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Kodama

Foto: Kompañía Romanelli

Martín López Romanelli y su kompañía de teatro negro volvieron al lago del Parque Rodó con la segunda temporada de Kodama

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El titiritero lo cuenta a las risas, aunque es una afrenta de proporciones: “No me sorprende”, le espetó Simón, su hijo de cinco años, cuando le mostró el muñeco enorme que cerraría el nuevo espectáculo. Martín López Romanelli confía en la potencia mansa de su lenguaje, en cómo se instala y se hace valer acá o en medio del desierto, después de un día entero de avión (cuando se podían cruzar fronteras y dar shows). El artista evoca ciudades y auditorios, habla del truco infalible, el asombro, menos para ese juez severo, de cinco años, intransigente, en la vereda del taller en Palermo.

Bienvenida la excepción: para la primera temporada de Kodama, en noviembre y diciembre, se agotaron las funciones en diez días. Arrancaron la segunda el fin de semana pasado, ahora con parte del público de vacaciones y la pandemia más complicada; igual empezaron casi a tope de tripulación en los botes, esas butacas flotantes que demandan un espectador activo.

El espectáculo ha ido mutando. Le fueron agregando personajes, como un caballo, y el bendito gigante, por si le faltaran efectos, ahora está iluminado por dentro. “Nos hemos ido acomodando al lago de a poco y ya estamos como los patos, vivimos ahí”, dice Martín, satisfecho.

La compañía va cobrando la integración que demanda el proyecto; pueden ser seis o 14, como esta vez, sumando disciplinas de acuerdo a la necesidad: acrobacia, música, danza.

Entre función y función, los muñecos, los focos y demás elementos de utilería quedan guardados en el castillito del Parque Rodó, un depósito sin dudas acorde. “Son muchas cosas: para nosotros es como montar cuatro salas de teatro distintas; porque cada isla tiene una escena y necesita toda la técnica. Así que es bastante más complejo que un teatro, y hemos tratado de que eso no encarezca demasiado las entradas”.

¿Cómo ven esa procesión de espectadores que se arma en la orilla?

Lo hicimos a propósito. Nos pareció que al estar usando un espacio público teníamos que respetar eso. A mí, personalmente, me encanta, y por suerte el público que va en los botes tiene un diferencial, ve distinto el show; pero afuera se da todo un micromundo, incluso hasta hay algunos días en que la gente que vive en el parque, que ya lo ha visto muchas veces, va diciéndoles qué se viene. Eso nos divierte mucho. Nosotros somos del interior, y en los charcos, cuando llueve, se juntan muchos bichos, sapos, de todo un poco. Esto es como un charco para humanos: todos vamos a compartir, dentro de lo que podemos, porque obviamente la situación es recontra especial.

¿Desde cuándo estaban con este plan?

En mayo, cuando recién empezó todo este lío, en un momento era tal la angustia que teníamos que agarramos un muñeco y empezamos a salir en la noche con un flete. Nos parábamos frente a los edificios y hacíamos un número de siete minutos para que la gente lo pudiera ver desde su casa. Lo llamamos Teatro en tu Ventana. Hicimos 16 salidas y, a raíz de eso, después nos asociamos con Fucvam [Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua] y empezamos a ir a patios de cooperativas; llegamos a hacer como 30. Así que estuvimos todo el invierno saliendo, tratando de generar buena vibra a nivel escénico entre tanta oscuridad. Queríamos darle ánimo a la gente, decirle que se cuidara, sobre todo a los niños y a los abuelos, que eran los que estaban pasándola peor.

Algún personaje de Kodama se coló en esa movida.

Ahí aparecía Biliti, que viene con nosotros ya de la época de Bosquimanos Koryak, hace más de 20 años. Es como la madre de todos los muñecos: lo armé para la presentación del primer disco de El Club de Tobi. Ha ido a más de 15 países, ha recorrido todo Montevideo y siempre aparece, es como una especie de cábala, alguna cosita hace en cada show: ha participado de una ópera en Chile, ha ido a Asia cinco veces, es un muñeco-amuleto.

