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Movilización de directores, productores, actores, técnicos, estudiantes de cine y comunicación audiovisual , frente a la Torre Ejecutiva de Montevideo (archivo, setiembre de 2015).

Foto: Nicolás Celaya / adhocFOTOS

Cultura durante el coronavirus: doméstica y desprotegida

9 minutos de lectura
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Los obligados cambios de costumbres afectaron de manera despareja a la producción, el consumo y el disfrute de arte y entretenimiento.

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Leído por Abril Mederos
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Como tantos, el mundo de la cultura, entendido como ese espacio que incluye el arte, el entretenimiento y alrededores, fue profundamente alterado por la pandemia en este 2020, aunque, tratándose de un universo tan heterogéneo, los cambios fueron dispares, según el área y la perspectiva en las que nos interese enfocarnos. No fue lo mismo (ni es lo mismo), por ejemplo, atravesar la “cuarentena a la uruguaya” para los docentes que dan clases en su casa, repentinamente despojados de alumnos, que para los integrantes de un elenco artístico oficial, justamente resguardados de la angustia por la pérdida inmediata de ingresos. A su vez, el coronavirus abrió muchas brechas en la producción y el consumo de cultura, pero también puso de manifiesto tendencias divergentes que vienen manifestándose desde hace un buen tiempo, como la del disfrute online de música y películas.

Muchos de los apuntes que recogemos aquí no reflejan peculiaridades exclusivamente uruguayas, sino de muchísimas sociedades; después de todo, estamos ante un fenómeno auténticamente global. El relegamiento de las actividades culturales en tanto “no esenciales”, y la preponderancia de lo industrial y virtual frente a lo efímero y presencial ocurrieron en todo el mundo. Sin embargo, la crisis tuvo modulaciones locales vinculadas a la baja expansión inicial de la enfermedad, al ingenio de algunos gestores y a las decisiones de un gobierno que prioriza el ahorro.

A casa

Bajo el eslogan “libertad responsable” cabían restricciones sensatas pero innegociables: el aparato estatal y la educación fueron dos de las “perillas” que el gobierno puso en off con mayor facilidad. Los espectáculos públicos también fueron suspendidos a partir del 13 de marzo, y esto, sumado al semiconfinamiento, supuso una modificación forzada del acceso a la cultura para quienes de pronto se encontraron con mucho tiempo libre y sin lugares donde disfrutarlo. Por supuesto, esto excluye a quienes debieron multiplicar sus tareas habituales (como el personal de la salud y de los servicios que no pudieron detenerse) y, sobre todo, a las decenas de miles cuya prioridad pasó a ser conseguir un nuevo medio de subsistencia.

A la imposibilidad de asistir a recitales, cines, teatros, museos se la sustituyó, en parte, por el acceso a sucedáneos de acceso doméstico. Por el momento no hay encuestas sobre la actividad cultural offline durante esos primeros meses de pandemia en nuestro medio, aunque sí existen mediciones que indican que aumentó la audiencia de la televisión uruguaya. Especialmente en los primeros meses de reclusión, la necesidad de noticias elevó el rating de los informativos. Por su parte, muchas radios –como algunos shows televisivos extranjeros del tipo de los late show estadounidenses– buscaron seguir haciendo sus programas en vivo desde los hogares de los conductores, con resultados diversos.

Alelí

La novedad, sin embargo, fue más bien un acento: en todas partes aumentó la demanda de música y audiovisuales a través de internet. Hablamos no sólo de empresas de streaming, como las pioneras Netflix y Spotify y sus competidoras, sino también de maneras alternativas de acceder a películas y series (por medio de torrents o sitios ilegales), y de plataformas gratuitas como Youtube. El ocio y los algoritmos hicieron que algunos canales de Youtube pasaran a volverse fenómenos masivos, como, entre tantos, los argentinos Historias innecesarias, Te lo resumo así nomás y Paulina Cocina. En cierto sentido, este tipo de producciones “hogareñas” quedaron en mejores condiciones que otras más sofisticadas, que o bien debieron interrumpir su producción o bien postergaron su estreno por factores comerciales.

