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Ilustración: Ramiro Alonso

Póquer de bolsas negras

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Las mejores noches para trabajar en el hospital de Amatitlán, 30 kilómetros al sur de la Ciudad de Guatemala, son los jueves. Parece que hay un pacto entre la población para reservar el desenfreno, pues esas noches suelen llegar menos pacientes graves; los viernes y sábados, en cambio, se trabaja sin parar, tanto en emergencia como en las salas de cuidado crítico. Con pacientes merodeando en el limbo, es difícil predecir en qué punto va a rasgarse la correa. Aquella noche de sábado había cuatro casos graves en mi sala.

El primero era un diabético que, a pesar de haber perdido 30 kilos en las últimas semanas, seguía pesando más de 100. Ya había tenido varias hospitalizaciones previas por descontrol de su enfermedad, pero a pesar de la insistencia en que tomara sus medicamentos, se inyectara la insulina y respetara la dieta, jamás dejó de beber un litro de cocacola en el desayuno y de tres bolas de helado con el almuerzo y un chocolate antes de dormir. Pude hacer muy poco, debido a la carencia de equipo para monitorizar la presión arterial y el pulso. Tampoco contaba con exámenes de laboratorio ni catéteres para monitoreo cardíaco.

Cuando un paciente muere deben seguirse tres pasos: preparar el cuerpo, notificar a los familiares y trasladar el cadáver a la morgue. El primero y el tercero suelen tomar mucho menos tiempo que el segundo. Sospecho que esta demora es intencional: presentimos que postergar el momento de recibir la noticia lo hará menos doloroso. Otras veces se debe a lo remotos que son los sitios en los que viven quienes consultan a los hospitales nacionales, lugares donde no hay transporte después del anochecer, y a veces ni de día.

El segundo caso fue el homicidio de un joven de 17 años que recibió un disparo en la pierna mientras bebía cerveza con unos amigos. Uno de ellos presumía su nueva escopeta, y sin querer hirió al amigo en la ingle izquierda y le destruyó la vena y la arteria ilíaca. A pesar de la reparación quirúrgica de ambos vasos, no sobrevivió.

“Todo afeite tiene su ciencia”, decía William Somerset Maugham. Igual, preparar cadáveres no es cosa fácil: retirar los catéteres, tubos traqueales, sondas urinarias, mascarillas, pañales y batas es un arte, y ni hablar de la oclusión de los orificios de salida para evitar que el occiso derrame sus últimos recuerdos. Al final, después de empacarlo en una bolsa negra de nailon, se debe etiquetar el cuerpo, ya sea con nombre y apellido, o como XX si no se ha identificado.

El tercer deceso fue uno más entre los 15 asesinatos diarios en el país –cifra pobre si se toma en cuenta el enorme subregistro dado por el escaso alcance de las autoridades–: un plomazo en el cráneo a un chofer del transporte urbano. A las seis de la tarde y frente a la estación de Policía, un tipo abordó el vehículo para exigirle al piloto el dinero de la extorsión (“impuesto de circulación local”, le dicen algunos). Era mayo, mes de la fiesta patronal del municipio, por lo que el impuesto se cobraba doble. El chofer no tenía el dinero. Sin demora, el asesino descargó el arma a pocos centímetros del rostro del piloto. Cuando lo recibí en el hospital, el orificio, ubicado en el espacio entre la órbita ocular izquierda y la nariz, dejaba pasar hasta tres dedos y manaba sangre como si fuera un chop de cerveza.

No hay medicamentos: está bien. No hay presupuesto para comprar equipo y toca alternar el único monitor de signos vitales para siete pacientes graves: se comprende. No hay dinero para pagar sueldos y el personal médico y paramédico debe endeudarse cada enero y febrero, y a veces incluso en marzo, con la esperanza de cobrar en abril o mayo; de ahí que muchos enfermeros renuncien y prefieran contratarse como conserjes, pues el personal administrativo y operativo suele cobrar puntual. Aun así, hay insumos cuya carencia es injustificable.

El cuarto caso era una mujer de 42 años que acudió al hospital en su undécima o duodécima gestación –no podía contarlos: además de los ocho hijos vivos, había tenido varias pérdidas–. Se trataba de un embarazo gemelar imposible de resolver por vía vaginal. La cesárea se llevó a cabo sin demora, dando vida a dos varones que, con dos kilos y medio cada uno, se burlaban de la epidemiología y los malos augurios prenatales. Sin embargo, el cirujano no pudo extraer la placenta adherida a la pared interna del útero y se produjo una hemorragia que obligó a resecarlo. Al final, a pesar de haberle transfundido varios litros de sangre y administrado los medicamentos necesarios –a ella sí, porque la mortalidad materno infantil es la única que dizque importa en el país–, murió.

Mientras daba la cuarta sesión de maniobras de resucitación de la jornada recibí una llamada del encargado de limpieza del turno. No pude atenderlo, pero dejó dicho que no había más bolsas negras en el hospital, y que tocaba pedir a los familiares comprarlas con su dinero para trasladar el cadáver, o improvisar envoltorios con sábanas –si aparecían, pues también escasean y muchas veces los enfermos deben acostarse sobre el envoltorio sintético de los colchones–. Era madrugada de domingo, los comercios estaban cerrados y no había parientes de la fallecida. ¿Qué hacer para envolver el último cuerpo de la noche y llevarlo a la morgue? ¿Le tocaría despedirse de esta tierra paseando en pelotas por los pasillos del hospital?

Después de llenar el último informe de defunción, fui al dormitorio donde los médicos descansamos en los ratos libres. Mi teléfono no tenía carga y no encontré mi reloj, pero a lo lejos escuché un canto de gallo. Debían de ser las cinco. Me quedaba un solo paciente sin riesgo vital. Tomé mi cepillo de dientes y le puse una pizca de pasta. Me lo llevé a la boca y empecé a masajear mis muelas mientras caminaba hacia el lavamanos. Abrí la llave y esta respondió con un estornudo seco. Sin poder mojarme las manos, giré la cabeza para buscar, en las mesas junto a las camas de los enfermos, una botella de agua comprada por algún familiar. Había una a medias. La tomé y me enjuagué, luego bebí hasta vaciarla y la dejé caer en la bolsa dentro del cesto. Afortunada esta botella, me dije, y afortunado yo también pues volví al dormitorio y me dejé caer sobre el catre cubierto por una sábana que alguna vez fue blanca, pero que ya era gris y andrajosa. Era mejor acostarme allí en vez de hacerlo sobre el acero helado de la camilla.

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