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Ilustración: Luciana Peinado

De Pablo y Fidel

18 minutos de lectura
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Dos viajes, dos líderes tan contrapuestos como carismáticos. Lo que parece el relato de travesías turísticas por Colombia y Cuba se transforma en una reflexión sobre la idiosincrasia latinoamericana, con mucho de transgresión política y moral.

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Hemos dudado de toda fe, de toda verdad revelada y heredada, no creemos en nada, ni siquiera en nosotros, pero hemos ratificado la bondad de nuestros instintos insaciables, y la confusión maravillosa de la esperanza... Gonzalo Arango

Llego a Cartagena herido, destrozado. He descubierto aquí, en Año Nuevo, tras realizar un duro pero hermoso trekking de cinco días por las junglas del Parque Tayrona para visitar la ciudad perdida de Teyuna, que mi novia se enamoró de otra persona. Tres días de agonía en las playas despidiéndonos más tarde, sigo el viaje solo.

La ciudad es hermosísima de noche: espectáculos de danza tradicional frente a la Torre del Reloj, en el Parque Bolívar y la Plaza de Bellas Artes, músicos por doquier, atisbos de salsa y vallenato que se cuelan en cada esquina, y allá la casita del Gabo. La muralla iluminada con el fondo de los grandes rascacielos de Bocagrande, que no tiene nada que hacer frente al encanto de la zona antigua, donde todo el mundo está en las callejuelas, con ese calorcito tan rico, tomando algo, comprando a los artesanos o paseando. La gente toda luce hermosa con Cartagena nocturna.

Voy a cenar frente a la colorida e iluminada plaza que antecede al Museo Histórico Casa de la Inquisición: trucha a la criolla, en una salsa de tomate, cebolla y limón, con ensalada y un patacón gigante, a la vera de una Póker, claro. Y tras la delicia, extasiado, me pierdo intramuros hasta sectores casi deshabitados, maravillado por la cantidad de balconcitos de madera con flores. El taconeo de los caballos que tiran de los carruajes en los que pasean los visitantes; un vigilante silba una canción de la banda sonora de Kill Bill. Cerca de la puerta de entrada a la fortificación, un grupo perteneciente a una secta sostiene que fuimos creados por aliens y que Elohim, uno de los nombres de Dios, en realidad significa “los que vinieron del cielo”. Dos cartageneras en vestido corto y un man con una estrella satánica alzan un gran cartel que reza “Dios no existe” en letras rojas. La gente los insulta.

Ya en la casa, y por esas vueltas maravillosas del destino, Consuelo, mi anfitriona, me conecta con un grupo de amigos suyos que se van a acampar a Playa Blanca, en la isla de Barú: es el ejercicio de sanación que necesito. Conozco a los seis chicos en forma abrupta, sin presentaciones, en el supermercado donde nos aprovisionamos para pasar tres días lejos de la civilización, y a las pocas horas ya logran que me distraiga de mi gran pena.

Tomamos una buseta con una musicalización muy latina, como en la gran mayoría en este país: pasan “No hay dolor”, de Vicente Hernández, y “Si tú te vas”, de Juan Luis Guerra. En el camino hay una lomada semicubierta por una gran bandera colombiana, escoltada por dos soldados: uno en la cima, entre los plátanos, y otro abajo. Luego nos ofrecen la canción de Baute y Martha Sánchez, esa que también hacía de banda sonora en las vueltas alrededor de Hollywood un año antes, el Club del Clan, Julio Iglesias y así. Pasan también “Pon esa agua fresca en un jarrón”, igual que en Costa Rica, hace algún tiempo, camino a Manuel Antonio. Hay un par de trancones de la Policía: cuando nos dan permiso para proseguir, pasamos por casi dos kilómetros de camiones parados, mulas, como se les dice por acá. Ahora suena “Rosa”, de Sandro.

Arribamos al lugar de embarque para el ferry y en cinco minutos cruzamos un brazo del río Santa Magdalena hasta la isla. Luego de fuertes peleas por conseguir un buen precio, cogemos un bus con un contingente de turistas, por el riesgo de quedarnos ahí varados con el calor, el camino de tierra y un pueblucho casi diezmado.

