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Blusa bordada con la cara del presidente ruso Vladimir Putin en una tienda de Ekaterimburgo, el 18 de junio.

Foto: Jorge Guerrero, AFP.

Lejos de la revolución

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Una mirada a Rusia, mientras esperamos por volver a ver a Suárez y Cavani.

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Es el día de la inauguración de la Copa del Mundo y Moscú lo sabe. Rumbo al estadio Luzhnikí, el metro viaja abarrotado de rusos embanderados y rusitos de cachetes pintados. El parque que rodea al viejo escenario olímpico y se recuesta sobre el río Moscova colecciona atuendos de los países más diversos, hinchas con pinta de turistas, periodistas con acreditaciones al cuello y promotoras de los patrocinadores oficiales. La alegría futbolera disimula la tensión de los funcionarios, presionados por el cuidado de cada detalle. Unos son amables y otros ladran. La estatua de Lenin que Ariel Scher describió en esta misma Garra hace unos días le da la espalda al coliseo. De un lado y a sus pies, unos pibes con chalecos naranjas achican en medio del laburo. Del otro y más arriba, se lee el cartel “FIFA World Cup”. La cuestión del trabajo y el capital se mete a los codazos en la postal, aunque en la Rusia de hoy ese partido parece resuelto por una goleada parecida a la de la jornada inaugural.

No faltará el que me diga que ganar no necesariamente implica jugar bien, como sabemos los uruguayos tras conseguir las dos victorias mínimas que nos pusieron en octavos de final. Y es cierto. La Rusia capitalista del siglo XXI acumula peso en el tablero global pero sus niveles de desarrollo siguen siendo inferiores a los de buena parte de los países ubicados del otro lado de la vieja cortina. Su conducción política gobierna con mano de hierro y amplio apoyo, mientras desoye denuncias de corrupción y persecuciones varias. Con una valentía conmovedora, los colectivos LGBTI dan su pelea a sabiendas de que la paliza puede esconderse a la vuelta de cualquier esquina. El sentido común predominante se nutre de un conservadurismo social que tuerce la mirada hacia la iglesia ortodoxa rusa (ver la columna de Nicolás Iglesias Schneider). Las cúpulas doradas se repiten por los barrios de Moscú, donde la Catedral de San Basilio interrumpe el paso en el corazón de la mismísima Plaza Roja. Singular e indiscutible, su belleza posiblemente le haya garantizado un lugar a prueba de revoluciones, a sólo metros del Kremlin y del mausoleo de Lenin. Distinta suerte corrieron otros templos, como el que fue demolido cuando Stalin planificó levantar el Palacio de los Soviets, que hubiera sido la octava y más alta torre de un imponente conjunto finalmente conocido como “Las siete hermanas”. En los rascacielos estalinistas habitan dos hoteles, dos edificios de apartamentos, la Universidad Estatal de Moscú, el Ministerio de Asuntos Exteriores y otras dependencias. Nunca concretado, el octavo cedió su lugar a una piscina popular más adelante clausurada: ya en tiempos de Yeltsin, la iglesia ortodoxa rusa recuperó el predio para construir su sede. Final con chiste ideológico.

El cemento es testimonio y consecuencia de las distintas etapas históricas. Majestuosos edificios zaristas que pasaron a dominio público en la era soviética hoy cobijan apartamentos particulares o refinadas galerías con aires europeos. Explícitas, hoces y martillos se multiplican en palaciegas estaciones de metro y fachadas tan altas como la de la Duma, donde los objetivos comunistas no van más allá de constituir la minoría mayor. Implícitas, parecen estar en el ADN de los bloques de 20 pisos que crecen como hongos ni bien se sale del enorme centro histórico moscovita, entre avenidas anchas, autopistas y un parquizado que matiza la grisura. Es ahí, recién ahí, donde se empieza a olfatear una realidad distorsionada por la pulcritud de las instalaciones mundialistas y la onda de los bares chetos en los que la cerveza corre entre goles rusos a la hora del after office. Y es entonces cuando la barrera idiomática se vuelve un obstáculo que dificulta cualquier intento por averiguar o entender: el inglés parece ser el último prisionero de la Guerra Fría, casi no funciona si no es con jóvenes. Para todo lo demás, están las señas y las palabras clave. Un tachero nacido en Georgia me sonrió orgulloso cuando le jugué el nombre de Stalin como quien suelta un comodín. A las cuadras, reaccionó parecido cuando le nombré a Putin.

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