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Ramiro Alonso

Impuesto mínimo global: volante rígido, acelerador flexible

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Leído por Andrés Alba.
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La agenda global desafía permanentemente a un país como Uruguay. Es lógico. Somos una economía pequeña con vocación de integrarse al mundo. Aprendimos en la segunda mitad del siglo XX que “desarrollarnos hacia adentro” era inviable en una era de progresiva interconexión.

Para un país de nuestra dimensión, con una inserción externa frágil por su especialización productiva y su localización geográfica, las tendencias de las políticas públicas internacionales no pueden ser ignoradas.

La agenda política global está dominada hoy por dos grandes desafíos. Por un lado, los que derivan de la crisis provocada por la pandemia que comprenden un aumento de la pobreza (sobre todo en países emergentes), un elevado endeudamiento público y una mayor inflación. Por el otro, los asociados a procesos en curso antes de la pandemia. Entre ellos la afectación severa del medio ambiente, la consolidación de China como potencia y el debilitamiento de la cohesión social en Occidente.

En ese contexto, la agenda global bascula entre espasmos proteccionistas de los populistas e iniciativas políticamente correctas que impulsa el mainstream político. El impuesto a la renta mínima global es parte de la agenda de estos últimos en el marco de los desafíos fiscales que la gestión de la pandemia ha puesto sobre la mesa.

El impuesto a la renta mínima global es una iniciativa inspirada en ideas largamente impulsadas por organismos asociados a países desarrollados. Su fundamento es desincentivar el arbitraje tributario. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE),1 esta práctica es negativa porque puede crear competencia desleal entre estados, distorsionando el comercio y los flujos internacionales de inversión. A su vez, muchos entienden que el arbitraje tributario es funcional a prácticas de negocios opacas que deben ser desalentadas, entre otras cosas, porque fomentan la inequidad a nivel global.

La OCDE ha promovido por décadas la idea de sistemas tributarios basados en gravar la renta mundial, algo que ha logrado sumar adeptos luego de la crisis subprime. Es lógico y defendible. Lógico porque los miembros de la OCDE (con excepciones) son exportadores de inversiones. Es defendible desde una perspectiva global, porque los regímenes que gravan bajo el principio de la fuente se pueden prestar para desviar inversión, alentando, eventualmente, patrones globales de inversión subóptimos.

Uruguay, al igual que otras jurisdicciones, sigue aplicando el principio de la fuente y mantiene regímenes de excepción para el tratamiento tributario a la renta de corporaciones y personas. Debido a ello, su régimen tributario es mirado con cierto recelo desde diversos foros internacionales.

Desde siempre, la posición de Uruguay en la materia se ha fundado en la necesidad de captar inversiones para sostener su crecimiento, razón por la cual es racional usar herramientas para atraerlas. Además, como no tenemos capacidad alguna para influir en la gobernanza de la asignación global de recursos del producido de un eventual esquema tributario basado en renta universal, no tenemos mucho que ganar adhiriendo a esquemas que adopten criterios de gravar renta mundial.

A raíz de lo anterior, iniciativas como la del impuesto a la renta global amenazan los fundamentos de la estrategia de inserción externa que Uruguay ha desplegado por casi siete décadas.

Nuestro país tiene probabilidad nula de impedir o eludir un impuesto a la renta global si el mundo se mueve en esa dirección. Sin embargo, al igual que en el pasado, es probable que podamos gestionar las formas y la velocidad a la que adherimos a los cambios que están en curso. Y esto es recomendable desde el punto de vista estratégico y táctico. Lo primero porque no nos conviene. Lo segundo porque apresurarse nos puede hacer renunciar temprana y/o innecesariamente a instrumentos beneficiosos (zonas francas, regímenes tributarios específicos para ciertas inversiones, etcétera).

Como sabemos, las tendencias tributarias globales y los compromisos asumidos por Uruguay en ese marco incluyen otros capítulos. Entre otros, Uruguay debe seguir avanzando en materia de transparencia e intercambio de información y debe adecuar criterios para impedir o restringir prácticas que permiten deducir o exonerar rentas cuando no hay sustancia económica (rentas pasivas seguro y algunas activas, probablemente).

Si bien no integran el contenido de la agenda global, nuestro sistema tributario habilita prácticas que pueden ser interpretadas hostiles por jurisdicciones vecinas como Argentina. Por ejemplo, las que pueden verificarse al amparo del régimen de tax holiday y los requisitos para obtener residencia fiscal. Las recientes modificaciones en ellos (relajamientos) podrían abrir un flanco en la defensa de nuestra posición como jurisdicción cooperante (con observaciones) en los foros globales. En efecto, como ocurrió en 2009, Argentina podría argumentar en esos ámbitos que Uruguay mantiene regímenes tributarios que erosionan su base de recaudación. En la medida que nuestro sistema no cumple plenamente con los estándares globales que están siendo promovidos, cambios como los mencionados podrían debilitar nuestra reputación y capacidad de negociación en temas más de fondo y relevantes para nuestros intereses.

En un contexto internacional como el actual y en el marco de los cambios que Uruguay está promoviendo en materia de inserción externa, es inevitable que debamos sumarnos a las tendencias globales en materia de tributación. Pero no porque nos convenga o porque sea una causa justa a la que debamos adherir. No nos conviene y no está claro que se pueda afirmar con rotundidad que el impuesto a la renta global es justo desde todo punto de vista. Lo puede ser desde la agenda interna de los países industrializados, pero es discutible desde la lógica de un país emergente. A los primeros les es conveniente porque son exportadores de inversión y les puede resultar justo porque el arbitraje tributario habilita que haya agentes que no pagan por todos los bienes públicos que disfrutan en sus lugares de residencia. Sin embargo, no tiene por qué serlo cuando se mira la iniciativa desde la perspectiva de un país que necesita atraer inversiones. Por algo los países industrializados usaron impuestos por períodos prolongados para atraer inversiones durante fases menos avanzadas de su desarrollo.

En consecuencia, navegar en las aguas que la agenda tributaria global nos impone requiere tomar dos precauciones. Primero, debemos procesar los cambios sin prisas. Ello supone que debemos habituarnos a entrar y salir de las listas de países que foros como la OCDE o la Unión Europea elaboran. Segundo, debemos evaluar con cuidado la relación costo/beneficio de los regímenes para atraer inversiones y residentes fiscales. Tiendo a pensar que sus efectos son modestos y que, incluso, su promoción estridente debilita innecesariamente la posición de Uruguay en los ámbitos donde se juega el partido de fondo.

En breve, dado que no podemos controlar el rumbo al que el mundo nos lleva, concentrémonos en no pisar el acelerador y en no atolondrarnos. Hacerlo puede ayudarnos a usar a nuestro favor los desafíos que la agenda global nos impone.


  1. OCDE (1998), Harmful Tax Competition. An Emerging Global Issue. 

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