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Isla de la comunidad uro, en el lago Titicaca, en la frontera entre Perú y Bolivia. Foto: Luciana Bukoviner.

Miscelánea del Titicaca, 2007

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Profesor y escritor, Pablo Trochón relata sus viajes por distintas partes del globo desde hace más de una década. Aquí, su recorrido por la frontera entre Perú y Bolivia.

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Desde Aguas Calientes asciendo en retirada hacia Cusco. En el tren, un ucucu con capa coya invade con estridentes danzas tradicionales, que cuentan sus penas a la Virgen, y luego, sin solución de continuidad, un desfile de modas en el que los azafatos lucen diversas prendas de alpaca al son de música tecno. La gente aplaude cada pasada. Al final posan junto al ucucu para una foto. Luego, pasan con unos carritos para vender: una señora se prueba ropa mirándose en el reflejo de la ventana, ante la mirada atenta de los pasajeros.

Última recorrida por la inolvidable Cusco. Otra manifestación, corte de avenidas; incertidumbre. Visito unas cuantas iglesias, incluida la icónica Catedral (en uno de cuyos templos descansan los restos del escritor mestizo Garcilaso el Inca, hijo de Garcilaso de la Vega, en una caja con incrustaciones de piedras preciosas) frente a la Plaza de Armas, que exhiben sus clásicos tablados, capillas y púlpitos de madera labrada con una minuciosidad que embelesa.

Vista del Titicaca desde la isla Taquile. Foto: Luciana Bukoviner.

El vuelo a Juliaca es corto, por una zona desolada. El aeropuerto está fuertemente custodiado, por la huelga. Es un pueblo sencillo, gente que juega al pool en una plaza, algunas ovejas, un grupo levanta apuestas en una peatonal. Abundan las bicitaxis. En ruta hacia Puno, nada, barro y un corral de ñandúes.

La juliana mañana siguiente amanece fría y soleada sobre la humilde Puno. Dicen que el hecho de que sus casas no tengan revoque se debe a que de esa manera no se considera concluida la construcción y se evita pagar impuestos.

La barca se abre paso por el azul intenso del Titicaca, uno de los lagos más altos del mundo, a 3.800 metros de altura sobre el nivel del mar, en la frontera Perú-Bolivia, salpicado por manchones de basura. El guía tiene un problema de mensaje: primero cuenta que la semana pasada hubo un accidente y que los salvavidas no salvan porque te morís de hipotermia, luego critica un hotel costero por la arquitectura y el precio, y plantea la rivalidad con Bolivia, el problema de la introducción de la trucha y el pejerrey y que una pasajera saltó mal y se cayó el agua. Nada de esto hace mella en la belleza absoluta del paisaje.

Kamisaraki, isla flotante de la comunidad uro. Foto: Andrés Cuenca.

Llegamos a la comunidad de los uros, etnia que posee unos 10.000 integrantes y que se considera predecesora de la humanidad en América. Se compone de grandes islotes flotantes de raíz de totora, donde se asientan sus prolijas viviendas, hechas del mismo material, el cual utilizan además para hacer artesanías, esculturas, canoas e incluso como alimento.

Estas superficies se mantienen mediante la colocación quincenal de nuevas capas de totora y algunas veces, por ejemplo cuando se casa una pareja, se puede cortar una porción de isla para “irse” con la casa remando a islas de otros clanes. De hecho, dentro de la misma isla, cuando una familia se enoja con la otra simplemente puede alzar su casa y alejarla. Hay un olor insoportable que es probable provenga, justamente, de la totora en descomposición.

Dado que el gobierno prohibió la pesca y caza de aves, los uros sólo subsisten del turismo. Ello provoca, y me da pena por ellos y por mí, que una vez arribados comience el show de venta bajo la miserable capa del turismo ecológico o vivencial, en el que jugamos a comprenderlos. El negocio de la invasión.

Turistas en la isla flotante Kamisaraki de los uros. Foto: Andrés Cuenca.

Un coro de mujeres de ornamentadas trenzas, que son quienes ostentan una mayor presencia, baila con las palmas de los turistas y ¡canta en inglés!: el absurdo show se mueve bajo la batuta del guía, que pronto nos lleva a dar una vuelta en canoa. Tomo sol; es placentero el vaivén, el ruido del agua violentada por los remos, los cánticos provenientes de otras islas. Hay una chica que habla papiamento, luego me entero de que es de Aruba. Durante el paseo voy superando un poco la incomodidad inicial.

