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Carla Moscatelli.

Foto: Mara Quintero

Carla Moscatelli: “El tema de los desaparecidos no les pasa a otros, nos pasa a todos los uruguayos”

8 minutos de lectura
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En la obra Zombi manifiesto, de Santiago Sanguinetti, la actriz se pone en la piel de un militar retirado.

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Es mediodía de un feriado lluvioso, el día de los muertos, y Carla Moscatelli salió de su casa pensando que las cosas podrían ser diferentes. Por el viento, evitó la bicicleta que usa todos los días para ir a trabajar. En la charla de camino a un bar se reconoció “medio kamikaze” cuando su paso se adelantó a la velocidad de un pequeño auto y a un conductor semidormido. Vio más temprano una florería diferente del resto y encontró entusiasmo en su decoración: un esmerado arreglo de vidriera con un retrato de Frida Kahlo, dos calaveras de colores llamativos en un altar, una guirnalda de pompones naranjas, además de las flores, como solía encontrar en sus días en México. Ahora son una ráfaga de fotos en su teléfono.

“De esto no vas a vivir, Carla”, le dijo la bibliotecóloga que trabajaba en su liceo y que la ayudó con su primer trámite para convertirse en actriz. “Ya veré cómo hago”, pensó en el momento con el mismo espíritu que todavía conserva para ahuyentar la oscuridad.

Carla ama a la tía Cleo, su premiado personaje de Los padres terribles, la obra de Jean Cocteau que ganó tres Florencios en 2009 y que este año volvió a los teatros de Montevideo. La volvería a interpretar nuevamente, con un solo llamado de la excéntrica familia. Su carrera sobre las tablas es extensa y contundente, y más recientemente Moscatelli encontró en el cine otro escenario de riesgos y exploración en el que se siente a gusto. En 2021, algunas pocas salas uruguayas pusieron en cartel Las vacaciones de Hilda (de Agustín Banchero), una película uruguaya de fina confección y de inspiración onettiana que le valió un premio de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay como Mejor actriz protagonista.

Ahora mismo tiene dos obras para estrenar antes de fin de año, y en la sala Verdi, de viernes a domingos, sube al escenario con Zombi manifiesto. Allí, junto con sus compañeros de elenco Rogelio Gracia, Carmen Laguzzi y Mateo Altez, mueve tumbas, alfombras y escritorios entre escenas, y cuando llega su turno encarna a un militar retirado cargado de algún tipo de vitalidad y también a una eficiente funcionaria con ropas y nostalgias de una época no tan lejana.

Del desafío de esta obra, de sus maestros en la actuación y de la esencia de su reconocida energía escénica conversamos con ella.

Parece que tu estadía en México, de algún modo te marcó.

Sí. Yo en ese momento estaba en pareja. Primero nos fuimos para Buenos Aires y con la crisis nos volvimos a ir. Viví en México DF de 2002 a 2006, y fue un impacto fuerte. El vínculo de ellos con los muertos, con lo espiritual, con el más allá, el inframundo, los dioses es muy fuerte. Podés leer sobre la historia de los mexicanos, pero son ellos mismos, cualquiera, un taxista, quienes te la cuentan todo el tiempo, sobre todo lo prehispano. Es llegar a una ciudad donde todo suena, todo huele, se estimulan rápidamente todos tus sentidos, y más que una viene de algo más tranqui, como acá, donde mirás para el costado y es todo gris. Al principio para mí fue un shock y extrañaba a mi familia, pero después de un tiempo, el lugar te toma y te abre la cabeza.

Además, culturalmente los mexicanos son bien diferentes. Ellos no tienen quejas. Le contás a alguien que vas a hacer algo y te dice: “¡Órale, ¿cómo te puedo ayudar? Echale ganas a eso!”. En esa época, acá en Uruguay, había un programa de televisión [Gastos Comunes] que tenía un personaje [Uruguay Pereira, interpretado por Luis Orpi] que cada vez que alguien venía con una buena idea, le decía: “Eso no va a funcionar”. Era mortal percibir esa diferencia.

Así que te gustó vivir allá.

Sí, yo creo que está bueno conocer otro lugar, salir de acá. Nosotros somos un país muy chiquito y de repente pensamos que esto es todo, más en aquel momento en que no estaba todo tan globalizado. Ver otras culturas, otras ciudades, siempre te suma. México DF es una ciudad en la que, a pesar de tener millones de habitantes, la gente se encuentra en la calle. Me lo había dicho un taxista, y no lo creía, hasta que una vez me pasó. Estaba en el Zócalo con cientos de miles de personas, y de repente siento “¡Carla!”.

