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Ella sobre ella.

El cuadro se animó

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Reseña de “Ella sobre ella”, dramaturgia y dirección de Marianella Morena, con Mané Pérez.

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Pasó como un ciclón por la sala Zavala Muniz. Dio al público dos fines de semana para verla. Ocho días en total para seducirlo, besarlo, increparlo, divertirlo, invadirlo. Para hacer descargos, para decir su versión. Y se fue. Hablo de Carlota Ferreira; de la actriz Mané Pérez, que le prestó el cuerpo; del espectáculo todo Ella sobre ella, de Marianella Morena. Empeñada en una reescritura de lo femenino –como lugar histórico, geográfico, político y social– que corra al espectador de los más mecánicos, mentecatos y vendedores lugares comunes, Morena desvencija las imágenes de Carlota: desde la que aparece en el cuadro de Blanes hasta las que se fabrican en nuestros días (recientemente alguien de cuyo nombre me acabo de olvidar dijo de la musa del pintor que era “una prostituta de alto vuelo”, palabras poco interesantes y poco felices –en el sentido más neto– justificadas con datos aparentemente irrefutables: “Se casó tres veces, tuvo decenas de amantes, seducía a los jóvenes y era adicta a la morfina”).

Tras habernos plantado enfrente a la actriz decimonónica Trinidad Guevara (Trinidad Guevara, 2011) por medio de una gestualidad estática que se explicaba usando sólo, o casi, el filoso movimiento de su lengua para ocupar su lugar (un lugar) perdido en el imaginario, y haber triplicado a Delmira Agustini (No daré hijos, daré versos, 2014) y a su matador para darles voces y jugar hábilmente con lo que se dijo, se supuso, se fantasea y se conoce de ella, Morena encontró una poética específica para que Carlota pudiera contarse: la demasía.

Mané Pérez ya está en el escenario mientras el público se acomoda: se mueve ininterrumpidamente, atravesando la cortina de bandas transparentes de plástico que lo dividen. Cruza esos límites inestables y precarios, llama la atención sobre ellos. Y también los rasga hacia afuera. El texto de Morena marca “la ruptura de la cuarta pared”, entre las indicaciones didascálicas, y Pérez la destroza interactuando con los espectadores,favoreciendo a algunos de quienes están en la platea y regándoles galletitas como premio; una invitación al banquete, pero a un banquete manoseado, imposible de comer/digerir. Y exhibe su cuerpo, se toca las piernas, se aprieta los senos, sacude el abdomen. Pasa de la seducción al gesto chabacano: no elige, no tiene que decidirse por uno, no hay mandato.

El pasaje a lo verbal nos instala, sin embargo, en el terreno del mandato y de las construcciones: “Uno debe demostrar quién es”, nos dice Carlota-Mané, y sigue: “Uno elige. Ese verbo me gusta: elegir. Yo elijo quién soy, y entonces soy quien soy. Y luego vienen los que ordenan vidas pasadas: los historiadores. Yo prefiero a los escritores, porque hasta la realidad es ficcionada cuando es elegida, cuando es recortada”. De las tantas Carlotas, opta por la imagen clavada más a fuego en las cabezas de la platea: “Soy Carlota, la del cuadro, sí, vengo de la imagen del cuadro, el mismo que ustedes conocen, el que pintó [Juan Manuel] Blanes, la fea, gorda y bigotuda, ella, pero no yo. No coincide lo que ve Blanes con lo que es, conmigo. Soy esta. Uno hace al otro con la mirada, si le da o no belleza, si le da o no existencia, lo habilita. [...] Carlota es la del cuadro. Y yo desde esta materialidad digo: no. Carlota no es esa. Es injusto, y quiero aclarar algunas cosas, y digo aclarar, porque reclamo mi imagen, ella que no es la interpretación que él tiene sobre mí. La interpretación de él sobre mí, la interpretación de la historia sobre mí, la interpretación de los que escriben la historia sobre mí, la interpretación que se vuelve representación, perdón por la rima, pero la interpretación política sobre la vida privada, la interpretación privada sobre la vida política, la interpretación sobre el país y los sucesos en un momento histórico”. En los descargos, disparados como flechas, se empieza a diseñar la demasía como poética: en la manera de decirlos, de actuarlos, de moverse, de llamar la atención sobre las propias palabras (sobre los artificios de las palabras de los otros, pero también sobre los propios: “perdón por la rima”).

Esa demasía está prevista en las didascalias bajo el signo de la “verborragia y demagogia” y encarnada en una performance impecable, de una complejidad rara de ritmos, gestos y voz, mirada desafiante, inquisitiva, a veces revoltosa (siempre atenta al público real o virtual, poco importa, para “demostrar quién es”), de una centralidad prepotente y seductora del cuerpo. Demasía, pero controlada: aunque en tiempos de teatro posdramático me cueste escribirlo sin arriesgarme a ser tachada de antigualla, Morena es una milimétrica directora de actores, y la actuación de Pérez es uno de los mejores ejemplos. Para el caso, supo combinar la pluralidad de elementos y lenguajes (hip hop, spoken word, body art) con esta actuación sin fisuras. Una demasía de objetos o, por lo menos, de su uso exasperado: vestidos, comidas, bebida, música, pinturas. Una demasía de acciones, de pasajes constantes de la unidad a la multiplicidad –se encarna a sí misma, pero también (¿la actriz o la misma Carlota?) encarna a Blanes padre e hijo–; de los parlamentos a los toques de guitarra y canto, a la improvisación con loopera; los cambios de tono repentinos y acopiados, una hiperquinesia perfectamente funcional a la denuncia de las tensiones entre la imagen construida de Carlota la Otra y la que se está construyendo en escena. El sedimento es tal que necesita toda esa acumulación de energía para removerlo. Una demasía, para terminar, del trabajo sobre un tipo de cuerpo femenino: el surgido de las experiencias performáticas de los años 60 y 70. Ella sobre ella puede ser vista, entre otros modos, como una cadena de re-enactments: la Carlota que se introduce metros de papel rojo en el baby-doll hasta deformar su complexión, sus formas, para luego extraerlo de abajo como si fuera un chorro de sangre gigante y monstruoso que sale de su vagina, es resonancia de la performance Interior Scroll (Rollo interior, 1975), de Carolee Schneemann; la Carlota que transforma su cuerpo en pincel y colorea el escenario-lienzo con él es eco de la sugerente Anthropométrie de l’époque bleue (Antropometría de la época azul, 1960), de Yves Klein, de la Body Tracks (Rastros corporales, 1982) que propuso Ana Mendieta, del Homage to Ana Mendieta (Homenaje a Ana Mendieta, 1991) de Nancy Spero, del Loving Care (Cuidado amoroso, 1993) de Janine Antoni.

Carlota encontró un público y varias compañeras de demasía. Y nosotros nos reencontramos con ella. O con otra (más complicada, más divertida, más agresiva) construcción de ella. Ella sobre ella se va a reponer, y cuando se reponga, corra el lector a verla, que su aparición podría ser tan fugaz como lo fue esta vez.

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