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Hinchas argentinos, el lunes, en la Plaza Roja de Moscú.

Foto: Vasily Maximov

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Garra en Rusia.

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En la medianoche de un lunes y en el centro de Moscú, en medio de un Mundial y en el centro de Moscú, en una convención de turistas futboleros que caminan con distintas camisetas, distintas direcciones y distinta cantidad de botellas de cerveza en la memoria y en el centro de Moscú; nada de eso es lo más extraordinario ni lo más impactante ni lo más inolvidable. En la medianoche de un lunes y en el centro de Moscú, tampoco es lo más extraordinario, lo más impactante o lo más inolvidable tener de fondo al Kremlin, o tener al costado del cuerpo un lugar que pisó el maestro de narraciones Anton Chéjov, o tener bajo las suelas una estación de subte en la que las columnas parecen pertenecer a templos y los mármoles están cerca de las personas. En la medianoche de un lunes y en el centro de Moscú, lo más extraordinario, lo más impactante, lo más inolvidable es que hay un argentino que no dice cómo debería formar su selección hoy en el partido con Croacia.

El argentino se llama Ricardo y cuenta que el Mundial le parece fenómeno y que ojalá cada compatriota suyo pudiera brindar con un alemán del norte y con una belga de Bruselas y con un costarricense de cualquier parte para hablar de partidos de fútbol, de amores extraviados o de verse en el próximo Mundial. Cuenta, además, que va a la cancha en Buenos Aires cada dos semanas; que le encanta que los hinchas argentinos caminen por Moscú vestidos de argentinos; que hizo toda la fuerza del universo para que su equipo le ganara a Islandia en el estreno pero siempre se acordó de que esa fuerza no era la que iba a hacer ganar al equipo; que juntó mango tras mango para arrimarse a las memorias de la Moscú comunista y de la Moscú católica y de la Moscú de cualquier tiempo en el medio de una fiesta del fútbol; que está preocupado porque en una de esas su país se va más al carajo que el carajo. Y que nada de eso le da derecho a decir cuáles son los diez futbolistas que deberían rodear a Lionel Messi en su sudor sobre los yuyos rusos.

“Vivo en un país en el que hay un deporte adentro del deporte: decir quiénes tendrían que ser los titulares del equipo”, dice, sin indignaciones y sin coincidencias, Ricardo. Certero: tres metros a su izquierda, una argentinita de cabellos larguísimos detalla por qué la salida a ciertas anemias ofensivas de la celeste y blanca se resolvería poniendo a Cristian Pavón por Ángel Di María, mientras que, a nada de sus cabellos, un argentinito de cabellos casi cortos retruca que sólo si el entrenador se anima a poner juntos a Sergio Agüero y a Gonzalo Higuaín, dos goleadores, llegarán, uno tras otro, los gritos que alegrarán a una patria.

El entrenador no es ni ese argentinito ni esa argentinita, sino Jorge Sampaoli, quien nunca imaginó que su apellido sería mencionado más seguido en las peatonales del centro de Moscú un lunes de noche que entre los 45.000 habitantes de Casilda, su ciudad natal y santafesina. “Sampaoli necesita volver a la línea de 3”, “si Sampaoli sigue con el doble 5 estamos jodidos”, “me parece que Sampaoli está convencido de que Mercado nos va a dar más seguridad defensiva” son algunas de las consideraciones que argentinos esparcidos en las arterias de una ciudad grandota sueltan como si el fútbol fuera un llavero y ellos, cada uno de ellos, dominara el secreto que posibilita abrir cualquier puerta.

Ricardo no. Ricardo prefiere compartir que lo entusiasma viajar a los mundiales detrás de la selección celeste y blanca, y se preocupa moderadamente cada vez que el panorama se instala entre el aliento y el desaliento. “Si los directores técnicos opinaran sobre cómo tengo que hacer mi trabajo, me ofendería bastante”, enfatiza, al tiempo que, a dos mesas de su mesa y a tres cervezas vacías de su cerveza a medio concluir, una señora y un señor de Alemania brindan una vez más por el sueño de recuperarse de la derrota frente a México y no envían ni a los vientos ni hacia las mesas próximas la más mínima sugerencia destinada al orientador de su equipo nacional, Joachim Löw.

Cinco muchachos que deben ser los mejores entre los mejores de alguna escuela de música descosen cuerdas y percusiones con sus talentos notables. En la medianoche de un lunes y en el centro de Moscú, los aplauden personas de diez naciones. También unos cuantos argentinos y unas cuantas argentinas. “El violinista es muy parecido al Huevo Acuña –observa uno de esos argentinos–, ¿no debería Sampaoli poner al Huevo Acuña contra Croacia?”. Ricardo mira y escucha a los músicos, Ricardo mira y escucha a esas gentes. Luego mueve la cabeza para un lado y para el otro como diciendo lo que, al cabo, termina diciendo en la medianoche de un lunes y en el centro de Moscú: “Así fuimos, así somos: no hay nada que hacer”.

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