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Una película de Manoel de Oliveira en Venecia

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Mirada de neófito.

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Que vivas tiempos interesantes. Puede ser un buen deseo. Puede ser una maldición. Es el lema de la Bienal de Venecia de este año, que comenzó en mayo y se extiende hasta noviembre. Además de los espacios que “nacieron” para recibirla, en Jardines, donde están los pabellones nacionales (entre ellos el de Uruguay, raro privilegio no siempre bien aprovechado) y el edificio central de los artistas invitados, está el Arsenal (con más espacios nacionales, aunque integrados al viejo edificio de los astilleros, y más envíos individuales). Para muchos, lo más interesante son las exhibiciones desperdigadas en diferentes sitios de la ciudad, que obligan al disfrute de recorrerla.

Cada sitio es una puerta a un universo. Por ejemplo, en la bienal pasada, entrar en el pabellón portugués era como entrar en una película de Manoel de Oliveira. Ver cómo la Villa Hériot se deshacía en los enormes espejos, rectangulares y escorados, que había puesto José Pedro Croft en el verde que la rodea. Viaje en el tiempo en un juego que encandila: cuando se los mira de frente, las paredes color micenas pálido se revelan quemadas de tanta luz. Demostración de la tesis que Croft plantea y que puede ser un resumen de la tesis esencial del arte contemporáneo: toda mirada, como toda mensura, es incierta. Lo sólido puede ser un reflejo vano si se lo observa desde el ángulo adecuado. Todo es entrelínea. Tan provisorio como la ciudad que, hundiéndose, lo sostiene.

Viaje en el tiempo y en la contradicción. Las escalinatas señoriales que llevan a la primera planta parecen desmentir incluso aquel relativismo. Como si dijeran que basta ascender por ellas para encontrar un orden hecho para custodiar las certezas. En este caso el linaje, pero puede ponerse en su lugar cualquier otro tipo de cimiento. Pero son sólo escaleras que llevan hacia paredes descascaradas. Las desvaídas luminarias recuerdan esas otras que en el dormitorio de nuestras abuelas intentaban imitar las luminarias venecianas. Brazos en forma de velas saliendo de un centro de bronce y tocadas con pequeñas pantallas color manila. Era 2017. Podría ser este año o el siglo pasado. Lo empercudido no sólo empercude la imitación; también el modelo que se buscaba imitar.

Se descubre entonces, como en una película imaginada por De Oliveira, que nunca podrá saberse si lo que miente es la escalinata señorial o los espejos de José Pedro Croft. Si para pisar tierra firme hay que apoyarse en esa inestable realidad que el artista nos propone ver, o si, por el contrario, es en esa mirada donde está el pantano. Claro, también es posible tomarlo como una simple oportunidad de hacerse fotos en las enormes superficies espejadas. Era 2017. Pasaron dos años y se acerca el fin de una nueva bienal de arte. La obra de Croft, ya desmontada, se mantiene en algunas retinas con la efímera solidez de una película de De Oliveira. En otras se olvidó al instante. No importa. Podría ser cualquier otro hundimiento puesto en lugar de esa otra cosa. Efímera metáfora de nada.

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