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Con Las cinco cuadras y Llévame, la editorial Amanuense apuesta a dos textos potentes

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Editar

No es casual que haya elegido reseñar juntos estos dos libros. Además de que juntos llegaron a mis manos, forman parte de un trabajo editorial común y comparten unas cuantas características (más allá de que, por supuesto, son dos trabajos autorales diversos, personalísimos, cada uno con su voz, con su lenguaje, con su historia).

Comparten el trabajo de edición, que se enmarca en la línea de Amanuense de elegir textos potentes, elaborados, y maridarlos con un trabajo de ilustración que une fronteras latinoamericanas, cuidando minuciosamente todo el camino que ese texto hace hasta convertirse en libro, sin descuidar detalles y apostando a una calidad óptima.

Las cinco cuadras

Con este texto, en 2019, Gabriela Mirza ganó el Premio Nacional de Literatura que otorga el Ministerio de Educación y Cultura, en la categoría infantil y juvenil inédita. Afortunadamente, ese galardón facilitó su pronta publicación, y en 2020, en plena pandemia, apareció primero como audiolibro y como e-book. Desde entonces esperábamos que tomara forma de libro en papel y cartón.

La historia, que recorre las cinco cuadras que separan la casa de Samanta, la protagonista, de la playa, pone el acento en la angustia que para ella representa ese acontecimiento cotidiano, que podría resultar banal o intrascendente para otra persona. La ilustradora que completó el trabajo de este libro-álbum fue la treintaitresina Alicia Baladan, quien reside y estudió en Milán, y recrea para el paso tenso de Samanta las arenas y callecitas de un balneario del Río de la Plata.

Lo primero que vemos es una niña concentrada y prolija en la orilla; el agua de la playa lame una arena que continúa el cuadriculado de las baldosas. Al abrir el libro, un bichito de la humedad: replegado en plan bicho bolita, y caminando. Un detalle anticipatorio que funcionará como metáfora del personaje. “Para Samanta, el camino que llega hasta la costa puede ser mucho más largo que las cinco cuadras que separan su casa de la orilla”, se advierte al inicio. Porque el tamaño de los problemas depende de las herramientas con que contemos para enfrentarlos, y el punto de vista de la narración se ubica desde el vamos en una mirada entre austera, detallista y empática.

Samanta se define en algunas pinceladas, escenas que dibujan al personaje sin explicar ni adjetivar. Se va construyendo a medida que se prepara para ir a la playa, en un entramado de pensamientos y acciones que la hacen avanzar y retroceder, y volver a avanzar. Predomina la tensión –que se contagia de Samanta al lector–, que dialoga en la narración morosa de cada paso que da –y cuánto le cuesta– con una ilustración de paleta tenue y que capta el gesto en la mirada baja, los dedos crispados, la espalda inclinada.

La lectura no es sencilla; resulta tan ardua como la empresa de recorrer cinco cuadras sin problemas para Samanta. La tensión se pone al límite y explota ante un imprevisto, hasta que vuelve la calma. Y la calma es el orden y el silencio. El camino no es en soledad, y la angustia de Samanta la transitamos paso a paso también junto a su madre, que la acompaña sin apurar, sin imponer, simplemente ofreciéndose para el abrazo reparador. En cada situación compartimos el temor y la concentración. La lectura obliga a contener la respiración, a andar lento, a verificar cada paso. La experiencia es agotadora; Mirza desgrana cada detalle, y Baladan nos pone como espectadores que ven pasar a Samanta, con la mirada fija hacia adelante. Hasta que llega. Hasta que lo consigue y entonces: “La ola Samanta corre, corre las cinco cuadras en esos diez metros. Frena de golpe, medio metro antes de su papá. Mide la distancia y lo abraza exactamente para quedar en perfecto ángulo recto con el horizonte”.

Llegar a la playa es un logro. Caminar cinco cuadras le cuesta mucho a Samanta. Es una verdadera aventura, y como tal lo cuentan Mirza y Baladan. Las cinco cuadras conmueve de la mejor manera posible, porque Mirza no define ni juzga, no compadece a su personaje, sino que lo acompaña, igual que esos padres que están ahí para ella afrontando ese mundo que, “como los bichos bolita”, puede cerrársele “en cada paso, en cada esquina”. Y nos permite, a los lectores, en ese trayecto minuciosamente detallado, andar a su lado.

Llévame

Cuando en 2015 entrevisté a Mercedes Calvo (https://ladiaria.com.uy/articulo/2015/12/como-salir-a-jugar/), contó que en su casa la poesía estaba muy presente y que recordaba a su tío recitando a García Lorca. Quizá sea porque me quedó eso resonando, pero no puedo evitar, al leerla, evocar al poeta granadino. Es que Calvo hace filigranas con las palabras y deja entrever la decantación de la mejor tradición de la poesía hispana.

Por otra parte, aun cuando narra, como en Llévame, siempre hace poesía y presenta un universo accesible mediante los sentidos, en el que nos instalamos sin más desde la primera página. Están sus obsesiones: la luna, los aromas cítricos, los espejos, las canciones de cuna.

Con el epígrafe de Roberto Juarroz “Siempre se llega, pero a otra parte”, nos introduce en la historia. Llévame se instala desde el vamos en la fantasía: habla de un viaje en un barquito de papel, de una niña que sueña, de una abuela.

“Con los boletos de los ómnibus ella hacía barquitos de papel”, arranca. El mar y el cielo son el escenario, el espacio infinito y profundo que propicia el viaje, que le da lugar y que la niña emprende en el barco, al que bautiza Chapupite. Hay una playa y un mandarino que crece en la arena. Hay caracolas que conocen los secretos del mar. Hay una niña que baila con su sombra. El cuento transcurre a la manera de los sueños; pasa de un espacio a otro, de un estado de ánimo a otro, las cosas aparecen. Cada escena es visualmente deslumbrante y onírica, y cada palabra es elegida con precisión. Por eso, cada secuencia funciona como parte de la estructura narrativa, pero también como poema.

Llévame –bellamente ilustrado por la vasca Yolanda Mosquera– está hecho de recuerdos, de hermosura compartida, de pequeñas cosas que hacen el encuentro de abuela y nieta. Y a ese viaje que parece azaroso se le devela un sentido y un final: “En el runrún del aire abejea un murmullo, un rumor sin palabras que llega desde lejos, en yunta con la brisa. Es en la orilla: la abuela amasa el pan y vigila, sin tiempos el sueño de la albahaca”. El encuentro, al final, de la niña con su abuela, simétrico con el comienzo, queda resonando. Y el misterio de una palabra secreta que es susurrada queda picando y permite la magia de entender de qué iba ese viaje.

Llévame, de Mercedes Calvo y Yolanda Mosquera. Amanuense, 2021. 28 páginas. $ 650. Las cinco cuadras, de Gabriela Mirza y Alicia Baladan. Amanuense, 2021. 36 páginas. $ 650.

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