Hebe de Bonafini nació en Ensenada en 1928, hizo sólo la primaria y se casó a los 14 años con Humberto. Con él tuvo tres hijos, Jorge Omar, Raúl Alfredo y María Alejandra. El 8 de febrero de 1977 su hijo mayor, Jorge Omar, fue secuestrado y desaparecido. El 6 de diciembre corrió con la misma suerte su otro hijo varón, Raúl Alfredo, y en mayo del siguiente año también fue desaparecida la esposa de Jorge Omar, María Elena. Hebe fue la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo desde que se consumaron las desapariciones y dejaron de ser sendos secuestros. Dice que antes de todo aquello, la información le llegaba a duras penas, que era una ama de casa común y corriente y que la situación política y económica del país le era bastante ajena. Subió al escenario con Sting y con U2, y con Diego se regalaron unos cuantos mimos, como una abuela a su nieto que hace goles el domingo pero, sobre todo, es un dios tangible. Hebe murió hace unos días en la ciudad de La Plata sin un atisbo de conocer el lugar donde sus hijos descansan, pero con un peregrinar que sembró una esperanza inclaudicable.
Mohammed Khali Al-Owais nació en Al-Hasa el 10 de octubre de 1991. La ciudad está ubicada en el oasis más grande del mundo, a 60 kilómetros de las playas del Golfo Pérsico. El oasis bordea los Emiratos Árabes Unidos, Qatar y el sultanato de Omán. Habitada desde tiempos prehistóricos de la Arabia preislámica, Al-Hasa fue una región disputada desde aquellos tiempos. Primero por los qaramitas, que dejaron su lugar a los uyuníes, apoyados por los yabríes hasta 1521, cuando fue invadida por los portugueses. Pasó al imperio otomano, fue restituida por el primer estado saudí, pero volvió al imperio y así, hasta que en 1913 el primer rey de Arabia Saudita la anexó a sus dominios. En 1938 descubrieron petróleo. Mohammed Khali Al-Owais se crio con los mundiales de 1994 en Estados Unidos, 1998 en Francia, 2002 en Corea y 2006 en Alemania. En todos esos mundiales, Mohamed Al-Deayea, la Araña Negra del desierto, se destacó por sus pantalones largos y su exótica elasticidad.
Hervé Renard sólo jugó un partido en la Primera División francesa desde su debut en 1983 con la camiseta del AC Cannes, que también vestía un joven Zinedine Zidane, hasta su retiro en 1998 con el SC Draguignan. En ese mismo club hizo su debut como entrenador. Acompañó como asistente a su mentor Claude Le Roy en un par de clubes y en la selección de Ghana, y dirigió como orientador principal a las selecciones de Marruecos, Costa de Marfil, Angola y Zambia, con la que ganó la Copa África en 2012. Previo a esa conquista, dirigió al Union Sportive de la Médina d'Alger de Argelia, y posteriormente al Football Club Sochaux-Montbéliard de Francia, con el que peleó el descenso y perdió. Finalmente, en cuestión de clubes dirigió a Lille OSC con una suerte similar y dejó el cargo en los últimos bares de la tabla.
Renard paró un equipo corto: la defensa se separaba de la delantera por apenas 15 o 20 metros. La defensa, alerta como un corredor de posta, jugó con la línea todo el partido. El sostenimiento del equipo en tres cuartos de cancha o incluso en media cancha le permitió al seleccionado argentino dos cosas: una, subestimar por demás al rival al sentir unánimemente que no sabía lo que hacía; dos, dar el partido por ganado. Renard jugó con el último truco de la pasión más antigua, que es la empresa más moderna. Jugó con la ansiedad del adicto. Con amor de cuadro chico.
Gustavo Kuffner es periodista y relator. Nació en Tigre el 31 de diciembre del turbulento 1978, año del Mundial de Jorge Rafael Videla y Mario Kempes, previo al Mundialito de 1980, en los albores del Diego. Este es el sexto Mundial que relata, junto a los comentarios del infalible Juan Pablo Varsky. A las 7.10 de la mañana en el Río de la Plata, Gustavo Kuffner gritó el gol de Lionel Messi, que convirtió el primer tanto de su selección en Qatar, por un penal cobrado por una pantalla. En clave de tango, dos futbolistas se enroscaron en pugna por el córner y la pelota derivó a la izquierda, donde el Papu Gómez, que es el mejor de los tangibles, hizo una finta que terminó en foul y tiro libre. Pero el árbitro, haciendo caso a la por cierto leve protesta de Leandro Paredes, que lo reclamó por caprichoso, entendió que este no estaba cerrando el brazo para dejarse caer junto al defensor de verde, y cobró un penalcito con todas las de la ley, aunque la ley en este caso sea una infamia.
Lo mismo pasó en la jugada siguiente con Lautaro, que recibió con una mano en offside un pase bellísimo también del Papu, casi en una réplica de lo que pasaría minutos después, en una jugada memorable del ídolo de Avellaneda. Mientras todo esto pasaba, en la televisión Gustavo Kuffner hablaba de lo arriesgado del planteo de los árabes. El relator incluso llegó a decir al aire “¿Qué te pasa?” cuando un rival tuvo un careo cercano con uno de los suyos. Alcanzó a decir que el estadio era como la esquina de un barrio o como cualquier cancha argentina, y sostuvo que los árabes no iban a poder bancar el ritmo de su selección. Se preguntaba: “¿Hasta cuándo van a aguantar el ritmo?”.
Habló de la cantidad de partidos invictos y de consumar lo pergeñado en tres años de siembra. Estaba ansioso Kuffner, muy ansioso, estaba viviendo el deseo como una consumación, una especie de paja cultural; eso lo llevó a subestimar al rival, a ser hasta irónico. La estantería es toda de vidrio, y el ruido del crujir cuando se cae es un estallido extasiante. Pero si se te cae arriba, te corta.
El relator siempre habló del debut de Argentina y no de Arabia, nunca resaltó el planteo del director técnico francés y su performance, y terminó diciendo que valía el empate “de cualquier manera”. Se quejó de las patadas casi como Lautaro del estilista, y protestó porque un equipo como Arabia Saudita, con todo lo que lo menospreció, hacía tiempo. Tampoco dijo nada de ninguno de los Mohammed y ni siquiera nombró a Diego. Por supuesto, ni él, ni Messi ni nadie, nombró a Hebe de Bonafini.