Ellos son muy del “buenos días”. Pedir un cigarro te puede llevar cinco minutos, porque siempre se entabla una charla. El mexicano es pura luz.

Cuando volví a Uruguay también fue un lindo momento. Era 2006, empezaba a revivir el país, con nuevas políticas culturales, y me encontré con un panorama súper interesante, con dramaturgos jóvenes como Gabriel Calderón y una juventud más integrada y más optimista, como plantada y teniendo claro lo que quería hacer. Encontré un país muy diferente del que había dejado.

¿Cómo ves la escena del teatro actualmente?

Atravesamos la pandemia, que fue un quiebre muy importante. Tuvimos las salas cerradas, compañeros que se fueron y no pudieron volver, y políticas que faltaron. No hubo suficiente apoyo. Fue muy complicado. Pero después, cuando terminó la pandemia, volvieron los teatros y volvieron con todo. Es la rama del arte que perdura. Fue nuestro primer juego y va a ser el último que juguemos. Las salas están repletas de gente deseando ver cosas nuevas, pero el cine, por ejemplo, no. Las plataformas digitales, sobre todo en un círculo de espectadores, se quedaron con una parte del público, sobre todo el más joven. Yo, que trabajo con niños, a veces menciono una película y enseguida me preguntan: “¿Está en Netflix?”, y yo les digo: “No, chiquilines, el cine se ve en salas”.

El teatro, en cambio, pudo mantener su público e incluso logró que creciera. También que Gabriel Calderón esté como director de la Comedia Nacional generó un público ávido de espectáculos de artes vivas, como la danza y el teatro. Estar con otro en una sala es muy importante, y me parece que es bueno no perder de vista que pasó hace dos minutos que estábamos todos a dos metros de distancia, sin poder besarnos, abrazarnos, sin saber cómo acercarte al otro. Es decir, que no salimos hace tanto.

El teatro sostiene la cultura, viaja y recibe reconocimientos. Tenemos mucha autogestión, grupos independientes, elencos estables, una gran oferta de propuestas, por lo cual es necesario seguir apoyando al teatro con más fondos.

De hecho, una de las obras para las que estoy ensayando [Desaparezco] es un estreno mundial en español de un autor noruego [Arne Lygre] que es uno de los diez monstruos del teatro posmoderno, y esas cosas están pasando acá ahora mismo.

Foto: Mara Quintero

¿Sabés de dónde vienen tus condiciones para la actuación?

No sé. Tengo una prima hermana, Lucía Rodríguez, que es más del palo del stand up y le va muy bien. Un tío bromea que hay algo en los genes.

Yo iba a un colegio que tenía un teatro y ese era mi lugar preferido. Me encantaban las fiestas escolares. Yo no sabía qué iba a hacer de mi vida hasta que un día encontré un artículo en un diario que hablaba de que se abrían inscripciones en la EMAD [Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático] y supe de la existencia de una escuela pública donde estudiabas actuación. Y me anoté.

Además de la actuación, también te dedicás a la docencia.

Sí, trabajo todo el año dando clases de teatro para niños en colegios y tengo un taller para adultos que tal vez no tienen la vocación, pero llegan con un deseo postergado o con la idea de “quiero expresarme” o “necesito un espacio diferente”. Con los años las personas dejan de jugar, y es una actividad muy liberadora. La posibilidad de ser otro durante un ratito y creértelo está buenísima.

En Zombi manifiesto hacés de un militar y de una administrativa ligada a ese militar.

La historia de la obra es la de dos jóvenes que van a un cementerio a leer el Manifiesto Comunista y otros libros marxistas a los muertos. Y eso hace que empiecen a suceder cosas, como que las tumbas se muevan o que aparezcan pedazos de cuerpos.

El gestor de ese panteón es un militar retirado y su hija está a cargo de la administración del lugar.

Lo interesante de Santiago Sanguinetti es que pone a milicos a preguntarse dónde están sus muertos, y creo que eso arrima a mucha gente que no tiene mucho contacto con el tema; hace pasar por ahí a Gregorio Álvarez y pone a un militar muerto a que se aprenda el Manifiesto y lo recite de memoria como sólo lo puede hacer Rogelio Gracia.

