La señorial geografía/ con los billares y espejos/ y las mesas tan distantes/ de esos tiempos de silencio/ Palco alto para la orquesta/ sillones de peluqueros/ parroquianos personajes/ que fueron y que no fueron/ (...) Café del Centro y esquina/ calle Real adoquinada. José Pedro Galain
“Fue un emblema floridense. A mí me gusta decir que nunca tuvo un propietario, porque el propietario fue el colectivo social; el Café del Centro era, de algún modo, de todos. Por el sentido de pertenencia que teníamos los habitantes, sobre todo de la ciudad, no interesaba de quién era. Claro que siempre tenemos presente las figuras que hubo detrás del mostrador, pero los dueños éramos nosotros. Era un café que estuvo 24 horas abierto, después hasta altas horas de la madrugada, pero era el lugar de reunión, de conversación”, dice Servando Echeverría, quien de todos modos tiene un pasado familiar estrechamente vinculado a un tramo de la historia —un siglo atrás— de un espacio que, según se estima, nació como tal en 1878, cuando la ciudad no alcanzaba a cumplir 70 años de fundada y por algunos era considerada la segunda capital política del país, por la presencia de Timoteo Aparicio —lo que llevaba al mismísimo Lorenzo Latorre a acercarse a Florida para, por ejemplo, revalidar pactos de paz—. “Su origen es incierto. No tenemos datos concretos”, dice el historiador local José Monti, uno de los responsables, junto al escritor Marciano Durán, de la jornada de celebración —con bis, a pedido del público— que hubo por los 140 años del Café del Centro, en 2018.
El establecimiento en sí, como espacio de interacción por excelencia, logró que los floridenses pasaran a creer “que siempre estuvo, desde el origen mismo de nuestro pueblo”, apunta Monti, y admite que se vio “invadido por la incredulidad” cuando meses atrás se enteró, como la mayoría, de que el café, antiguamente conocido como Café y Confitería del Centro, iba a cerrar definitivamente sus puertas. Pasó, en los hechos, en la madrugada del lunes 1° de julio, sobre la una de la mañana. Lo que ha podido escapar al hermetismo: el local fue vendido a una cadena de tiendas de vestimenta que abrirá en Florida una nueva boca de salida de sus importaciones a granel, y cuyo nuevo proyecto prevé, en principio, la demolición total del edificio que conserva apenas un puñado de vestigios de su época de oro, tras las diferentes reformas que se le realizaron durante los siglos XX y XXI. La muerte anunciada motivó exposiciones de ediles en la Junta Departamental, así como el abordaje de sesiones de la Comisión de Patrimonio que entendió, en base al informe jurídico de uno de sus miembros, que no tenía elementos para frenar la desaparición de ese espacio.
El centro del centro
A diferencia de muchas ciudades (y pueblos) de lo que suele unidimensionalizarse como “el interior”, Florida no tiene como centro una plaza. Se debe, en gran medida, a razones geográficas. El lomo de la cuchilla sobre cuya cima se fundó la ciudad en 1809 llevó a que la tracción a sangre torciera naturalmente el centro comercial hacia la arteria más despoblada de pendientes. Ya se nota en el segundo plano de la ciudad, el Cardeillac, de 1855, y lo confirman las fotos de la antigua calle Real (tramo del camino Real), nombrada Independencia, que la muestran, en el vértice de los siglos XIX y XX, con una densidad constructiva incomparable a la de la plaza Asamblea —punto en el que se fundó la ciudad—; a dos cuadras de ese espacio fundacional los floridenses podían encontrarse entonces con baldíos y algunos escampados desde los que, por ejemplo, avanzado el siglo XX, José Cúneo llegó a pintar ranchos. Independencia, sin embargo, desde mucho antes ya estaba repleta de comercios, oficinas y casas. El Café del Centro fue convirtiéndose, de algún modo, en el centro del centro, en la esquina de Independencia y Montevideo —renombrada José Enrique Rodó en mayo de 1917, apenas días después del fallecimiento del autor de Motivos de Proteo; porque renovarse es vivir—.
“Vio llegar gente a caballo, en carretas y tal vez en alguna diligencia”, dice Monti. “A finales del siglo XIX y principios del XX mostraba una característica que lo distinguiría: la gran cantidad de actividades que cobijó. Además de bar, restaurante y confitería, en sus instalaciones se desarrollaron grandes partidas de póquer y bacará, que se cubrían con libras esterlinas y águilas”, y servía, además, de “escenario para los encuentros y clases de esgrima, que eran amenizadas por orquestas locales”. A partir de 1915 “cobró un nuevo impulso, pasando a contar con salón de familias, salón de café, sala de billares y peluquería”. Allí “se instaló el primer sillón americano de peluquería y la primera puerta de vaivén de la ciudad”, añadió. También se refirió a la segunda mitad del siglo, cuando existía todavía el tablero de ajedrez y se llevaban a cabo partidas de conga. “En la pieza del fondo la cosa era diferente, y la baraja se movía de otra manera”, indicó, agregando que, como ningún otro comercio local, el Café del Centro vio pasar, una y otra vez, la procesión de san Cono, que tuvo su primera salida a mediados de la década del 80 del siglo XIX. También se refirió a las características tertulias y la existencia de un espacio “para la muchachada que frecuentaba el lugar, aunque no tuviera dinero para consumir”.
