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Damián Fernández y Valentín Gómez, de Vélez Sarsfield, celebran tras el gol de Fernández ante Huracán, el 15 de diciembre, en el estadio José Amalfitani, en Buenos Aires.

Foto: Alejando Pagni, AFP

Vélez, como en sus mejores épocas, campeón del fútbol argentino

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Resistió a las frustraciones, venció a Huracán y construyó una alegría justa.

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Ahora Vélez cabe exactamente, por encima de cualquier otra cosa, en una frase más citada que aceptada del entrenador que lo sacó campeón en 1998. Ahora, mientras celebra y celebra en su estadio de Liniers, que fue sede del Mundial de 1978 y de tantas hazañas, mientras sus hinchas se pellizcan la felicidad que les besa cada poro, Vélez ejerce aquello que dijo Marcelo Bielsa: “Aunque les resulte imposible, no reclamen nada. Traguen veneno. Acepten la injusticia que, al final, todo se equilibra”. Eso le ocurre a Vélez, merecidamente contento: cuatro días después de perder la final de la Copa Argentina, en la que algunos familiares de los jugadores soportaron agravios en las plateas, venció a Huracán 2-0 y es el campeón del fútbol argentino.

Vence debajo de una luna llena que parece dibujada para Vélez, vence con Claudio Aquino –autor del primer gol– como eje de un fútbol de aplausos, vence con José Luis Chilavert, Julio Falcioni y Carlos Bianchi, todos próceres de la institución, sonriéndole a esa luna desde sus asientos. Vence un año y diez días después de evitar el descenso a la segunda categoría, vence a media temporada de que su plantel de muchachos de pocos cumpleaños y alto arraigo con esa camiseta se consagraran subcampeones tras pelearle una final a Estudiantes – “Traguen veneno, al final todo se equilibra”–, vence con un segundo gol convertido a Huracán por el defensor Damián Fernández (sangre de la siembra de Vélez y expulsado en aquel desenlace con Estudiantes), vence con el montevideano Michael Santos esparciendo sus dotes de delantero en el último rato de cancha, vence porque Talleres –el antagonista con el que compartía el liderazgo– cae en su Córdoba frente a Newell’s, vence con medio equipo forjado en los pastos anónimos de sus divisiones jóvenes, vence aunque en las últimas fechas se le incomodaron los sueños y las digestiones porque le costó ganar partidos abrumado por cansancios. Vence Vélez, vence. Y después de vencer, festeja.

Acaso nada o nadie transparenta que Bielsa tenía razón como uno de los pibes de Vélez. Como Valentín Gómez. Con apenas 21 junios en este diciembre, con sólo dos decenios hace poquito, vio cómo el castillo de naipes de la vida se le derrumbaba cuando se frustró, por alguna cuestión de salud, su desembarco en River. Tragó veneno, seguro que bastante, y descolló en la ruta bien jugada de su equipo hacia la gloria, una ruta que casi cerró lagrimeando porque un patadón en la cabeza lo sacó del césped antes de hora en el partido de cierre. Tragó veneno, seguro que más que bastante, Gustavo Quinteros, el entrenador en la cumbre, 59 años, casi una existencia afuera de su patria, modelador paciente, a pesar de cada pesar, de un conjunto que atrapó lo que, sudor más sudor, jugada más jugada, construyó con calidad y con eficacia.

Vélez vence y, en tanto vence, reivindica una tradición gigantesca del deporte argentino: es un club. Un club que sobresale entre los clubes. Un club que emblematiza lo contrario a aquello que propugnan las megacorporaciones del planeta que multiplican negocios a partir de la pelota y lo que impulsa el gobierno de Javier Milei. Un club de los socios y de las socias que referencia la resistencia a los intentos privatizadores que signan esta era. Vélez vence y demuestra que es posible negándose a otro signo de la era: sus dirigentes actuales desmontaron el acuerdo que sus antecesores esbozaron con una casa de apuestas, entendiendo que exhibir el nombre de una firma así implica promover la ludopatía y que un club es, sobre todo, un club, o sea que no hay que hacer eso.

Con la V en el pecho, con miles de nenes y nenas luciendo esa V en diversísimas disciplinas, con una determinación de abrir las puertas a gentes de orígenes anchos, con una escolaridad propia a la que se ingresa balbuceando y de la que se egresa esperanzándose con una profesión, con resistencia para sobrellevar la lesión a pocas fechas de la expiración de su joya Thiago Fernández, este Vélez hereda y sostiene un legado que labró su presidente mayor, José Amalfitani. Ese es un nombre que este costado del Plata se enuncia invariablemente de pie: el Día del Dirigente se festeja en su honor. Claro, el tipo fue –y sigue siendo en tantísimas memorias– la vida por el club.

Mempo Giardinelli, un gran escritor argentino, entretejió un cuento hermoso al que tituló “El hincha”. Es un homenaje a su papá, Amaro, muy de Vélez sin ceder nada de esa identidad aunque los vaivenes argentinos lo enviaran a residir lejos, más que lejos de Liniers, en las entrañas del Chaco. Allí anota: “Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que los muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield”. Hinchas como ese hincha, corazones como ese corazón, están sintiendo eso: habrán tragado veneno, pero el mundo o su mundo se llama, ahora, sí, ahora, precioso ahora, Vélez Sarsfield.

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