La obra tiene momentos de humor, pero reconozco que el militar que interpretás me dio miedo.

Es que da. Porque aparte hay voces que resuenan, y decís: “No puedo creer que esta demencia haya sido dicha por alguien de verdad”.

¿Cómo se llega a esa fibra para llevarla a escena?

Viendo gente de verdad. Hay gente que piensa así. Está el discurso del Goyo Álvarez: “¡Pedir perdón! Antes caer de espaldas que de rodillas”, dijo. Para mí el tema de los desaparecidos no les pasa a otros, nos pasa a todos los uruguayos. La violación de los derechos humanos nos pasa a todes, no es cuestión de algunas familias.

Yo me crie en la dictadura, y en el liceo viví ese híbrido en el que había profesores asignados por los que habían destituido, y en el liceo nos daban clase con un manual de historia, de esto y de lo otro. No había bibliografía del docente. También viví el primer gobierno de Sanguinetti, que también fue complejo. Veías las chanchitas y los militares salían declarando impunemente en los medios. Entonces eso está ahí, no muy lejos, para ir a buscarlo. Hoy por hoy, el Parlamento está replicando esos discursos.

¿Cómo se logra el equilibro entre la energía de un personaje de ese tipo y la rigurosidad y complejidad del texto de la obra?

En este caso, el humor hace las cosas más fáciles, creo. Pero además son personajes tan ridículos que eso también te ayuda. Es una obra que se nutre de la respuesta del público, de ahí también viene la energía. Personal y profesionalmente es como una acrobacia de la actuación que me desafía.

Organizamos un foro muy interesante con la obra y hubo gente que se sintió muy afectada con la descripción de las torturas, por ejemplo, y ahí nuevamente nos devolvieron la importancia del humor.

Estoy ensayando otra obra que se llama Tocar a un monstruo [de Gabriel Calderón], que es durísima. En obras así, emocionalmente pasás por muchas cosas, pero es necesario. A mí me interesa meterme en proyectos que me exijan y que también exijan al público; es como “bo, acá hay que reflexionar” El teatro tiene una función de alerta ante la aparición de monstruos y zombis; el teatro te tiene que interpelar, por lo menos el que yo elijo.

El público y la crítica siempre destacan la forma en que te plantás en el escenario. ¿De quién lo aprendiste?

Yo creo que algo de eso había desde el principio, algo innato de lo que no soy consciente. Pero, sin dudas, tuve personajes que me enseñaron mucho. Antonio Valdomir, mi primer profesor en la EMAD, era muy duro. Con él aprendí cómo pisar el escenario. Todavía recuerdo sus correcciones. Otra fue Nelly Goitiño, una maestra de la técnica y de la disciplina artística. Con Nelly Pacheco estudié canto, pero ella tenía una visión integral del arte. Todos ellos eran docentes que no regalaban nada. Si habías hecho algo bien te lo decían y si te equivocabas, te caían.

Pero me acuerdo de aquel teatro en la escuela donde yo entraba con total decisión. Era como que me llenaba de energía. Llegaba el momento y era como que me multiplicaba, y veía a otros compañeros que se achicaban. Se ve que nací para eso. Yo no me imagino en otra profesión.

¿Qué recordás de tu trabajo junto a Tabaré Rivero?

A Tabaré lo adoro. Cada vez que nos vemos jodemos con “ahora te quiero de vuelta” o “te pido perdón por algo que no hice”. Lo conocí en el 97, y en el 98 hicimos Putrefashion.

Cuando volví a Uruguay en 2006 estaba muy rota: me había separado y me tocaba atravesar otras circunstancias familiares muy duras. Y me dice: “Si te volvés en mayo, voy a hacer en la Zitarrosa un recital que tiene partes de teatro y me encantaría que estés”. Y volví, con los restos de mi ser, y cuando me subí al escenario, con el público de La Tabaré, que es lo más grande que hay, volvió a latir mi corazón, sentí una adrenalina y un motor en mí que hacía años que no tenía. Eso se lo debo a Tabaré. Es eternamente el “volvió la vida a mi cuerpo, convencete de que es por acá”.

Zombi manifiesto, de Santiago Sanguinetti. Viernes y sábados a las 20.30 y domingos a las 18.00 en la sala Verdi (Soriano 914). Entradas a $ 600. Comunidad la diaria, 2x1.

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