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Luis Suárez, durante el partido ante Ghana, el 2 de diciembre, en el estadio Al-Janoub en Al-Wakrah, al sur de Doha. Foto: Khaled Desouki, AFP

Guitarra negra: La heroicidad celeste de Luis Suárez

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Apuntes sobre el Mundial | Rómulo Martínez Chenlo.

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Hago falta
Yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco
Si no estoy
Siento que hay un sitio para mí en la fila
Que se ve ese vacío, que hay una respiración que falta
Que defraudo una espera
Siento la tristeza o la ira inexpresada del compañero
El amor del que me aguarda lastimado
Falta mi cara en la gráfica del Pueblo
Mi voz en la consigna, en el canto, en la pasión de andar
Mis piernas en la marcha, mis zapatos hollando el polvo
Los ojos míos en la contemplación del mañana
Mis manos en la bandera
En el martillo, en la guitarra
Mi lengua en el idioma de todos
El gesto de mi cara en la honda preocupación de mis hermanos.

Mientras me bajo del ómnibus de prensa que me ha llevado en una hora desde el Centro Nacional de Convenciones de Qatar (QNCC por su sigla en inglés) al estadio Ahmad Bin Ali, el más al centro de este pequeñísimo país, siento una rara sensación, bastante indescriptible, pero de dolor lacerante, de ausencia, de resignación, aunque asimismo es una señal viva, emotiva, de que la vida sigue, el Mundial sigue, el fútbol sigue, y ahí estoy entre jordanos, brasileños y alemanes bajándome de un bondi apretado para ir a ver a los argentinos, siempre los primos queridos de la infancia, los del otro tercero del liceo, los vecinos de enfrente, los amigos de los amigos.

Al bajar, aquel enorme templo pagano con sus mutantes colores, rojo, blanco, azul celeste, me atrapa, me invita, me libera, y por ahí se cuela la última enseñanza de mi viejo, zitarrosista de la primera hora, en tránsito no retornable hacia la muerte física, acerca de la finitud de la vida pero lo infinito de sus sensaciones.

En el nómada trayecto de cuadras desde el ómnibus hasta la infame zona de escáneres y revisiones de visita carcelaria para llegar a la zona de prensa, me voy aflojando, liberando y tratándome de unir, sin que sea liberación absoluta, en otra ilusión ajena que me permita reengancharme en el alma del fútbol.

Cuando entramos a los corrales y bretes humanos para desembocar tras una tortuosa y lenta marcha en espiral en el tubo de seguridad, siento que se me cruzan Zitarrosa con Luis Suárez.

Algo, una perturbadora música, una frase que decodifico en spanglish, o hasta una risotada muy suelta de cuerpo de un derrotado, me lleva más hacia el Zita que hacia el Luis, pero yo los junto, como no se pudieron juntar, como Alfredo seguramente lo hubiese creado zurciendo su magnífica condición de heroico humano lleno de virtudes y miserias.

Siempre

Cuando en 2014 perdimos inesperadamente con Costa Rica, al otro día me pasé encerrado en mi austera habitación de hotel en Fortaleza escribiendo y escuchando a Piazzola. Recién un día después, ya en nuestra pensión en Sete Lagoas, pude salir solito de mi letanía, pero en realidad fue por Alfredo, que a través de Sandro, primero, Cattani después, y de mí también, fue programado una y otra vez, mientras los tres trabajábamos, comíamos, charlábamos en nuestros escritorios camas, en nuestro cuarto living cocina. Una y otra vez, los 16 minutos con 23 segundos que van desde el sonido de la primera cuerda hasta el arpegio final, de un tirón.

Cuando Zitarrosa se impuso con su guitarra negra en aquel lugar de un ignoto pueblito de Minas Gerais, la vida estaba resuelta. Después vino el Luis con su heroico retorno ante Inglaterra y el partido de todo o nada (todo y nada) contra Italia.

