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Alicia Alonso, cisne rojo

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Mirada de neófito.

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La danza clásica es simulacro, cerca del sentido que le daba al término Gilles Delleuze, aunque no sea lo mismo. Un simulacro (la danza) que no es engaño, sino invocación de lo que está más allá de la cosa y de la imitación de la cosa. Con independencia del magma mojigato en el que Piotr Ilich Chaikovski metió sus manos sin guantes hasta los codos para sacar la idea eviscerada de su argumento, cuando hoy alguien dice El lago de los cisnes (1875), si lo acompaña del nombre de Alicia Alonso ya no importa la cosa (el cisne platónico) ni la imitación de la cosa (el ballet de Chaikovski), sino que ese cruce puede evocar el Big Bang político y cultural surgido de la Sierra Maestra. El simulacro de Delleuze llevado al arte puede sugerir, también, ideología, aunque no sea lo mismo.

Nacida Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez del Hoyo, murió este 17 de octubre, a los 98 años, en La Habana. Lo que había desde hace décadas detrás del nominativo Alicia Alonso, que de manera aproximada podríamos llamar “su leyenda”, sigue incambiado ante un hecho esencial para su ser biológico (morir), pero irrelevante para su peso en el mundo de los escenarios y más allá. Porque su biografía se nutre de elementos ajenos a la danza –una revolución en el ballet es doble revolución si se produce dentro de un bioma, Cuba, que es tanto la idea platónica de revolución como su concreción imperfecta y hasta en algunos aspectos traicionada– y de elementos tan inseparables de la danza como su capacidad para producir sentido en la entrelínea de su cuerpo, la música y el ojo que mira.

El papel central de la vida artística de la cubana Alicia Alonso fue el de Giselle. Una inocente campesina acompañada por espíritus del bosque, leñadores y aristócratas enamorados. Una verdadera tontería argumental. Incluso la partitura es de un compositor mediocre (el francés Adolphe Adam). Lo que importa de Giselle, entonces, es lo que asoma. La belleza de lo que está desfasado de todo eso y que usa ese andamiaje irrelevante para materializarse en una inmaterialidad. Quien baila Giselle simula –no encarna, como sería el caso del teatro– y en ese simulacro incorpora, en un sentido que se confunde con el que tiene esa palabra para la mística (por algo los derviches del mevlana turco, o los médiums de los orixás en un terreiro de umbanda), la belleza.

Eso ocurre con Giselle bailada por Alicia Alonso. Su muerte, entonces, resulta una fecha menos relevante que aquella de su nacimiento legendario para la danza, el 2 de noviembre de 1943, cuando el azar la hizo sustituir, en el escenario del American Ballet Theatre de Nueva York, a Alicia Markova en el protagónico de Giselle. Se puede mirar alguna imagen de las mil repeticiones de ese papel. No hay inocente campesina. Ni imitación de la inocente campesina. Lo que hay es el simulacro que abre, en puntas de pie, la puerta de la belleza que invoca en cada movimiento. O puede no verse nunca ninguna filmación sobre su arte, y entender igual lo que significa la apropiación profunda del ballet por parte de una revolución socialista en el Tercer Mundo.

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