Dirás el personaje, porque al muñeco lo habrás tenido que recauchutar.

Sí, lo he fabricado un par de veces. Pero el número en sí, cuando juega con las pelotitas amarillas, existe hace tiempo y sigue funcionando. La verdad que es increíble. En una época hicimos 75 ciudades en España, por ejemplo: hemos hecho temporada en Madrid dos veces, en Valencia, en Bilbao, y Biliti estaba ahí; fue a Irán, a Singapur, a Malasia, a Hong Kong.

Tiene una llegada universal.

Absolutamente. Después que la hicimos en una ciudad que se llama Ispaham, en el medio del desierto, y vi cómo la gente lo recibía, me di cuenta de que realmente somos todos iguales.

Volviendo a las cooperativas de vivienda: fue eso lo que te llevó a pensar en otro sitio abierto.

Siempre ando viendo dónde poner mis muñecos: en un callejón, en una placita. Me gusta intervenir la realidad y que sorprenda al que va pasando, pero que sea desde un lugar poético y sensible –porque hay muchas formas de hacerlo–, y no sumando atomización, ni cosas que exploten, ni mucho volumen. En mayo pensé que si la cosa seguía como venía, seguramente los teatros iban a estar cerrados mucho tiempo o iban a abrir para poca gente. Había que encontrarle una vuelta. Un día agarré la bici, volví hasta el lago y a la semana fui a hablar con el que tiene la concesión, Mundo Pedal. Se copó, nos abrió la casa y empezamos a planificar en serio. De hecho, como no se podía ensayar en ese momento, nos íbamos a Salto y la rambla con la muñeca que vuela. O sea que nos podían ver a las tres la tarde, entre semana, ahí, ensayando.

La primera conexión que arrastra el espectáculo, con el presentador-barquero, es con la Divina comedia, y después los espíritus del bosque conducen a la animación japonesa Mi vecino Totoro.

Estoy tan feliz con Kodama que para mí es como hacer el cine de Hayao Miyazaki en vivo. Soy muy fan de todas sus películas, donde la naturaleza tiene un papel muy importante: muchas escenas suceden en bosques. Por otro lado, los kodamas aparecen en Totoro (1988), y Cosimo, en realidad, es por El barón rampante, el libro de Italo Calvino, en el que decide vivir en los árboles. Está todo muy conectado. Para mí poder intervenir la naturaleza respetándola, sin talar ni nada por el estilo, es un deseo desde hace muchos años. Pero a veces es complejo salir de los teatros.

Si fuera por mí, haría funciones en los bosques, no en las salas. En el lago se dan cosas muy lindas, es como que el tiempo se detiene y la ciudad desaparece, a pesar de que estamos en el medio y se escucha, por allá, pasar algún ómnibus. Pero al estar todos flotando y pedaleando para el mismo lado se da una cuestión de comunidad, algo escaso en estos tiempos. Más allá de que el bote permite estar a cierta distancia de los otros, también está eso de sentirse parte de algo.

Hay un efecto solidario que surge, que es todo lo contrario de los autitos chocadores.

Tal cual, son los autitos flotadores. Eso lo fuimos descubriendo de a poco, y de qué manera también un espectáculo atraviesa todas las franjas: es visual, por momentos emociona, hace reír, es una aventura en un espacio no convencional. Está bueno, la bici en el agua es bastante llamativa, pero también hay una experiencia de comunidad, eso de ayudarse, de ir juntos. Los otros, además, tienen todas las edades posibles, porque van desde señores jubilados con sus nietos hasta familias en todas sus formas. Una de las cosas más bonitas es ver eso desde las islas, fisgoneando entre los pastos. Creemos que le estamos aportando a la ciudad una nueva forma de ver cosas, en medio de esta demencia que estamos viviendo, y quizás sea el comienzo para usar los espacios abiertos con propuestas escénicas.

¿Cómo resolvieron la máquina de Cosimo?

