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El hoyo

Kitsch contra panfleto: a propósito de El hoyo

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Mirada de neófito.

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El algoritmo habló. Tengo que ver El hoyo (2019). Cada noche, al abrir Netflix, insiste con su placa. Resisto un día. Resisto una semana. Resisto un mes. Hasta que cedo. Y miro El hoyo. La descripción del argumento de la película y su crítica cinematográfica están contenidas, de manera precisa, en el artículo que Rodolfo Santullo publicó en la diaria el 28 de marzo. No abundaré, entonces, en esa “prisión demencial y distópica”. Sino en cómo se viste para ser recibida.

Todos hemos usado más de una vez la palabra kitsch. Ese “mal gusto” que es más que mal gusto. Y todos los que hemos usado más de una vez esa palabra la hemos usado, en alguna ocasión, mal. Tanto por exceso como por defecto. El hoyo es kitsch en el sentido que le daba a ese concepto el semiólogo y novelista italiano Umberto Eco: la “prefabricación e imposición del efecto”. El reguetón puede ser de mal gusto, según el cristal con que se perree, pero no es kitsch (aunque su uso en algún caso pueda serlo, como el que se hace en este artículo al mencionarlo). En cambio, El hoyo es tan integralmente kitsch como lo era la nouvelle de Ernest Hemingway El viejo y el mar (1952), el producto elegido por Eco como quintaesencia de lo kitsch.

Hemingway, barbado grizzly de Illinois, que escribió algunos cuentos geniales y varias novelas mediocres, logró en esa pieza de medio fondo su pasaje directo al Premio Nobel de Literatura. Todo en esa historia está colocado en su sitio para dejar la sensación de que se está asistiendo a una “obra mayor”. Nos manipula, dice Eco, para que nos sintamos parte de la “gran literatura” sin que tengamos que hacer el esfuerzo que nos exigiría un libro verdaderamente potente. No es el pez, somos nosotros los que hemos mordido el anzuelo.

Lo mismo ocurre con El hoyo. El vasco Galder Gaztelu-Urrutia coloca cada pieza en el lugar donde debe estar para que el espectador sienta que va armando el puzle de lo profundo. Por algo ha tenido tanto éxito instantáneo en los festivales de cine en los que ha participado. Por algo nadie se acordará de esa película en unos meses. O sí. Tal vez pasarán los años y El hoyo será recordada como la mejor película sobre las desigualdades sociales de nuestro tiempo. Radiografía de cómo la condición humana nos condena, si se dan las circunstancias, a ser esos nerudianos “chacales que el chacal despreciaría”. También esa distopía es posible. A fin de cuentas, El viejo y el mar ha sobrevivido en el juego de la memoria mucho más que “Colinas como elefantes blancos” (1927), esa joya de Hemingway que por sí sola justifica que le hayan puesto su nombre a un asteroide.

Pero, aunque El hoyo es kitsch, no es panfletario. Ambos buscan imponer su efecto. Pero mientras que el kitsch anestesia, el panfleto moviliza. Al kitsch le falta la fibra del panfleto bien elaborado. Le falta su alma. Le falta su potencia electrizante. Eso capaz de dejarnos con el ansia de salir del sofá y completar, de una vez por todas, la ficha de ingreso al Vietcong.

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