La llegada es impactante y enseguida uno se enamora de esta hermosa playa de agua turquesa y fina arena blanca. El sol acompaña. La temperatura del agua es muy agradable e invita a los gritos. Lo que no satisface demasiado es la inmensa cantidad de gente, carpas y puestos de comida con vallenatos a diestra y siniestra a lo largo de la costa. El bullicio, los olores, pero la amistad, la amistad de estos jóvenes desconocidos que me integran como si nos conociéramos de hace años, y que el futuro nos hará hermanos: esa es mi postal de los comienzos de enero de 2012, el año en que el mundo se termina, como tantas otras veces...

A las cuatro de la tarde, los turistas, que no han dejado de arribar en tropa en barcos y buses, se van yendo y la playa adquiere un matiz más entrañable, haciéndonos sentir su dueño. El ruidaje ha cesado y sólo queda una alfombra de basura como souvenir. Me aparto un poco porque los recuerdos nostálgicos me invaden y necesito un poco la soledad de una extensa caminata por la orilla.

A la vuelta, ya están asando cangrejos que acaban de capturar y salchichas en un fueguito de lo más acogedor. Acompañamos con guaro, como no puede ser de otra manera en Colombia. El cielo está estrellado con una hermosa luna cuarto creciente. Aparecen unas iguanas enormes desde el manglar para revolver la basura y cada tanto nos asustan con los ruidos que producen, cobijadas en la oscuridad.

Más adelante vamos hasta un bolichito a tomar unas cervezas, pero los jejenes, que están insoportables, no nos dan tregua y en breve estamos cubiertos de picaduras. Observo extrañado a un canadiense que toma mate con yerba Taragüí y toca blues, secundado por un veterano colombiano, cameraman de tevé, que toca el tango “Malena” y hace una performance con sombrero y todo. Luego escucho de lejos discusiones en torno a la economía, la guerrilla, los paras, las mafias, las colombianas, los monos aulladores, todo con un roncito Viejo de Caldas que miro de reojo.

Al día siguiente, muy temprano aparecen los que trabajan en la playa y acomodan sus cosas. Limpian la basura de los visitantes. La playa está casi desierta y hermosa. Desayuno manzana, durazno y salchichón y me meto al agua a nadar un ratico, disfrutando de la paz antes de que comiencen a llegar los primeros barquitos, alrededor de las ocho y media. Vamos a buscar cangrejos entre rocas húmedas y resbaladizas sin éxito.

Como se debe, nos pasamos todo el día lagarteando entre la carpa y el mar. Hoy abundan los argentinos, pero los jejenes están más tranquilos. Estoy mal del estómago porque cocinaron con agua de mar pese a que les advertí que nos haría daño, pero en fin, la vida sin riesgo no es vida.

Con la noche, y a dos días de terminar el viaje por Colombia, se sucede una instancia que he estado esperando desde el comienzo pero que me he propuesto no promover para no caer en encasillamientos y herir sensibilidades. Me refiero a conversar sobre el entretejido de la compleja situación política actual y de sus variaciones desde el comienzo de la guerrilla. Este cuidado, esta prudencia se debe a que la sociedad colombiana ya está lo suficientemente estigmatizada con hashtags relativos al narcotráfico, la inseguridad y la guerrilla que no son justos, al menos no como únicos distintivos de tan apasionante país. De hecho, una de las estrategias a nivel estatal para convocar a la masa turística es el eslogan “Colombia, el único riesgo es que te quieras quedar”, con el cual se pretende relativizar los miedos del viajero dubitativo y al cual adhiero plenamente, sin por eso negar que continúan sucediéndose ataques, atentados y enfrentamientos. Sin ir más lejos, en los días posteriores a mi viaje, el asesinato de un líder paramilitar urabeño suscitará una serie de atentados con coches bomba a lo largo de la ruta que recorrí hacia Bogotá y hacia casa. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Así es que ellos solitos, alentados por el fuego y el aguardiente anisado, comienzan a intentar trazarme un mapa cronológico y conceptual que me resulta muy ilustrativo no de la realidad —porque tampoco sé qué es aquella pamplina—, sino de cómo puede llegar a leer esa realidad un grupo de jóvenes veinteañeros. Transcurrimos sobre las FARC, los paracos, los narcos, hasta que arribamos a la mítica figura de Pablo Escobar, el zar de las drogas, fundador y figura señera del cartel de Medellín durante los años 70, 80 y principios de los 90.