“No le negó la entrada a nadie por motivos de raza, religión, color de piel, estatus social y económico”, enfatizó. En efecto, en 1920, cuando el Club Florida le negó el ingreso a la estrella deportiva Isabelino Gradín —el floridense Juan Delgado ya estaba adentro, pero por un descuido del portero—, llegaba, precisamente, de estar, no sólo sin inconvenientes, sino además entre agasajos, en el Café del Centro.
A fines de los 50, una de las paredes interiores del café tuvo espacio para la aparición del primer mural no figurativo en una institución privada. El artista Roberto Fernández Gabbiani, que expuso en 1957 la primera pintura abstracta de la que haya registros en Florida, ese mismo año instaló un mural en la UTU, al año siguiente en la escuela Artigas y, poco después, uno en el Café.
Las fotos más antiguas muestran, desde el exterior, la esquina que abarcaba, por Independencia, unos 30 metros. Echeverría explica que, en el espacio interior dedicado exclusivamente a confitería, que incluía “un salón para tomarse un té o un café”, estaba “la fábrica”, durante varios años a cargo de su abuelo —también Servando, como él y su padre—. Allí se elaboraba “todo lo que uno se puede imaginar en cuanto a lo dulce; desde un caramelo a distintos tipos de masas, a gran nivel”. Él, que conserva uno de los tachos de cobre del período de la concesión de su ascendencia —así como una foto en la que aparece su abuelo, entre los trabajadores, y su padre, que era entonces un niño—, también tiene el recuerdo de su propia infancia, ya con otros confiteros que elaboraban, entre otros muchos productos, “caramelos rellenos de licor”.
El anuncio de cierre provocó, en redes sociales, una avalancha de reacciones: unos versos del vecino Fito González que se volvieron virales, nombrando desde a los mozos hasta los personajes habitués, y un sinfín de historias personales, incluyendo la de familiares de quienes explotaron algunas de las áreas del café a mediados del siglo pasado. Allí surgieron detalles, por ejemplo, a través de un descendiente de Luis Eduardo Ortiz, quien llegó a Florida como trabajador en la década del 40, junto al concesionario Enrique Genianizi —ambos de San José—: “La fábrica tenía una mesa enorme y un horno a leña. Allí se hacían masas, pan de sándwiches, olímpicos, tortas, postres, merengues, caramelos o pastillas de miel, yemas, saladitos, pan dulce, budín inglés, todo lo imaginable”. En 1965 Ortiz conformó sociedad con Ladislao Cetrulo, histórico propietario del café. En 1990, cuando el hijo de José Cúneo estuvo en Florida porque la escuela 8 pasó a tener el nombre del pintor, para el lunch de agasajo Ortiz elaboró unas empanadas de hojaldre rellenas de jamón y queso, con jalea, que se convirtieron en un nuevo clásico de esa última época del Café del Centro, como confitería.
La cabina donde mirar y ser mirado
Con el comienzo del siglo XXI, luego de una década del 90 un tanto alejada del período de esplendor del café, la firma Falcón y Falcón, junto a Iriñiz, reabrió las puertas tras una intensa reforma que afectó la fachada, modificando el ventanal; se conservaron las puertas por las que, durante aproximadamente medio siglo, pasaron generaciones de floridenses. Había sido una de las épocas más significativas, aunque ya no como esquina, porque se conservaba la mitad del local.
“Siempre admiré los lugares de encuentro de otras generaciones. Cada vez que escuchamos hablar del Tortoni, del Sorocabana, del Brasilero, es como que nos da algo de envidia. Pero el Café del Centro podría provocar la envidia de quienes no vivieron en Florida”, comenta Marciano Durán, quien desde fines de los 70 reside en Maldonado. Vivió la época en que, como parada de las empresas de transporte de pasajeros, el café permanecía abierto las 24 horas. “En las mesas del café se esperaba a que parara la Onda y que bajaran senadores y ministros; allí entraron militares y entraron tupamaros, católicos, ateos, masones... Allí muchos floridenses empezamos a hablar tímidamente de política durante la dictadura. Fue un lugar mágico. En esas mesas se acordaban los pases de jugadores de fútbol, nacieron canciones escritas en el papel, se multiplicaron las poesías, se ensayaron obras de teatro, se mintió en el truco y se dijo la verdad en el amor, se nombraron jefes de Policía y se vieron pasar los carnavales por Independencia. En esas mesas se batieron a duelo, se abrazaron, se cachetearon, se besaron, se lloraron muertes y se celebraron nacimientos. Esas mesas dieron cobijo a un grupo enorme de personas que tuvimos, como cuestión común, el haber sido de la misma ciudad. Y si hay algo que recordamos con cariño, con nostalgia, con ternura, es un lugar de encuentro al que llamábamos ‘la cabina’”, añade. “Era el lugar donde arreglábamos el mundo mientras esperábamos la llegada del hombre nuevo. Era un lugar que nosotros mismos habíamos fabricado con sueños, con esperanzas. El Mayo francés había dado la señal de partida, y nosotros lo arrancábamos en Florida con una coca cola para 40 sillas, con un café para 40 sillas. Pasábamos horas y horas sin salir de ese lugar que le marcó la vida a una generación entera. La salida del cine y las películas que se iban a desmenuzar allí. Un cuento de Ray Bradbury, una partida de ajedrez, una guitarra o una canción de los Beatles. Pelos largos y las esperanzas más largas aún, vaqueros gastados, cigarros mangueados, libros prestados, un disco de Santana, nuestros deseos y nuestra Desiderata”. “Llegábamos antes y después del baile. Llegábamos por el capuchino y por los solitos” —medialunas calientes, sin fiambre ni manteca, que generalmente salían en la madrugada—. “Ahí llegábamos después de los partidos del Sur, después de los trasnoches del cine Florida, después de una marcha o una ocupación; ahí preparamos la ocupación del liceo en el golpe del 73. Llegábamos a ver y a ser vistos, a mirar y a ser mirados”. Durán entiende que, con la muerte del café, muere “una parte grande de cada uno”. En consecuencia, “ya pueden dejar de envidiarnos”.
