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El director y actor cubano Jorge Perugorria en las afueras del Ministerio de Cultura tras una reunión con las autoridades, el 28 de noviembre.

Foto: Yamil Lage, AFP

Sobre la huelga del Movimiento San Isidro, en Cuba

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Mirada de neófito.

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Un grupo de jóvenes artistas cubanos. Un grupo de jóvenes artistas cubanos en huelga de hambre. Un grupo de jóvenes artistas cubanos en huelga de hambre desalojado por la Policía. Un grupo de jóvenes artistas cubanos en huelga de hambre desalojado por la Policía recibe el apoyo de decenas de colegas que toman la calle. Un grupo de jóvenes artistas cubanos en huelga de hambre desalojado por la Policía recibe el apoyo de decenas de colegas que toman la calle y son más o menos recibidos por el gobierno para más o menos dialogar. Un grupo de jóvenes artistas cubanos en huelga de hambre desalojado por la Policía recibe el apoyo de decenas de colegas que toman la calle y son más o menos recibidos por el gobierno para más o menos dialogar y, entonces, tienen algo de atención de la prensa del mundo que los malentiende.

No importa con exactitud lo que están pidiendo, en el final de este último noviembre. Hay un rapero censurado como pistoletazo de partida ocasional. Hay un marco general de las dificultades de la expresión artística en regímenes autoritarios. Hay un marco más general todavía de la naturaleza del arte, necesariamente sospechoso para quienes postulan el mantenimiento de cualquier statu quo.

A los huelguistas se les acusa, sin mucha originalidad, de connivencia con el exilio cubano de Miami. No hay duda de que la gusanera más reaccionaria ve con buenos ojos cualquier desafío al gobierno habanero. Pero tampoco hay duda de que ese mismo exilio de la primera hora (porque uniformizar generacionalmente a los cubanos que viven en Estados Unidos es no entender demasiado la dinámica social de la historia) no soportaría ni medio ron conversando en serio con los huelguistas sin vomitarse la bilis en la guayabera.

Sería más adecuado acusar a los huelguistas ‒quizá a su pesar‒ de marxismo leninismo. Porque la dialéctica del fantasma que recorría el mundo implica un permanente azuzar de las contradicciones para que la historia no se empantane. Hacer política en las fábricas y en las galerías de arte. Discutir poniendo una antítesis al lado de cada tesis aunque se termine a las trompadas, pero con la Policía bien lejos. Porque fueron las vanguardias nacidas de Lenin las que mejor cuestionaron la peligrosa arteriosclerosis del conformismo.

En el museo de Vladimir Maiakovski, en Moscú, se conserva la habitación liliputiense del gigante. Hay una cama minúscula apretada en la esquina de dos paredes. Se huele todavía la pólvora del balazo que se pegó en medio del pecho. Se escucha el estampido de repetición. Primero retumbó en el gulag donde se enterró en vida a Osip Mandelstam. Después en la cocina vigilada de Anna Ajmátova o en la corte en la que se condenó por parásito a Josep Brodsky. Y vuelve a retumbar cada vez que se reprime cualquier expresión artística en nombre del bien común.

“El arte, más allá incluso de las intenciones específicas de una expresión concreta determinada, es en sí mismo revolucionario ‒aunque la miopía de los comisarios no lo vea de ese modo‒ y debe ser siempre protegido y fomentado, con independencia de su contenido”, escribió Lenin en el tomo perdido de sus Obras completas.

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