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Ilustración: Ramiro Alonso

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De entre la tierra recién abierta, brotaron trozos de lombrices rosados y también una cucaracha. Era un cuerpo negro del tamaño de la palma de una mano, vivaz entre el material compacto y húmedo. Las piernas que se movían frenéticas, en fuga ya. ¿Cómo habría logrado respirar allá abajo? ¿Cómo soportar ese ahogo oscuro dentro del cantero? No tapé el pozo. Seguí cavando despacio con la pala de jardín. Dejé que la cucaracha huyera oronda y que las lombrices, dirigidas sólo por el sentido del tacto, encontraran a tientas el camino hacia el centro del mundo. Las raíces del gajo de Plumeria rubra que planté se enredarán con ellas en algún momento, imaginé de noche, cuando la luna, de una redondez abrumadora, se imponía en el cielo tras semanas de nubes cargadas de lluvia. O serán comida de cuervos cuando salgan a aparearse a la superficie, como dignas lombrices que son, rectifiqué enseguida.

Incendios, pestes, inundaciones: la secuencia conocida de los últimos años. “Da pena saber que cuando pare la lluvia, volverá la sequía”, formulé hoy comiendo porotos con arroz que cocino en la olla a presión. “Falta la farofa”, escuché decir a alguien junto a mí. Llovió el verano entero, pero en marzo se hincharon tanto los ríos y los arroyos que la tierra se volvió líquida, y mucha gente se quedó sin casa. Pueblos enteros surcados por barcos. El mar marrón chocolate. Diluvio. A los que seguimos con techo sobre la cabeza nos avasalló el moho. Malagradecidos, nos quejamos como si fuera algo de verdad relevante. Somos incapaces de imaginar los muebles, la ropa, las fotos y hasta la comida flotando entre el agua llena de barro y mierda. O a nuestros propios cuerpos arremolinándose con todo eso.

Hoy anunciaron el retorno de la lluvia. Serán siete días más, por lo menos. Beverley Farmer, la poeta australiana, escribe sobre extensiones de costa desierta y faros en donde el diablo perdió el poncho. En The Bone House (La casa de hueso) también sugiere, traduzco: “Toda experiencia tiene un sentido más allá del momento, un sentido que sólo se revela poco a poco y que crece con la revelación. El proceso es siempre incompleto. El sentido crece, como el deseo, como el recuerdo, en la oscuridad. La plenitud de este sentido se conoce únicamente por su peso, por su poder de desplazamiento”. El hoy accesible por la única vía de lo que no está más y surge al pasar, por toda el agua que movió hacia otro lado. Bajo hasta la playa en bicicleta. Un día llevo a mi hijo en la sillita. Cantamos. Otro día voy sola, como hace tiempo que no soy. Viento en la cara. El sol que sale por instantes. Las flores de plumeria, árboles con más raíces que el de casa. Al bajar de la bicicleta, marea baja y pozas efímeras en las que el agua es llana. El deseo, un atisbo, algo por el estilo. Sentido arisco. De noche, la lucidez: sueño que pedaleo por esta misma ciudad. Creo buscar casa, otra casa. De repente, llego a la puerta de un pasadizo subterráneo, un túnel por debajo de los edificios. Hay luz del otro lado, confirmo antes de pasarlo a toda velocidad.

Hubo dos ataques de tiburones en Sydney en menos de un mes. Uno fatal y ampliamente documentado. Hablamos durante días de la violencia de las imágenes. Imposible abstraerse del reino animal al acecho del cuerpo humano, como si fuera un pez más. Sigo entrando al mar siempre que puedo, pero no dejo de pensar en cómo sería una ofensiva repentina. Pesadamente, el mar reclama la arena y sube la marea. Tiburones soberanos del mar. La cadena trófica en toda su sabiduría. Sólo una especie tan soberbia como la nuestra como para creer en esa capacidad improbada de que el cerebro fabrique imágenes agradables al estar cerca del fin. De noche, cuando la marea esté cubriendo las rocas, comeremos porotos con arroz de nuevo. Mañana también, si sobra.

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