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La escenografía es mortal: “Escape room: sin salida”, dirigida por Adam Robitel

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El afiche que viene circulando en Uruguay sugiere algo realmente terrorífico: un rostro con expresión de dolor, sufrimiento o pánico, intentando sujetar una puerta que se cierra con la persona adentro, con una iluminación que reduce todo a un claroscuro gris-azulado, y en el que las partes iluminadas de la piel del pobre tipo ya lucen, anticipadamente, con la palidez de la muerte.

El afiche que circuló en Estados Unidos también tiene un toque siniestro, pero más elegante, pausado y fiel al espíritu de la película, que es como un terror PG-13 (para espectadores que, a partir de los 13 años, pueden ver la película sin necesidad de supervisión de un adulto). Curiosamente, aquí recibió una limitación más estricta (sólo a partir de 15), quizá por influencia del afiche sensacionalista. En Escape Room: sin salida no hay sustos que provoquen taquicardia, no se agitan fobias, no hay imágenes que vayan a suscitar pesadillas, hay poca sangre y nada de gore, para bien y para mal, según si la índole del espectador está más cerca de lo paloma o de lo sadomasoquista.

Es de estas películas que sacan provecho (y promocionan) determinados juegos de moda, con el artificio de fantasear con que los elementos del juego son reales y que efectivamente nuestra vida está en riesgo. En el caso, se trata de las salas de escape que se difundieron por el mundo en el correr de los últimos diez años: a un grupito de entre dos y seis personas lo encierran en una habitación con algún tipo de ambientación temática. Los jugadores tienen que encontrar las pistas (cifras, unir distintos objetos, acertijos) para poder salir.

Aquí, seis personas se conocen en la sala de espera de uno de esos juegos. Resulta que todos habían recibido misteriosas invitaciones para participar, con la promesa de una recompensa de 10.000 dólares para el que lograra encontrar la solución. El juego, en vez de tratarse sencillamente de una sala de escape, es una secuencia, como si se tratara de los niveles de un videojuego. Una vez adentro, los participantes descubren algunas cosas preocupantes: varias de las situaciones involucran traumas personales que sufrieron, y quien planeó el juego tiene que haber investigado y elaborado las pruebas específicamente para ellos. Los peligros son demasiado preocupantemente reales, y si al inicio eso suscitaba una sensación de maravilla con respecto al nivel de inmersión al que ha llegado la industria del entretenimiento, pronto se percatan de que la cosa va en serio y sus vidas están en riesgo. De a uno, los participantes empiezan a morir.

La premisa es una cruza de la franquicia El juego del miedo (un grupo de personas encerradas en un juego letal) y las dos películas de Hostal, de Eli Roth (2005 y 2007), que lidiaban con una siniestra estructura de millonarios sádicos que ponían un platal para disfrutar de matar y ver morir gente. A diferencia de esas dos películas, y de acuerdo con lo que puse más arriba, aquí no hay escenas de tortura ni cuerpos despedazados.

Es todo medio bobito a nivel del guion, cosa de la que uno se dará cuenta justo al inicio, cuando Zoey (uno de los personajes, a cargo de Taylor Russell) está en una clase de física y el profesor menciona el efecto cuántico de Zenón: “Esto quiere decir que un átomo no puede cambiar mientras está siendo observado. Es todo por hoy, chicos, pueden irse”, y los estudiantes, sin curiosidad o desconcierto alguno, recogen sus cosas y se van. Luego los diálogos están salpicados de chistes cancheros vinculados con la cultura pop (por ejemplo, cuando en el tercer nivel suena “Downtown”, uno comenta: “¡Uy, me voy a morir escuchando música de ascensor!”). No son gran cosa los chistes, pero, entre los dos extremos, siempre mejor un intento de humor que una pretensión de seriedad falta de respaldo. Los actores son simpáticos y parecen ser buenos; hacen lo posible con sus diálogos y caracterizaciones esquemáticas.

Ingenio perverso

Pero hay algo que sí está muy bien, y es quizá lo principal en este caso. Se trata del diseño de las sucesivas salas de escape. Hay un espeluznante trabajo de dirección de arte, y además un ingenio perversamente alocado en su configuración: una sala de espera que se convierte en horno; un bosque helado surrealistamente ubicado en el interior de un edificio, en que la capa resquebradiza de hielo suscita una situación reminiscente de uno de los episodios más escalofriantes de La profecía (2006); una sala de hospital convertida en cámara de gas; una sala de sabio esotérico decimonónico cuyas paredes tienden a apretarse –si uno no encuentra la escapatoria, terminará estrujado–; una especie de instalación blanca y negra que los jugadores, afectados por una droga alucinógena, ven como fluida y deformada. La mejor de todas es la sala de bar con mesa de billar, pero donde todo está dado vuelta (el piso está arriba, el techo abajo). Resulta que en ese lugar las placas que componen el techo (nuestro piso) se van cayendo ante cada pista falsa, mostrando que toda la estructura está puesta sobre un enorme pozo de ascensor, tan alto que no vemos el fondo. Los jugadores están siempre a un paso de caerse allá abajo y hay una que queda colgada sobre el abismo, agarrada sólo del cable de un teléfono.

Las situaciones de peligro están muy bien llevadas, hay suspenso, la dirección es visualmente creativa, las relaciones espaciales están claras y los peligros valorizados por la cámara. Así que ya saben, en caso del más absoluto ocio, pueden mandar ahí a sus hijos de 15 o, si tienen disposición, acompañar a los de 13.

Escape Room: sin salida (Escape Room), dirigida por Adam Robitel. Con Taylor Russell, Logan Miller, Jay Ellis. Estados Unidos, 2019. En Ejido, Movie Punta Carretas, Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones, Costa Urbana, Las Piedras Shopping, Punta Shopping, Colonia Shopping, Paysandú Shopping, Salto Shopping.

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