada por Lucía Soria, va a probarse en las cocinas del restaurante Jacinto.

La consigna es subir la vara en el programa que comienza el mes que viene. “El gran desafío es mantener el nivel de competencia pero tratar de elevar la exigencia de arranque, porque partimos de la base de que los participantes que vengan en la próxima ya conocen cómo piensa y qué está calificando el jurado”, adelanta Luis Castro. Mientras evalúan la posibilidad de editar un libro de recetas de Masterchef, las grabaciones y los castings de la siguiente camada están en marcha y, palabra de la gerenta, será “como ver una nueva novela: termina una y empieza la otra”.

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