Las previas y salidas de los bailes fueron, también, un clásico en los 80. “La confitería era el centro de reunión social. Era el lugar de referencia al salir del baile para ir a comer los bizcochos calentitos a las seis de la mañana, con un cortadito. Y también en la previa, con la rockola”, recuerda la periodista Mónica Colista.
Ambiente literario
El escritor Víctor Guichón, en su novela inédita El viento bajo las alas, que obtuvo una mención en el premio Onetti 2011, describe su recuerdo del café como “un gran salón forrado de madera y espejos. Grandes espejos que reflejan a cada visitante y le permite mirarse cuantas veces quiera, siempre y desde cualquier lugar que ocupe, ya sea en la plaza de bar y restorán o en la de confitería. Se puede acceder por dos puertas de vidrio, dobles y de vaivén. Una de ellas, la más grande y principal, da ingreso a la confitería propiamente, y no sólo a los veteranos que se juntan en las mesas del fondo, contra la barra, a jugar al ajedrez, al dominó o a las damas, a leer el diario, sino que por ellas también entran los clientes más envidiados a las cuatro y media de la tarde. Vienen a comprar masitas. Tantas, que los muchachos que ocupan las mesas pegadas al separador transversal del mostrador de la confitería, se quedan viéndolos, paródicamente, con la boca abierta. Por la otra puerta se entra al sector más amplio y es donde está emplazada la mayor cantidad de mesas. Al entrar por allí se hace inevitable mirar hacia la izquierda para que las tres mesas que dan a la calle se transformen en un espacio especial, como todas las mesas de cafés que dan a la calle, aquí y en cualquier parte del mundo. A un costado, una larga barra de mármol es lustrada cada día por codos conocidos que van a conversar de política y economía, lo que se puede, y de moral y cívica, lo que se quiera, y a degustar un exprés elaborado por la máquina de café más antigua de la ciudad, regenteada por Cácela, que desde allí observa el trabajo de los mozos y la concurrencia. Al final, detrás de un mostrador sesgado donde algunos clientes suelen comer de pie, López elabora la masa, coloca leños en la boca roja del horno, maneja los cuchillos con destreza milimétrica, demuestra oficio cuando, con un empuje seco, mete la pala entre el piso de ladrillo y la pizza, y la cambia de lado, un malabar ante el cual los clientes quedan maravillados y piden otra”.
Los últimos platos, los últimos nudos
Después de la reapertura de comienzos de este siglo, hubo un puñado de concesionarios, en diferentes etapas. La última se inició en 2019, a cargo de la familia González Hernández, que llegó a la capital departamental proveniente de Fray Marcos. Sumó parrilla y presentó una carta con más de 200 renglones. Sobresalieron las tablas de picadas y platos especiales como el salmón y los sorrentinos caseros.
Después de cinco años, la familia definió que las últimas horas fueran, como se podía, de fiesta. A mediatarde comenzó la música en vivo, que siguió hasta la noche, tarde. Mariángeles, una docente floridense que supo hacer del café, en esta última época, un espacio para ir con su madre y su hija “para compartir cosas ricas y momentos lindos”, estuvo allí, en el último día, en la tarde y en la noche, hasta el cierre, ocupando una mesa por la que fueron pasando, estima, más de 20 personas. En las conversaciones que surgieron con cada uno de los circunstanciales, en apariencia, desconocidos contertulios, descubrió que con la mayoría tenía conocidos en común, o amigos, o que incluso algunos habían sido compañeros de sus padres en el liceo, y le fueron regando la mesa de anécdotas que más que la rozaban. Rescató así, con historias de otros, sentada en el café que durante casi 150 años fue el epicentro de la ciudad, parte de su propia historia, parte de lo que, con el cierre, se perdió.