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Tony, el mono indómito

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Mirada de neófito.

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De todos los animales que están en esa mentida reserva de fauna autóctona, Tony, el extranjero, es el que revela de manera más diáfana su carácter de campo de prisioneros.

Los traficantes lo habían traído de Brasil y se lo habían vendido a una dama esnob que deseaba tenerlo como trofeo en un edificio de la costa montevideana. No le alcanzaba con un gato siamés o un perro de sedoso pelaje. Quería una quimera, pero la quería mansa. No estaba hecho para esas mansedumbres Tony. Apenas le soltaron la soga le destrozó el apartamento.

La dama pidió ayuda y alguien lo metió en su auto. Error: Tony le hizo añicos el tapizado.

Provisorio huésped de un veterinario de Malvín, Tony se escapó por los techos. Se agarró de un cable de alta tensión y casi muere electrocutado. Perdió una mano. Desmayado y manco fue presa fácil de los municipales.

Así lo obtuvo el dueño de la reserva. Le fabricó un estrecho corredor para que el mono corriera de su celda a la copa de un árbol. Tony lo corre de ida y lo corre de vuelta, pero no hay dónde ir ni dónde regresar. Igual corre furioso el corredor. Con sus uñas hace crujir la doble erre de esa carrera hasta ninguna parte.

No se cansa. Se mantiene alerta y en forma.

Espera la oportunidad con la obsesión de un preso. La oportunidad llega cuando alguien, por error o por lástima –o quizá por respeto a un valiente–, deja abierta la puerta de la jaula. Entonces escapa de nuevo.

¿Será esta vez la vez de la libertad? No piensa el mono. Sólo escapa. Va furibundo por la ruta y detrás lo persigue el auto de su carcelero. Cuando le dan alcance enfrenta la adversidad con los dientes afilados y las uñas de su única mano infectadas de bacterias. Listo para arañar y morder. Para matar y morir si es necesario.

Su perseguidor le lanza encima una chaqueta. Lo tapa con la improvisada red. Lo inmoviliza. Tony se revuelve, gruñe, chilla y grita. Pero no tiene escapatoria. Ya lo llevan de nuevo a su celda de castigo.

Ahí está ahora, supongo. Ahí podría mirarlo este fin de semana en que me he tomado vacaciones y no he mirado cine ni teatro ni arte. Sólo a Tony, que es todo eso junto, y más.

Mi mirada sobre Tony me lleva hacia las tardes de otros veranos cuarenta años atrás en Maldonado, frente al televisor en blanco y negro en que pasaban El planeta de los simios. No la clásica película con Charlton Heston, sino la serie eterna en la que todos amábamos a Cornelia. Pero no estoy en Maldonado con mi novia de los ocho años que luego se volvería –¿por efecto de aquellos simios del espacio?– veterinaria. Sólo estamos Tony de un lado y yo del otro. El verano acaba de comenzar y pronto las hordas de veraneantes dejarán las ciudades y avanzarán sobre las playas del este. Puede que algunos lleguen a los pies de la jaula de Tony. Yo no debería permitir que eso suceda. Debería volver esta misma noche, pasar por debajo de las alambradas de púas del campo de concentración y liberar a Tony. Para que escape libre por las dunas de Rocha, hasta el corazón mismo de la selva.

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