Por eso, desde el punto de vista de la industria, el fenómeno más llamativo de este año seguramente haya sido el lanzamiento en plataformas de streaming de películas que se planeaba estrenar en cines, en una tendencia que quizás se mantenga un buen tiempo; varias compañías anunciaron estrenos simultáneos en salas y online durante 2021.

Mientras tanto, en la primera mitad del año las salas de cine estuvieron cerradas, pero además tenían muy pocas novedades para ofrecer. Esto último resultó evidente cuando las empresas locales encontraron la solución de hacer proyecciones al aire libre en autocines, que debieron programar con lanzamientos muy menores o, directamente, con reposiciones.

Distinta y creativa fue la alternativa simbólica que encontró Cinemateca –que también ensayó su propio autocine en los muros del Espacio de Arte Contemporáneo–, al sellar un acuerdo con TV Ciudad que le permitió mantener el contacto con su audiencia y generar nuevos públicos.

Pero tal vez, a nivel de producciones cinematográfica locales, el caso paradigmático haya sido el de la película Alelí, que transitó todas las bocas de salida durante los primeros meses de la emergencia: llegó a exhibirse brevemente en salas, luego se probó como contenido on demand y finalmente, la apuesta uruguaya a los próximos premios Oscar aterrizó en Netflix.

Tiene poco sentido, dado el volumen de producción y la tradición de consumo, comparar los avatares del audiovisual nacional y el internacional, pero tal vez sí valga la pena buscar algunas claves en lo que pasó al intentar traducir la música en vivo al ambiente digital. Para la mayoría de los músicos, las presentaciones en directo son la actividad más redituable. Desprovistos de esa fuente de ingresos, algunos buscaron monetizar la difusión en redes de pequeños conciertos domésticos, mientras que otros los ofrecieron gratuitamente como forma de mantener contacto con sus seguidores. En este tren, los momentos más logrados profesionalmente fueron los viejos grandes festivales, como el Pilsen Rock y Montevideo Rock, que se reconvirtieron en registros de recitales trasmitidos en diferido.

Intervención artística en la Plaza Independencia, artistas y trabajadores de la cultura en reclamo de su situación laboral (archivo, junio de 2020). Foto: Mariana Greif

En el otro extremo del espectro, el folclore de las primeras semanas de encierro vio surgir un género original y bienintencionado, pero de resultados poco rescatables: el encadenamiento de músicos realizando una versión colectiva, que tuvo un punto involuntariamente cómico en el cover de “Imagine” por parte de varios artistas argentinos, seguido por numerosos collages locales a los que se perdonó por la emoción del momento.

En el resto del mundo pasaban cosas parecidas, y el recuerdo de los Stones perdidos mientras trataban de teletrabajar con sus instrumentos también sirve para no perder de vista que en abril se trasmitió a todo el planeta el festival One World, en el que más de 150 artistas del calibre de los veteranos británicos dieron un claro mensaje contra el “negacionsimo” del virus línea Trump-Bolsonaro.

Pero mientras en otras partes se padecía una segunda ola de covid-19, en Uruguay se mantenía una meseta de relativa calma –eran los tiempos en que se metaforizaba con el partido ganado, aunque ahora parezca que en realidad era sólo el calentamiento previo– que permitió la paulatina normalización de varios servicios, como los gastronómicos, deportivos y religiosos. Las salas de espectáculos, sin embargo, siguieron cerradas un buen tiempo. Se entraba en la era de los protocolos, pero los teatros y cines no conseguían que se aprobaran los suyos. La situación elevó la tensión entre el Ministerio de Educación y Cultura y los actores culturales, que ya habían mostrado su disconformidad ante lo reducido y restrictivo de la ayuda económica para los artistas que habían perdido fuentes de ingresos y que, total o parcialmente, se movían en la informalidad.