Un extraño brillo en los dichos de mis amigos se dibuja inmediatamente luego de hablar con el lógico desprecio hacia otros capos del narcotráfico y pasar a referirse a “don Pablo” como si de un héroe se tratara. Esto me sorprende, no porque no conozca la idolatría que aun hoy mucha gente guarda respecto de su figura filantrópica robinhoodesca, que alternaba crímenes masivos con la distribución de alimentos y la construcción de canchas de fútbol, de escuelas y de un barrio entero para las gentes carenciadas de su querida ciudad, sino por tres factores: la edad y el nivel socioeconómico de mis interlocutores y los casi 20 años que han transcurrido desde el asesinato de Escobar. Por todo esto, cabría sospechar una posición más condenatoria frente a uno de los criminales más ricos y buscados del mundo. Sin embargo, no: me relatan la secuencia de crímenes (que recitan con el respeto y el conocimiento de un himno), el financiamiento de sicarios, los secuestros, los atentados, las explosiones, las alianzas, el enriquecimiento, el pasaje por los escaños del congreso, el estado de paranoia que lo hizo desconfiar de varios de sus socios y comenzar a asesinarlos en una ola de violencia sin igual, y siempre hay lugar para un pero. “Pero por lo menos pensaba en el pueblo”, “pero atendía necesidades que el gobierno desconocía”, “pero generó ingresos multimillonarios al país”, “pero protegía”, “pero daba trabajo”, “pero brindaba prosperidad”, “pero”, “pero”, “pero”. Y yo, con todos los respetos a mis parces, no doy crédito a que den lugar a distinciones que pondrían a Pablo Escobar por encima de otros narcos, gracias a un cierto código, una cierta moral y un don de gente que yo sinceramente veo muy difusos.

Es muy cierto que no podemos hacer caso omiso a las obras de caridad que este delincuente hizo, pero al mismo tiempo no debemos olvidar el origen del dinero para financiarlas, que no solamente estaba teñido de sangre, sino que además provenía de un liso y llano atentado a la salud de los consumidores y de una violencia indirecta dada por los crímenes perpetrados por algunos adictos para proveerse del dinero necesario para seguir consumiendo. ¿Cómo no verlo, no? A mí personalmente no me da lugar para hacer tal distinción: el crimen como tal no es digno de justificativo alguno. De todas maneras, sería muy inocente o parcial restar importancia y vigencia al dilema ético que provoca su caso.

La noche avanza y mis amigos me relatan cómo organizó el negocio de la venta de drogas y empezó a cumplir con los gringos (en vez de robarles o matarlos, como aparentemente hacían sus antecesores) y cómo fue su novelesco ascenso como si de un prócer se tratara, aunque los peros seguían emergiendo, delatando en su interior la ambigüedad, la duda irresoluta.

Pablo Emilio Escobar Gaviria, hoy reflotado por dos series simultáneas, la colombiana Escobar: el patrón del mal y la estadounidense Narcos, que han vuelto a remover las aguas y generar el mismo fanatismo, ya sea desde el rechazo como desde la admiración, sigue y seguirá siendo una institución. Y, como todo personaje de su envergadura, promotor de sentimientos adversos, de debates e incluso de rencillas, lo cual probablemente le haga dar cabriolas de narcisismo en la tumba. El creador del siniestro e impune lema “plata o plomo”, con el que intimidó y sumió en la violencia a un país durante décadas, no parece ser ajeno al panegírico.

Sería muy atrevido de mi parte explicar este fenómeno porque no soy un especialista en el tema, pero me atreveré a decir mi teoría porque estas páginas, se sabe, son apenas balbuceos, ideas conexas caprichosamente, intuiciones desfachatadas de un simple viajero por el mundo. Sospecho que la sociedad colombiana actual, heredera del fenómeno Escobar y conviviente con los coletazos que trajo su huella de violencia, ha entronizado ciertas prácticas del terrorismo, a tal punto que no podríamos pensarla hoy ajena a lo que las diversas guerras de fuego cruzado le han ido dejando. Hace unos días, por ejemplo, en Popayán, un hombre de rostro calmo y auspicioso se me acercó muy amablemente. Me saludó, me preguntó de dónde soy y me regaló una Biblia chiquitita: “Esto es una mini-Uzi, la mejor arma que hay”, afirmó convencido. Hizo además alguna alusión a los abusos sexuales de los curas y soltó un discurso sionista (muy interesante, pero no lo recuerdo), y me recomendó en forma insistente que visite Israel. Hasta el discurso religioso, en ese matiz casi proselitista, se vuelca hacia los códigos y los universos simbólicos del mundo del hampa. El novelista Fernando Vallejo seguramente alzaría el grito y nos diría encolerizado unas cuantas cosas al respecto.

