Hace tan sólo unos días, el Napoli obtuvo el cuarto scudetto de su historia. En sus filas contó con el jugador de la selección uruguaya Mathías Olivera, que repite la gesta de coronarse campeón de la Serie A con los azzurri como lo hiciera hace dos temporadas. Esta racha que suma campeonatos y presencia en torneos internacionales pareciera ser normal en el equipo napolitano, pero tuvieron que pasar seis décadas desde su fundación para que la gloria llegara al sur, y en eso mucho tuvo que ver lo que Ciro Ferrara consideró como una revolución.
Esa es la palabra con la que da inicio al libro Ho visto Maradona: y aquí digo la verdad (Granica, 2020). En alguna otra ocasión el término puede tratarse de una palabra al barrer o una hipérbole, con el peligro que implica vaciar el concepto de contenido. Sabemos que revolución es un término con espesura, cargado de potencia. Y si bien esta noción nos remite a diferentes episodios clave de la historia de la humanidad, Ferrara, de un modo intencional, apela a esa noción para enmarcar lo que significó la llegada de Diego Armando Maradona a la ciudad de Nápoles.
El quiebre se produjo el 30 de junio de 1984, cuando el astro argentino firmó con la entidad de San Paolo. Ese mismo día el autor del libro ganaba su primera final contra la Fiorentina, en la categoría sub 17 del equipo napolitano. Algunos días después fueron premiados en el estadio del club ante 70.000 espectadores. La razón iba más allá del logro de los juveniles: el flamante fichaje era presentado ante los aficionados. Maradona, con 23 años, y el renombrado zaguero que supo defender durante años a la azzurra y a la Juve se dieron su primer apretón de manos. En menos de un mes ambos compartieron la primera concentración de pretemporada con el primer equipo. Allí dejaron asentados los cimientos de una amistad que trascendió los siete años durante los cuales defendieron la misma camiseta y que duraría hasta los últimos días del 10.
Ferrara cuenta desde una perspectiva privilegiada cómo fue el suceso revolucionario que implicó el arribo de Maradona. El aire de esperanza que sopló a los pies del Vesubio, en ese paraje olvidado en el sur de Italia. La zurda de Maradona fue la abanderada en esa cruzada que permitió un cambio de mentalidad en el equipo, convenciéndose de que eran capaces de ganar.
Luego de las primeras dos temporadas con sabor a poco, Maradona renovó la fe de los suyos luego de regresar en el verano europeo del 86 como campeón del mundo. No se trató únicamente de la destreza futbolística, sino que los detalles fueron asimilados por sus compañeros, como las ganas y la convicción, la irreverencia ante los dirigentes al momento de pelear por dineros para los más jóvenes que aún no tenían un contrato; gestos como los de jugar un partido a beneficio de un niño en un campo hostil para las piernas de un profesional, padecer infiltraciones tan dolorosas como las patadas que recibía, sacudirse las derrotas y volver a intentarlo hasta que el gran día llegó en mayo del 87 y el Napoli por fin pudo dar una vuelta olímpica.
El zaguero que fue protagonista de ese campeonato histórico también se detiene a observar otras capas del ídolo, su ídolo, de quien además de compañero y amigo fue vecino. Analiza las aristas humanas del nacido en Villa Fiorito, quien se empapó de la idiosincrasia napolitana al punto de convertirse en un scugnizzo [niño de la calle] más. Tampoco esquiva el bulto para abordar la complejidad de una personalidad poliédrica, cargada de claroscuros, de quien recuerda cómo, en el día de ese primer campeonato, “saltaba en medio del campo sin motivo, como un niño, en perfecto equilibrio y con el entusiasmo que a partir de entonces poco a poco comenzaría a abandonarlo”.
Esta sentencia, como apéndice del primer episodio de gloria para el equipo, dio cuenta de lo que vendría en los años siguientes, cuando se intercalaron triunfos históricos en lo deportivo, como la obtención de la copa UEFA en el 89 y el segundo scudetto en el 90; con tensiones y polémicas permanentes. Problemas en la vida privada, ausencias en los entrenamientos y excesos, momentos que el propio Ciro aprovecha para interpelarse por no haber hecho más en función de ofrecerle contención al capitán y lanzarle un salvavidas.
El autor dice que Maradona fue el “faro guía de un pueblo herido”, a quien convirtieron en dios y terminó yéndose solo, en penumbras, luego de que cayera sobre él una sanción de dos años por antidoping positivo. Sin embargo, los caminos del Diego y el zaguero volverían a cruzarse, en sus respectivos partidos de despedida. Tanto en la Bombonera como en el San Paolo, cuando Ciro colgó los botines a sus 38 años de edad en un partido entre la Juventus y el Napoli. En esa ocasión, la ciudad se puso de pie para recibir y ofrecerle su redención al héroe. El estadio vitoreó su regreso, para enmendar aquella triste partida de principios de los 90, porque, como dijo el propio Maradona, quien ama no olvida.