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Pinocho de Guillermo del Toro.

Pinocho de Guillermo del Toro: versión clásica de un clásico

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El director mexicano combina su sensibilidad con la magia de la animación cuadro a cuadro.

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¿Se acuerdan cuando en muy poco tiempo se estrenaron dos películas sobre asteroides que se dirigían a la Tierra? Ocurrió lo mismo con películas sobre volcanes en erupción, magos del siglo XIX y hasta aventuras animadas sobre colonias de hormigas. Y hablando de historias infantiles, en 2012 se estrenaron dos películas sobre Blancanieves y más cerca tuvimos dos nuevas adaptaciones de El libro de la selva.

Este año le tocó a un muñeco de madera que cobró vida por primera vez en 1883, cuando Carlo Collodi publicó Las aventuras de Pinocho. Tuvo su adaptación más famosa en 1940, cuando Disney estrenó (justamente) Pinocho, y con el paso del tiempo se convirtió en un clásico del cine animado universal. Disney intentó repetir el éxito en setiembre, sumando una nueva adaptación con actores de sus películas animadas. Pero no tuvo el recibimiento esperado.

Sin embargo, apenas tres meses después, Netflix agregó a su catálogo una película que desde su título nos prepara para lo que se nos viene: Pinocho de Guillermo del Toro. El cineasta mexicano tiene una filmografía muy personal, en la que presenta historias fantásticas que combinan la inocencia y la oscuridad. Sonaba como el encargado perfecto para volver a adaptar la novela italiana, y así fue.

Si la versión de 1940, con éxitos musicales como “When You Wish Upon a Star” (que terminó convirtiéndose en el himno de la compañía Disney), dejó imágenes fuertes en aquellos que la vieron por primera vez de niños, aquí se redobla la apuesta. Es cierto que la compañía que tiene a Mickey como insignia nos ha acostumbrado a escenas de pérdidas dolorosas, desde la madre de Bambi hasta el montaje de Up: Una aventura de altura (2009), pero lo de Guillermo del Toro por momentos parece estar buscando los límites del entretenimiento infantil. Lo cual no está nada mal.

Las diferentes versiones de Pinocho tienen a Gepetto como un anciano que nunca tuvo descendencia, o que trata de reemplazar a un hijo muerto off-camera, como tan bien lo homenajearía Ozamu Tezuka con Astroboy muchos años más tarde. Esta vez, buena parte de la acción transcurre mientras vemos la vida de Gepetto y su hijo Carlo, de quien sabemos (por más que nos cueste aceptarlo) que nos abandonará en breve. Así que presenciamos un gran amor, destinado a cortarse en cualquier momento. Y Guillermo, que ya nos mostró los horrores de la guerra y el fascismo en 2006 con la maravillosa El laberinto del fauno, decide que lo que separe a padre e hijo sea un bombardeo durante la Primera Guerra Mundial.

En la historia se notan trazas de otro gran narrador japonés: Hayao Miyazaki. Pese a estar ambientada en Italia, aquí no están las hadas de sus cuentos, sino un espíritu del bosque que no desentonaría en El viaje de Chihiro (2001). Este espíritu es quien le da vida al desprolijo muñeco de madera creado por Gepetto en pleno duelo, y que lo rechaza como si hubiera visto a un zombi la primera vez que se lo encuentra. Luego llegarán algunas escenas familiares, como la huida al circo o el interior del gigantesco monstruo marino, pero todas con suficiente originalidad. ¡Si hasta hay un inframundo al mejor estilo de Beetlejuice (1988) con un gigantesco reloj de arena y una discusión filosófica sobre la eternidad!

El toque más oscuro de toda la película es la presencia del mismísimo Benito Mussolini, que en persona es poco más que una caricatura sacada del editorial de un diario, pero cuyas juventudes fascistas intentarán corromper incluso al inocentísimo muñeco que tiene a un sabio grillo en su corazón (literalmente, en un hueco en la madera de su torso). Es esa clase de películas que muchos padres no mostrarían a sus hijos, pero que los hijos pueden procesar con inusitada naturalidad. En Netflix está sugerida a partir de los siete años de edad.

Claro que no podemos hablar de Pinocho de Guillermo del Toro, codirigida por Mark Gustafson, sin mencionar la animación. Se trata de un proyecto de animación cuadro a cuadro, una técnica que en los últimos tiempos se ha reservado a los verdaderos amantes del género, ya que lleva más tiempo y cuesta más dinero que algunos tipos de animación por ordenador. Por supuesto que el resultado, cuando está tan bien hecho como en este caso, es arrollador.

El movimiento de cámara combinado con la plasticidad de las acciones y un impecable diseño de producción, hacen que incluso sin guion este sea un espectáculo digno de verse. Si además tomamos en cuenta que la historia es compleja, sentida y apasionante (aunque se torne un pelín larga y tenga dos escenas de redenciones, una a continuación de la otra), el resultado es ineludible. Pero tengan un pañuelito a mano.

Pinocho de Guillermo del Toro. 116 minutos. En Netflix.

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