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El blanco de Torres García

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Mirada de neófito.

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Las exposiciones temporales suelen dejar en un segundo plano las colecciones permanentes de los museos modestos. Obviamente, no hay muestra que logre opacar Las señoritas de Avignon, de Pablo Picasso, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, pero pasar por delante de La fiebre amarilla, de Juan Manuel Blanes, colgada eternamente en las paredes del Museo Nacional de Artes Visuales, puede ser mucho más anodino que someterse, digamos, al influjo eléctrico y perturbador de Javiel Cabrera, cuya exhibición centenaria acaba de inaugurarse.

Ocurre, sin embargo, que en este momento ese museo del Parque Rodó airea en la planta baja una nueva versión de sus fondos. Están, claro, las pupilas húmedas de los personajes del drama de la epidemia decimonónica y las lunas de José Cúneo, pero hay una serie de obras que antes no estaban expuestas, o que si lo estaban costaba verlas del modo en que ahora se las puede ver.

El puñado de pinturas de Joaquín Torres García, por ejemplo, sería la envidia de cualquier antología. Está el Torres maduro, claro (y en cierta forma toda la exhibición de la planta alta sobre el centenario de “Cabrerita” es un eco torresgarciano, con el seguidor más inclasificable del patriarca bíblico de las artes visuales del sur), pero en la colección permanente de la planta baja hay tres cuadros de Torres, fronterizos, en los que la retina se queda pegada y es necesario un ejército de oftalmólogos que instalen sus equipos quirúrgicos y sus campos aislantes para sacarla de ese sitio.

En Interior, de 1924, el blanco de Torres García es una pincelada que bordea el sofá y se queda a mitad del brazo, como un último lengüetazo de sol que después de haber lamido a conciencia el respaldo siguió lamiendo pero, para lo que nos es permitido ver en la instantánea, se detuvo ahí. “Todo instante es una mentira”, nos dice. “Y muta”, nos advierte, al lado, Paisaje de ciudad, de 1918. Entonces el blanco era un reflejo que destellaba por igual en uno de los focos del tranvía y en el traje de ese hombre improbable (ya en ciernes de ser uno de los monigotes posvitrúvicos que universalizará el viejo profeta) que estaba parado en el borde del marco junto a otro trajeado de rosa viejo. El cuadro siguiente pasa de Montevideo a la riviera italiana. Es de nuevo 1924, nuestro “presente” mítico. En Paisaje de playa las franjas son verticales y ya no están en los edificios, sino en la tela de las carpas y los toldos. Aparecen de nuevo los trajeados. Quizás el de rosa sea una mujer. El de blanco lleva un sombrero de paja. El sol sigue dando de frente en los ojos de Torres, los sigue cegando para que él empiece a ver con más claridad las formas esenciales. Carlos Federico Sáez ya estaba bajo tierra. Cuatro años menor, había dado sus mejores destellos a los 21. Pedro Blanes Viale, como Sáez, nacido en 1878, pintaba sus rosas y amarillos eléctricos mientras Torres buscaba con insistencia el ocre partiendo del blanco esencial. Los voyeurs privilegiados podemos asistir al modo en que todo empezaba a suceder.

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