Es una bici montada sobre una especie de balsa. El manubrio funciona como timón, y la rueda de atrás tiene unas paletas que hacen que avance. Fue toda una aventura armarla: al principio pensamos en un bote, pero queríamos generar una cosa más fantástica en el agua. Es como una escena que se va moviendo, porque este guía se detiene, habla con la gente, trata de hacerla entrar en el juego, más allá de que queríamos un personaje sobrio, no muy sobreactuado. Que fuera un guía que te lleva a los lugares de avistamiento, donde te vas a encontrar con estos seres. Pero tenía que tener un vehículo manejable, que no fuera un problema. Entrenamos mucho –cerca de un mes y medio– en el lago, fuimos muchas veces. El megáfono estuvo desde el principio porque al aire libre es difícil que te escuchen e incluso los botes hacen ruido o con el viento el sonido se va. Hay muchas cosas a tener en cuenta: el lago no es el mismo todos los días. Estamos desde octubre ahí, así que vimos pasar la primavera, empezar el verano, hay días de humedad, hemos reprogramado funciones por lluvia o porque vuelan ramas. El clima es clave.

La magia del encuentro no quita que se tenga que lograr efectivamente cada truco: que el globo suba, por ejemplo. ¿Qué desafíos tuvieron a lo largo de los años?

El globo en el lago es todo un tema porque depende del viento. Después, en general, en giras, hemos tenido mucha fortuna. Nunca hemos tenido contratiempos salvo en el Singapur, que llegamos tres días antes de estrenar, porque la idea era adaptarnos al teatro. Y cuando vamos a buscar la carpa, había quedado todo en Buenos Aires. Había un solo vuelo cada tres días. Las cosas terminaron llegando la mañana del día de la función. En Irán íbamos a un lugar a 600 km de Teherán, la capital, así que tuvimos que andar en camioneta por el desierto un rato largo, y el día anterior a la función la guía nos dijo que teníamos que representar las escenas más eróticas del espectáculo para la Policía religiosa. Les explicamos que trabajábamos para niños, que no había escenas eróticas. “Hagan algo, porque ellos tienen que decidir si ustedes pueden hacerlo o no”, nos contestó. Era el teatro vacío y allá en el fondo cuatro ayatolás de barbas blancas, de túnicas, que por supuesto nunca nos dirigieron la palabra. Hicimos un poco de Biliti con las pelotitas y nos dieron el OK.

¿Viste cambiar mucho a los niños desde que empezaste? Tu propuesta es muy clásica, a fin de cuentas.

En 2023 cumplo 30 años desde la primera función que hice en Montevideo. Y sí, hago un teatro que es de los más antiguos, el teatro de muñecos está desde que empezó el hombre. De hecho, hay un titiritero colombiano que dice que Dios o los dioses primero fabricaron a los muñecos y después a las personas. No sé si es el público el que ha cambiado, o los tiempos. Me acuerdo de que cuando empezamos con Bosquimanos era la crisis de 2002 y el país estaba deprimido en todo sentido, se habían ido muchos amigos, había poca oferta de cosas. No sé por qué pasa, si el ser humano se defiende de esa manera, pero lo artístico crece, se agudiza la creatividad, por ejemplo, después de las guerras. Los niños van cambiando, viven a otro ritmo, aparentemente. Pero hace cuatro años fuimos con El truco de Olej –que tiene 20 años, que fue un éxito en la calle Corrientes– a Corea del Sur, uno de los países con más tecnología, y lo que hicimos nosotros funcionaba a un nivel de festivales o de sitios rurales; el asombro es el mismo. No tiene que ver con el truco sino con lo estético del movimiento, de buscar emocionar a través de cierta intimidad entre la creación y el espectador. Eso sigue funcionando, como los chistes de Chaplin: gags de hace 100 años que tocan fibras humanas, cuestiones que no tienen que ver ni con el tiempo, ni con la tecnología, ni con el lugar donde nacimos, ni con la edad que tenemos, el dinero o la formación.

Kodama va en el lago del Parque Rodó viernes y sábados hasta el 27 de febrero; se embarca entre 20.00 y 20.30. Las entradas se consiguen en Tickantel. El precio por bote es de $ 1.400, se ocupen las cuatro localidades o no (dos adultos y dos niños). Dura 50 minutos.

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