Todo protocolo

La limitación del aforo fue la condición principal para la reapertura de salas. Aunque esto no alcanzó para terminar con la pesadilla económica de la mayoría de los gestores, para quienes se animaron a volver a toques, cines y teatros representó, en algunos casos, la posibilidad de acceder a espectáculos más íntimos y confortables.

Esa especie de primavera también permitió milagros, como la realización en noviembre del 38° Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, pospuesto desde marzo. En todo el planeta, los festivales de cine se reciclaron en eventos online o en híbridos entre la modalidad a distancia y la presencial –como ocurrió en la mayoría de las ramas de la educación–, y en ese contexto, la celebración en salas del que organiza Cinemateca tal vez haya sido, en lo cultural, el extremo más feliz del desfasaje uruguayo en el desarrollo de la pandemia.

Durante ese período de reapertura, la relativa calma epidemiológica del país también permitió no sólo que se reanudara la filmación de cine y publicidad, sino también que llegaran equipos de otras partes a rodar en Uruguay gracias a una apertura de fronteras para los trabajadores extranjeros del rubro.

Autocine en zona de Punta Carretas (archivo, junio de 2020). Foto: Pablo La Rosa, adhocFOTOS

A fines de noviembre también se produjo el estreno de La tregua por el Ballet Nacional del SODRE, y fue no sólo otro hito del pequeño resurgir de la actividad, sino una especie de reivindicación. 2020 era también el año del centenario de Idea Vilariño y Mario Benedetti, pero la idea de que el gobierno iba a mantener el programa de celebraciones anterior a su llegada fue descartada en setiembre, cuando se reorientó hacia otros homenajes del Día del Patrimonio. El estreno de la adaptación al ballet de la novela de Benedetti, aunque pospuesto, restituyó parte del plan de festejos. Sin embargo, pocos días después se comunicaba la salida de Igor Yebra, director artístico del cuerpo oficial de danza.

Igualmente, el sector editorial buscó aprovechar el respiro. Los encuentros al aire libre, como Rastro, que se montó en el Museo Nacional de Artes Visuales, permitieron el reencuentro entre editores, libreros, autores y público, en un año en que no se realizaron las ferias que organiza la Cámara Uruguaya del Libro en el edificio de la Intendencia de Montevideo. En noviembre, también la Cámara montó una carpa en la plaza Independencia que, a pequeña escala, mantuvo la tradición de presentaciones, talleres y ofertas de sus eventos anuales. En diciembre, la Feria Ideas+ fue uno de los últimos eventos en escapar a las nuevas restricciones ante el recrudecimiento –o verdadero comienzo, en nuestro caso– de la epidemia.

Aunque es difícil acceder a cifras de ventas, la resistencia de las librerías –en Montevideo, al menos, no se constataron los cierres generalizados que ocurrieron en otras partes del mundo– es un indicador de la vida cultural que transcurrió al costado de las pantallas.

Del mundo de los libros local, además, surgió una novedad oportuna. En por lo menos dos sentidos, no se puede hablar de una película o una serie “del coronavirus”: las que tocan temas conexos a la emergencia fueron producidas en años anteriores, y por otra parte, pese a la avidez de ficción, tampoco hubo alguna obra, más allá de su asunto, que haya acaparado la aclamación y atención generalizada de forma que sea asociada claramente a este período, tal vez por la falta de estrenos de peso. En un año de escasas ediciones nacionales, sin embargo, a principios de julio la editorial Fin de Siglo consiguió publicar la antología Cuentos de la peste, que reunió a 27 autores en torno a temas directa o indirectamente vinculados al contagio.

La crisis laboral y la reconversión del sector cultural también fueron objeto de reflexión académica: en julio el Claeh organizó, vía Zoom, los Foros de gestión cultural y pandemia, cuyas síntesis, tras haberse difundido parcialmente en la diaria, ahora pueden conseguirse como publicación integral en la web de esa universidad.