Duermo rumbo a la hermosa isla Taquile, ocupada por poco más de 2.000 personas vegetarianas, de buen estado físico y con una expectativa de vida de 85 años. Esta comunidad presenta algunas curiosidades: acá los hombres desde niños tejen chullos (gorros) con gran laboriosidad, llegando a manejar cuatro agujas con una destreza inaudita. Las mujeres, en cambio, tejen todos los años una faja que cuenta una historia.

El arte en el entramado y su belleza los destaca e incluso sirve a los fines de la seducción: las mujeres cargan agua en el gorro que los hombres les obsequian y si el líquido se filtra muy rápido ya saben que ese candidato no sirve. Los de colores son los que diferencian a los casados de los solteros, que llevan unos que son mitad negros. Pero además, el ritual del matrimonio es singular, pues consta de siete días de festejos, en cuyos primeros tres la pareja está arrodillada frente a frente sin moverse. Luego de ello, puede recibir presentes y al término los novios pasan un mes encerrados, lo cual es la última prueba de confirmación del lazo.

Isla flotante Kamisaraki de los uros. Foto: Andrés Cuenca.

La isla posee justicia autónoma en base a castigos, como por ejemplo el de los que roban o mienten, a los que se les baja los pantalones en la plaza y se les hace chas chas con ortigas.

Tras el delicioso almuerzo en una casa de familia, ascendemos a la plaza, donde están reconstruyendo la precaria iglesia. Hay lugareños vendiendo tejidos. Bajamos por una extensa escalinata de piedra por la pendiente de la montaña hacia otro puerto: vista espectacular, agua cristalina. Volvemos en catamarán.

Al día siguiente, me encauzo por una ruta desierta que atraviesa poblados de barro, vacas semisumergidas comiendo pasto en un lodazal y el lago Umayo, hasta Sillustani, una península utilizada como cementerio por la nobleza coya y luego por la incaica.

Isla Taquile. Foto: Andrés Cuenca.

Se caracteriza por las chullpas: torres funerarias como un cono invertido, de entradas muy pequeñas, orientadas hacia el este. Muchas de ellas han sido saqueadas por los pobladores, que usan las piedras para hacer sus casas. La más grande, de 12 metros, se llama “De la lagartija”, porque tiene la figura de este animal labrada en la piedra. Un cernícalo nos sobrevuela. Enfrente hay una isla con elevación y cumbre llana que recuerda a El Yunque, en Baracoa, Cuba.

Por la tarde, solo, me traslado hasta Juli, a pocos kilómetros de Puno, donde está la Iglesia de San Pedro Mártir (siglo XVII), de pura piedra; la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción (siglo XVI), con antiquísimas pinturas murales y una explanada que tiene una fuente con leones y un arco —es llamativo que los serenos hayan ubicado sus camas en el propio altar mayor—; la saqueada Iglesia de San Juan de Letrán, que posee ventanas con “vidrio” de fino mármol traslúcido y emana sonidos de trompeta, saxo, tuba y clarinete desde algún recoveco. La estrella es la gredosa Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, y su encanto reside en el deterioro producido por los relámpagos; de hecho no está permitido el acceso: el campanario se sostiene con unos endebles andamios y el techo de casi toda la nave se ha venido abajo, por lo que fue copada por el pasto, los cuises, las palomas y los nidos de yaracaca (pájaro carpintero).

Rumbo a Chucuito, un ómnibus volcado, tumbas de colores chillones en el margen de un cerro, una chola que le tira terrones de tierra a ovejas que se han metido en su terreno. Allí visito el Templo de los Falos o de la Fertilidad, que consiste en una plantación de penes de piedra de diverso calibre, que solía ser visitado por mujeres estériles, quienes se sentaban en el falo mayor y lo bañaban en chicha: si el líquido caía en el centro, quedarían embarazadas. Dicen que por la necesidad de hombres para luchar contra los españoles, si nacía una niña se la sacrificaba en un altar con la chacana, la “cruz andina”. Todo esto lo recitan de memoria seis niños de distintas edades que se alternan en el discurso; una se larga a llorar porque no la dejan hablar.

Arco de piedra de la isla Taquile. Foto: Andrés Cuenca.

Llegando a Puno hay una reunión gremial en una cancha de básquet. Cruzamos una manifestación docente; el que arenga dice: “Abajo el gobierno, abajo el costo de vida, muerte a Alan García”, pero casi nadie repite.

En el aeropuerto prácticamente toda la pista está custodiada por militares y tanquetas. Subo adormilado a la nave. Una chica habla por celular y dice “sí, gordo, te voy a extrañar, mi amor”, y también le cuenta que fue la última en subir porque se demoró en llenar la tarjeta de migración mientras hablaba con él. Al lado mío una chica dibuja un ser pálido y alargado con una maleta en sus manos. But no matter, the road is life.

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