Hace muchos años, cuando iba al liceo, descubrí, antes de entender lo mínimo de Física, cómo podíamos coexistir en dos dimensiones que se tocaban pero eran distintas. El asunto es así: mi Cutcsa o Cooptrol, el primero que pasaba, demoraba 18 minutos de mi parada a la parada más próxima del liceo, por lo que inevitablemente mi viaje a las aulas duraba entre 22 y 25 minutos.
Cuando tomaba el de 25 vivía mirando la esfera de mi Orient a ver si las agujas del minutero se acompasaban con mi expectativa y ansiedad hasta que, pasados algunos meses llenos de expectativas frustradas, entendí que cuando subía al bondi entraba a otra dimensión, con una unidad de tiempo y de movimientos distinta de la del otro lado de la ventanilla.
Lo mismo sucedía en el Parque Capurro, donde unos cientos de personas separadas por la afición a su equipo y por 80 o 90 metros de tribuna a tribuna, estaban en su mundo, el mundo y la dimensión de los sueños, de las esperanzas y hasta de la fe, en los primeros minutos de sus smart watch, mientras del otro lado entraban y salían cientos, miles de personas en autos, ómnibus y camiones. Estos no sólo tienen otra unidad de tiempo tras sus ventanillas, sino que la mayoría ni se entera de que ahí –de donde parece escaparse una pelota mientras ellos están llegando o yéndose– se estaba jugando una instancia única y emocionante, casi una final del mundo, sin que el mundo se enterara, a menos que el mundo sean los cientos de hinchas de Uruguay Montevideo –que nunca en su hermosa historia jugó en la A– o los cientos del Juve –todos, desde el octogenario que pensó que iba a espichar sin verlo hasta los más guachos que todavía van a la escuela– que han visto al equipo del barrio Obelisco de Las Piedras jugar en primera antes de tener tribuna grande –primero– y shopping –después–. Si hasta la Sudamericana jugó.
Disculpe lo presuntuoso y excluyente, pero no cualquiera puede entender la dimensión de una final del mundo de la B. Hay que tener años de cicatrices, de cementos chuecos y alambrados vestidos de óxido, mates lavados, grasa de tortas fritas y vino suelto para entender lo que representan las tardes de la B. Estos que estaban, estos que esperaban, estos que soñaban lo entendían. Miles de sábados de tarde, de tangerinas, de rifas de tortas y camisetas, de puteadas, de alegrías, de goles gritados de atrás del arco, de mioncas u ómnibus con paradas perdidas. La dimensión desconocida de los otros es por años nuestra vida hasta que un día los que están adentro sudando la camiseta, que es el eslabón que une esa pasión con sueños y frustraciones, te hacen piecito y te hacen zafar del limbo de la B para que vivas el paraíso de los domingos en la A.
Ahí irá Juventud, al final.