Actuación de murga La Mojigata, en Montevideo (archivo, febrero de 2020). Foto: Ernesto Ryan

No Momo

Diciembre fue cruel. Mientras en la región y en el primer mundo comenzaron las campañas de vacunación, en nuestro país se habla de meses de espera para conseguir las dosis, al tiempo que las cifras de casos positivos comenzaron a parecerse a las que el resto del mundo experimentaba en abril. Primero a nivel departamental y luego en todo el territorio volvió a imponerse el cierre de salas, y la reciente limitación por ley del derecho de reunión complica la realización de espectáculos al aire libre, que es lo que reclaman las agrupaciones de músicos, y que bien podrían aprovechar otros rubros, dado el buen clima del verano. Sin respuesta de las autoridades, la persecución de las aglomeraciones vuelve a cercar a los trabajadores de las artes escénicas, que desde marzo no habían podido volver a la plena actividad.

Mientras las restricciones estimulan el surgimiento de nuevas asociaciones gremiales, como la Unión de Profesionales de las Artes Visuales, la suspensión del carnaval es, más que la gastada metáfora futbolera, una señal de la gravedad de la situación. Ahora, en lugar de ser noticia por el bajo número de contagios, Uruguay se nombra en el exterior por la ausencia del carnaval más largo del mundo.

JG Lagos en intercambio con Catalina Alonso, Mariana Figueroa, Ignacio Martínez y Rodolfo Santullo.

Lo que cambió este año

Francisco Álvez Francese.

Entre las muchas discusiones que se dieron en Francia en este año peculiar ‒en que palabras como laicidad, seguridad, salud, libertad de expresión o educación fueron constantes en el debate público‒, una me llamó previsiblemente la atención, y tiene que ver con el carácter esencial (o no) de las librerías. Durante los confinamientos, que fueron más severos que en Uruguay, el gobierno estipuló que no lo eran, por más que la gente ‒grupos de lectores, el sindicato de libreros y personas como Antoine Gallimard, presidente de la prestigiosa casa editorial que lleva su apellido‒ juzgara lo opuesto: que en un país de más de 3.500 librerías no se trataba de algo prescindible. 

La disposición gubernamental se mantuvo, a pesar del enorme aumento de ventas de libros que hubo tras el primer desconfinamiento, en que los libreros independientes vivieron un alza sin precedentes en las ventas, que superaron en muchos casos las del año anterior en el mismo período. Así, si bien los números habían descendido en marzo-mayo, apenas pudieron abrirse al público, los lectores confiaron más en las librerías de barrio, que juzgaron más seguras, y compraron libros como nunca. Esta “Navidad en pleno verano”, como la llamó Le Monde, se vio no obstante truncada con el reconfinamiento, en el que se mandó nuevamente a cerrar las librerías, aunque los supermercados, que siempre tienen alguna góndola de libros, y las grandes superficies como la Fnac (que también vende los indiscutidamente esenciales artículos electrónicos) seguían abiertos.

Queja de los libreros mediante, la solución dio algunas de las imágenes más ridículas que dejó la pandemia, con los sectores de las tiendas dedicados a libros tapados con nailon negro o transparente o cubiertos de cintas de “no pasar”, gesto que a su vez dejó el camino abierto a la ya muy beneficiada Amazon, por supuesto, más allá de que en los primeros días de noviembre el Estado empezara a hacerse cargo de los gastos de envío de las pequeñas librerías, que podían de esa manera seguir trabajando en formato de entregas a domicilio a través del correo, aunque eso no fuera suficiente, tal vez: incluso la emblemática Shakespeare and Company, especializada en libros en inglés y por eso bastante dependiente del turismo, se declaró recientemente con problemas financieros.

Más allá de esto, lo que se truncó, en todos los casos, fue la experiencia de la librería, espacio por lo general reacio a las aglomeraciones que suele ser, cuando cumple su misión, un refugio del mundo, pandémico o no.

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