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Contra la camisa de jean y el pañuelo en la cabeza

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La frase “empoderamiento femenino”, tan rampante estos días, siempre me hizo sentir incómoda. Como no hay una definición monolítica de empoderamiento usaré esta, que pertenece a una convocatoria del programa Fortalecidas de la Intendencia de Montevideo, porque me parece que expone los aspectos principales del concepto: “El empoderamiento es un proceso personal y colectivo de largo aliento que se propone incidir sobre la distribución de poder en las relaciones interpersonales en los entornos más cercanos a nivel personal, familiar, grupal y comunitario. Fortalecidas es un proyecto que busca apoyar propuestas que estimulen y acompañen a las mujeres en el desarrollo de su autoestima y de aquellas capacidades que posibiliten el desempeño de diferentes roles desde la autonomía para que puedan pensarse a sí mismas y proyectarse”.

No puedo dejar de notar un componente condescendiente y constrictivo. Es decir, hay aspectos positivos en el concepto: ganar confianza en una misma y fortalecer las redes de contención es sano, enriquecedor y, de hecho, imprescindible para que la lucha sea sustentable a través del tiempo y no nos consuma física y mentalmente. Pero hay que preguntarse: ¿quién nos está otorgando ese poder?, ¿por qué debemos esperar que nos otorguen poder?, ¿por qué debe limitarse –y esto aparece una y otra vez en campañas de empoderamiento– al entorno más cercano a la mujer, al “nivel personal, familiar, grupal y comunitario”?, ¿ese es el único poder al que deberíamos aspirar?

Desde que el Frente Amplio asumió el gobierno con un programa de izquierda, más allá de si es la izquierda que cada uno quiere o no, y al margen de si pensamos que cumplen con sus premisas o no, hay un debate sobre qué es lo que debería hacer un gobierno de izquierda: ¿se trata de combatir la desigualdad económica –y de la mano de ella otras desigualdades– apuntando a que la riqueza –el poder– no se concentre en unos pocos? ¿O se trata tan sólo de gestionar los recursos que sobran después de que unos pocos se llevan casi todo para repartir lo que queda de una forma más o menos equitativa? Si bien esta columna no trata sobre asuntos político-partidarios, no puedo dejar de ver una similitud entre ese debate y las limitaciones del empoderamiento.

¿Para quién es el empoderamiento? Para los subordinados. Si buscan “empowerment” en Google y miran las primeras páginas de resultados verán que remiten al concepto empresarial de empoderamiento: delegar las responsabilidades de manera más efectiva de forma que los empleados sientan que tienen más poder y, con esa motivación, mejoren la productividad de la empresa. ¿Se les está dando un poder transformador? Por supuesto que no. Ningún empleador cometería esa locura. Lo único que se busca mejorar es la gestión. Pero ninguna gestión, por más buena que sea, tiene capacidad en sí misma para sacudir el statu quo. De hecho las “buenas gestiones” de este tipo tienden a mantener ese statu quo mediante la ilusión de que las cosas se están moviendo cuando en realidad están más atornilladas que nunca.

Hace un tiempo, una editora de la revista feminista Bitch Media acuñó la palabra “empowertising” (por empowerment y advertising, empoderamiento y publicidad) para describir cómo el marketing logró apropiarse del concepto de empoderamiento con facilidad. Es así que tenemos anuncios televisivos que nos dicen que nos empoderamos al elegir una marca de champú porque en sus publicidades a veces se ve a una mujer gordita o una mayor de 25 de años. Ejemplos de empowertising hay miles. ¡Quién diría que tomando este yogur y usando estos championes estoy contribuyendo a una causa mayor! Creo también que esa banalización se puede meter en nuestras prácticas: sentirnos satisfechas cuando usamos un hashtag feminista en una red social o focalizarnos en victorias personales de empoderamiento dentro de un sistema que, en términos generales, seguirá siendo profundamente injusto para la enorme mayoría.

Está claro que la lucha de las feministas tiene que ir necesariamente por carriles distintos al del orden mundial actual para lograr lo que buscamos: una sociedad más igualitaria en todos los ámbitos, no sólo entre varones y mujeres, sino apuntando a cualquier otra desigualdad creada y perpetuada para privilegiar a un grupo de seres humanos por encima de otro. Y que nuestras formas de luchar no deben asemejarse a las de los que detentan el Poder, ya que nuestros objetivos van en la dirección opuesta. En palabras de Audre Lorde –feminista y activista por los derechos de los afrodescendientes–, “las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo”.

Y, en ese sentido, puedo ver lo atractivo del cambio de perspectiva cuando se habla de empoderamiento y no de poder. El problema es cuando se ve el empoderamiento como meta y no como medio, ya que entonces es fácilmente cooptable por quienes no quieren que nos metamos con el Poder. Y tenemos que acceder a ese Poder no para repetir atrocidades sino para que no nos aplaste, como inevitablemente lo hará si no nos ocupamos de él.

Gestionar mejor nuestros recursos personales para vivir una vida un poco más digna está bien, pero no es suficiente. No es suficiente para las que tenemos más de una ventaja social, ya sea nuestro color de piel, nivel de ingreso, apariencia física, salud mental y física, lugar de origen, etcétera. Y mucho menos es suficiente para quienes no cuentan con el capital social que les asegure siquiera una vida digna. Por todas nosotras: nos debemos más que el empoderamiento, nos debemos a todas la lucha.

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