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Anne Wiazemsky: la “otra Ana” de Godard

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Mirada de neófito.

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Hoy, 5 de octubre, que se cumplen tres años de la muerte de Anne Wiazemsky, sería un buen día para dinamitar todas las copias digitales y no digitales de La redoutable (2017), una película espantosa que también se ha llamado Godard, mon amour e incluso –todo puede ser peor– Mal genio. Supuestamente aborda un corto segmento de los diez años de matrimonio de la actriz francoalemana con Jean-Luc Godard.

De ese film de 2017, dirigido por Michel Hazanavicius, sólo cabe decir que no puede ser visto por ninguna razón. Ninguna. Ni viaje transatlántico ni cuarentena obligatoria justifican ser parte de tal traición.

Si se quiere saber algo sobre Anne Wiazemsky –esa “otra Ana” de las películas de Godard, además de la icónica Anna Karina– hay que ir a las fuentes. Ir, por ejemplo, a ese debut rutilante y exótico en Al azar de Baltazar (1966), la película más críptica y transparente de Robert Bresson. O a su segundo trabajo: La Chinoise (1967), ya con Godard; quizás la más nítida representación de la imagen del 68 que llegaba, con dos décadas de atraso, al Uruguay del final de la dictadura.

Envueltos en el punk y en la militancia recuperada, como dos vidas paralelas que podían vivirse al mismo tiempo, al salir de Cinemateca Carnelli de ver La Chinoise comprendíamos que toda idea de revolución, si se quería que fuera real, debía ser, en parte, paródica. Disfrutábamos el film en su parodia sin ver ninguna contradicción entre nuestros carnés de la juventud comunista y las diatribas godardianas contra Moscú y el partido francés. ¿Acaso la había? Más que detenernos en el atravesado infantilismo de su ideología, nos dejábamos fascinar por su estética. Nos resbalaban los discursos incendiarios de sus personajes masculinos, esos petimetres de ciudad, y asegurábamos que podía hacerse toda una tipología del gusto a partir de la preferencia por una u otra de sus protagonistas femeninas. O bien la belleza algo vietnamita de Juliet Bertoi, con ese eco de la periferia porteña, o bien la luminosa petulancia pequeñoburguesa de Anne. Precisamente la boda de la Wiazemsky con el gran Jean-Luc sucedería unos días antes de que la película se estrenara en el Palacio de los Papas, en Aviñón. Bien por el maestro.

Lástima –o no– que aquel amor se desbarrancara por las laderas de los montes escarpados del Mayo del 68. No sobrevivió al impacto. Revolcado contra las rocas por las olas de esa revolución menchevique, Godard terminó buscándose a sí mismo en el maoísmo del mundo real, que se enredó con su maoísmo de celuloide.

Anne fue mucho más sensata. Tuvo una carrera sólida de actriz, que incluyó el trabajo con Pier Paolo Pasolini en la estupenda Teorema (1968), y realizó exitosas incursiones en la literatura (en 1998 obtuvo el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa).

Su realidad fue mucho más que los posters de La Chinoise. Por ejemplo, ese en el que está con el Libro rojo de Mao en su mano izquierda, mameluco color azul y una boina escocesa. Es verdad. También es cierto que nunca tuvo Mao un fotograma mejor.

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