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Jan Broberg tenía 12 años cuando fue secuestrada por primera vez. Bob Berchtold, su vecino de 40 años, amigo de la familia, llamado cariñosamente B por todos ellos, la pasó a buscar a la salida de una clase de teatro y le dijo que la llevaría a los establos a ver los caballos. Lo último que Jan recuerda de ese paseo es haber tomado una pastilla antialérgica. Lo siguiente, despertar atada de manos y pies a una cama, con el sonido de una voz extraña que le hablaba al oído desde un intercomunicador ubicado sobre la mesa de luz. A pesar de la interferencia, el mensaje se oía con claridad: la contactaban desde un planeta ubicado muy lejos de la Tierra. Querían decirle que su vida no era lo que le habían contado: en realidad, ella no era hija de su padre, Bob Broberg, sino de un alienígena que había embarazado a su madre, Mary Ann. Y ahora había llegado el momento de saber la verdad y asumir la misión sagrada para la que había sido concebida: debería aparearse con un terrícola y darle un hijo, que también estaría llamado a un destino superior. En caso de negarse, las consecuencias serían aterradoras, no sólo para ella, sino para todos sus seres queridos e incluso para el planeta.

El documental Abducted in Plain Sight (Skye Borgman, 2017), que puede verse en Netflix, está basado en la novela Stolen Innocence: The Jan Broberg Story, escrita por Mary Ann Broberg y publicada en 2003, y reconstruye la historia de la relación enfermiza entre Bob B Berchtold y la familia Broberg, integrada por Bob y Mary Ann Broberg y sus tres hijas: Jan, Karen y Susan. Tan retorcido era el vínculo entre todos, y tan sofocante el clima sexual que se respiraba en los años 70 en el pequeño pueblo de Pocatello, en Idaho, entre los miembros de la comunidad mormona, que un abuso sostenido como el que sufrió Jan pudo ocurrir a la vista de todos, sin que ni siquiera la Policía, el FBI o el sistema de Justicia lograran impedirlo. Y hablamos de un abuso que incluyó dos secuestros (el segundo duró meses, y ocurrió dos años después del primero), reiteradas violaciones y una constante manipulación emocional, a lo largo de varios años.

Mirar el documental es una experiencia alucinante. Narrado como cualquiera de los programas de “crímenes verdaderos” en los que se especializa la televisión estadounidense, el relato ofrece, por un lado, el alivio de ver que la protagonista del drama está viva y goza de un excelente estado de salud, y, por otro, una sensación siempre creciente de asombro ante la inexplicable actitud de los padres de Jan, pasivos al punto de entregar a su hija al vecino abusador con tal de que no se hicieran públicos los intercambios sexuales que ellos mismos, cada uno por separado, habían tenido con él. Pero eso, claro, es lo que pasa en el primer nivel. Hay un segundo nivel de asombro, y es el que llega cuando nos preguntamos cómo el resto de los vecinos, y, sobre todo, cómo los demás integrantes de la comunidad de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, a la que pertenecían tanto los Broberg como los Berchtold, pudieron hacer la vista gorda ante una situación claramente anormal y ominosa.

Hoy, más de 40 años después del primer secuestro (ocurrido en octubre de 1974), el horror al abuso ha derivado en una paranoia que llega, incluso, a vigilar a los padres que se muestran muy cariñosos con sus hijos y a las maestras que acompañan al baño a los niños más chicos, pero en la década del 70, en una localidad pequeña del centro de Estados Unidos, como Pocatello, cuestiones como la pedofilia, el acoso o cualquier otra forma de violencia intrafamiliar o doméstica eran olímpicamente ignoradas. El sexo en general, según se desprende de los testimonios de los protagonistas de esta historia, era un asunto más bien difuso y que se parecía más a una obligación inherente al matrimonio que a una actividad voluntaria y placentera. Y a ese cóctel de ignorancia y endogamia hay que sumar el peso nada menor de una cultura asentada sobre la creencia en una voluntad superior que rige los destinos individuales y colectivos. Que Jan Broberg haya creído, a los 12 años de edad, que era la hija de un ser extraterrestre y que estaba llamada a traer al mundo a un nuevo salvador sólo se explica en el contexto de una educación religiosa que sostiene la inmaculada concepción de María, pero que sus padres se hayan sometido como marionetas a la voluntad de un hombre que raptó a su hija y mantuvo vínculos sexuales con ambos integrantes del matrimonio sólo puede explicarse atendiendo a la peculiar concepción de la familia entre los mormones: una sociedad hecha para durar ya no toda la vida, sino toda la eternidad. Si Mary Ann Broberg se dejó seducir por Brechtold, si su marido se inclinó sobre él para “aliviarlo” sexualmente, y si estos hechos les parecieron a ambos tan vergonzosos como para retirar la denuncia tras el primer secuestro y limitarse a esperar noticias tras el segundo, se debió, muy probablemente, a que el sexo era para ambos un agujero negro, una boca oscura y magnética que los atraía tanto como los aterrorizaba.

Hace bien poco, la exhibición de Leaving Neverland disparó una catarata de especulaciones acerca de los motivos que podrían haber tenido los padres de Wade Robson y James Safechuck para dejar a sus hijos a merced de Michael Jackson. Razonablemente, la mayoría de los comentarios apuntan al beneficio económico y social que las familias obtenían de la proximidad con el Rey del Pop, pero no puede desconocerse la incidencia de otras variables, no necesariamente vinculadas a la cuestión material. En el caso de Jan Broberg no hubo beneficios económicos: apenas la promesa de una realización sexual que gritaba desde el fondo de una honda soledad compartida, y la vergüenza intolerable de que esa flaqueza, esa caída mínima en la promiscuidad y el pecado pudiera ser estampada en letras de molde en el diario del pueblo.

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