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Ilustración: Ramiro Alonso

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Ruinas de antiguas civilizaciones.

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Aquel vuelo lento sobre la planta de deshechos en el condado de Los Ángeles. Bladerunner 2049. Edificios, fábricas, barcos y autopistas en ruinas, carcomidos y llenos de barro. Otro tanto en esa melancolía naranja y ocre de Las Vegas. Grandes esculturas caídas en el desierto, desolado. El silencio cuando supo haber bullicio, profusión, fervor. Un mundo que previamente era de una forma y que ahora es por completo diferente. La ruina de la civilización más sólida, en suma.

No pocas veces me encuentro imaginando qué partes de la Tierra estarán bajo agua dentro de cincuenta años. El mar entrando de a poco, pero voraz, sobre espacios en los que los humanos supieron hacer hogares para siempre. ¿La avenida Solari en La Paloma, una gran canaleta oceánica, con las columnas del hotel Cabo Santa María semihundidas a los costados? ¿El puerto y la planta de Astra por fin sepultados bajo las tormentas? ¿Tal vez el acantilado de La Pedrera transformado en una isla? Los manglares de Florianópolis sumergidos. Aquellos maravillosos ipês descompuestos, gigantes empantanados. Pero más aún las casas de azulejos, las construcciones apretadas en calles angostas, reducidas a escombros. Salitre contra metales, maderas y hasta cemento. Humedad que sabe desintegrar los sólidos. Las mareas, reloj pulsante contra la tenacidad por permanecer, por reclamar lo que creíamos propio. Así en cada lugar al borde del mar que conozco. Pienso en Sídney y las tantas entradas del Pacífico, los caserones en permanente renovación y sus yates en las marinas. Como leí alguna vez, ¿serán los miserables quienes vivan frente a un mar tóxico y descompuesto, en las ruinas de las edificaciones de primera línea, las que hoy ostentan el privilegio de la observación plácida?

Algo de eso recordé al leer a WG Sebald en Los anillos de Saturno. El protagonista de esa novela recorre la costa de Suffolk, en Inglaterra. Anota cuán duradero parecía lo que hoy ha desaparecido. O, más desolador, lo que no ha dejado más que ruinas, sólo detectables para quienes saben qué ocurrió en ese espacio, en algún momento de la historia. La opulencia de Lowestoft, principal puerto pesquero inglés en el siglo XIX, con sus hoteles, pabellones, capillas, explanadas, jardín botánico, bibliotecas y casas de té, es hoy pura melancolía. Contemplativo, el protagonista pasea mochila al hombro y advierte que de una parte se ocupó la industria de la pesca al extinguirse –antes muestra, al pasar, fotos de toneladas de pescado muriendo frente a la multitud–. Del resto fue simplemente la naturaleza responsable. Marea. Viento. Lluvia. La fuerza ajena a lo humano que se encarga de devolver la perspectiva de la historia.

Otros procesos no son tan lentos. En la monumental La liebre con ojos de ámbar, el ceramista y escritor Edmund de Waal sigue el periplo de una colección de 264 netsukes, esculturas japonesas minúsculas talladas en madera y marfil, a lo largo de la historia de su familia. Primero las rastrea por París, en la construcción de un imperio financiero, también decimonónico, como todo aquello que parecía no tener fin. Luego por Viena, en una vitrina del vestidor del Palacio Ephrussi, donde los niños las admiran mientras su madre se prepara para la ópera. Más adelante, en esa misma ciudad convulsionada e inflamada de nacionalismos, los nazis confiscan de un momento a otro los bienes de la familia. Pero, apunta De Waal, lo más irónico es que los Ephrussi son borrados de una manera más expeditiva aún, o casi. Se pasa una raya por encima de los registros escritos en los que aparecen, de acuerdo a la voluntad deliberada de extinguir un legado. Borrar deja un rastro, por más imperceptible que sea.

Cuando el mundo sea agua, espero que podamos bucear en busca del pasado. En este valle lleno de algas estaba mi escuela, diré. O, allá, en lo que parece una fosa, era el cañadón de La Balconada y la casa de mi abuela, con el cantero salpicado de blanco por los alyssum, la Lobularia marítima y el olor inconfundible a miel. Avanzaremos con tanques de oxígeno por las ruinas, con las escafandras empañadas por las lágrimas, como derrotados conocedores del universo entero que era aquel lugar antes de que el mar se diera el gusto de obligarnos a emigrar.

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