Ahora estoy acá, tan lejos de las Aguafuertes del Zita, tan dolido por mí y por el Luis, por nuestra eliminación por justa o injusta causa, porque no hay más Uruguay, porque hace tiempo que se terminó el anciano venerable de sabiduría y ceño fruncido, y lo hemos cambiado por este joven conductor de traje y championes, que le responde a la prensa lo que ellos quieren oír, porque las competencias son así, unos ganan y otros pierden, unos se quedan y otros se van, pero la vida es distinta.

Cuando pasó lo que pasó, el gol coreano, la eliminación por no haber podido resolver en forma las competencias anteriores, aun con el claro concepto de que es una contienda entre protagonista y antagonista y casi siempre uno se va a imponer sobre el otro, yo estaba quieto en mi escritorio. Ni escribía lo que iba a escribir, ni borraba aún lo que inevitablemente nunca se imprimirá, hablando de un mañana que ya no existía. Ahí fue que lo vi llorar, ahí fue que supe que esto no ha terminado, que él está y que siempre una le va a quedar y nos va a sacar de los pelos de un lugar en el que no queríamos estar. Es un renacer permanente enancados en su propio renacer. La racionalidad superada, la expectativa truncada por la biología, y ahí todo se convierte en una cuestión de fe, en un sincretismo que se concreta a través del Luis, el que todo lo puede, aunque no pueda, la deidad imperfecta, el héroe perdedor, el semidiós uruguayo.

La celeste lo es todo, y Luis Suárez mi profeta

¿Cuál es el fenómeno que hace que un muchacho del que yo podría ser su padre me imante con tanta intensidad, como para creer en él como una deidad, como un héroe?

Una de las razones por las cuales estoy escribiendo desde Doha es por él. Pienso que es difícil de creer, o que es una vueltita que yo mismo le quise dar para venir a fajarme en la cancha del Mundial, atravesando medio mundo con las dificultades que puede tener cualquier laburante uruguayo, pero es cierto. Yo pensé, sentí, creí, y no me arrepiento, que en mi penúltimo cuarto de hora en la cancha de los mundiales tenía que estar cerca de Luis y sus compañeros. Acompañar aunque las gambas no me den ni para hacerle un mediocampo con las mejores ilusiones. Yo me vine hasta acá saltando de aeropuerto en aeropuerto arrastrando la valija de otros sueños, porque sabía que al Luis siempre una le iba a quedar. Y claro que le quedó, y cuando no había más que hacer que salir a resolverlo todo, ahí estaba él con la cinta de capitán, con su armadura del Cid Campeador, deshecho pero entero, añoso pero vital, ancho pero fino. Fue el Luis Alberto Suárez, el Gordo, el Lui.

Y una vez más, por enésima vez, su esencia lo llevó a esa posición que nunca pidió, pero que siempre asumió, y no sólo cerró bocas y tapó hirientes descalificaciones de aficionados que parecen tener más la esencia de un tiktokero o un youtuber que la del verdadero hincha, sino que sin sacar la boquilla, sin entrar en el conventillo, sin hacer lo que no se debe hacer con la celeste, asumió, cargo y ejecutó con sus actos la expectativa real y responsable del fútbol uruguayo.

Ha dicho y escrito el profesor Gabriel Quirici que Suárez tiene la estela de los próceres sudamericanos, siendo grande, y en derrota pero amado por la historia popular. Suárez, con la 9 celeste en pecho y espalda, es el mejor de mi mundo, el mundo que cambia todos los días, el mundo que es como un partido de fútbol, con caras serias, sonrisas, responsabilidades, éxitos, fracasos y sublimaciones.

A veces resulta extraño, pero no ajeno, advertir que estamos siendo testigos directos de una historia, que en el presente, ya está siendo vivida como algo épico, aun en la derrota. Ni se les ocurra hablar de despedidas, o de ya está, o de ciclos cumplidos, y sean respetuosos con el futuro: mientras pueda estar en una cancha, el Luis siempre será nuestro héroe.

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