***

Ilustración: Luciana Peinado

Pablo Escobar sigue en boca de todos pero no está, al igual que otro ícono latinoamericano sobre el que cada cual rumorea en una isla cercana y al que tampoco nadie ve, al punto que frecuentemente se corren voces sobre su muerte. En mi viaje por Cuba, en julio de 2014, meses antes de que comenzara a negociarse el levantamiento del histórico bloqueo perpetrado durante 44 años por parte de Estados Unidos, me decido por la misma estrategia: dejar que aparezca solo el nombre inmenso de Fidel Castro. Sin embargo, a diferencia de en la aventura colombiana, donde la figura del zar de las drogas sólo emergió, majestuosa como un iceberg, al final del itinerario, en Cuba desde el primer segundo, cuando fui sometido a un injusto, absurdo, extenso e intimidante interrogatorio por parte de la policía del aeropuerto de La Habana, y hasta el despegue del avión de vuelta, la presencia del Comandante Fidel me acompaña a cada instante.

Los cubanos que me cruzo hablan solitos, casi compulsivamente, con la necesidad de romper el aislamiento al menos contándonos a nosotros, los de afuera, cómo les “han mentido durante más de 50 años”, cómo “deben irse los viejos carcamanes del poder y dejar espacio a los jóvenes”, cómo desean recuperar las libertades que con argumentos comunistas les han extirpado.

Creo que las bondades que puede haber tenido la resistencia de los Castro desde la Revolución cubana se matizan al ver la situación del pueblo cubano, que, si bien tiene las necesidades básicas relativamente cubiertas, se halla coartado en su derecho a decidir muchas de las cosas que hacen a su vida cotidiana. Y la discusión sobre la obsolescencia de los bienes de consumo es muy linda, y hasta puedo adherir, pero no cuando el gobierno decide por mí. Vallejo, el de El desbarrancadero, también alzaría el grito y nos diría encolerizado unas cuantas cosas al respecto, eso se da por descontado.

Durante el mes que ando por Cuba, un país donde las casas de renta y la prostitución parecen ser las únicas vías de desarrollo, el nombre del expresidente surge todo el tiempo; algunos quizás no se animan a nombrarlo directamente y hacen gestos o le dicen “el barba”, por el miedo que tienen de ser escuchados por los pajaritos del Partido: más de una vez me dicen que de cada cinco cubanos, tres son informantes. Y esas menciones poseen el mismo tinte confuso, entre condenatorio y obnubilado, con la misma cuota de aire enrarecido por lo mítico que se percibe en mis amigos colombianos aquella noche de fogón en la playa al referirse a don Pablo.

Me alejo de La Habana, de su encanto de dama aristocrática en decadencia que se mantiene altiva en su devastado pero pintoresco escenario. En los alrededores del Capitolio abundan variados olores, casas derruidas, gente mirando desde ventanas y balcones, sogas con ropa colorida colgada, muy bellas mujeres, música que late, centenas gloriosas de autos antiguos y cuadras y cuadras de pasivas. Muy diferente es la provincia de Pinar del Río, con su verde intenso, la tierra rojiza, sus grandes formaciones rocosas tapizadas de frondosa vegetación, sus plantaciones eternas, el turquesa lechoso de las costas, el azul estridente del cielo y, en el medio de todo eso, la preclara Viñales.

Este pueblito capital es entrañable: unas pocas casas apoyadas en callecitas tranquilas, enmarcadas en un valle coronado por una naturaleza ferozmente hermosa. La noche de julio, cálida y auspiciosa, me trae un arroz con frijoles y salsa picante, pollo frito, pan tostado con manteca, palta con aceite y morrón verde, plátano frito, vianda y sopa de pollo con fideos por apenas seis CUC; mucho más barato que en un paladar y es realmente excelente. Luego, feliz, paso por una iglesia en la que se escucha a un pastor haciendo una prédica: afirma frente a una platea repleta que la mujer nació para ser santificada y protegida por el hombre y no abusada por él, y que si una mala mujer contamina a alguno de sus fieles, él lo echará. A continuación, anuncia una instancia didáctica para hablar de sexualidad desde el punto de vista bíblico y posteriormente solicita que se lleven a los niños presentes. Los consejos parecen orientados a evitar el onanismo más que la violencia: “Si uno de los dos no consiente el acto sexual, hay que respetar y orar”.

Desemboco en el Parque Central, donde hay un festival campesino, una especie de competencia de payadores, en la que los participantes, que hacen esa especie de duelo entre cantantes mediante la improvisación, no acusan mucho ingenio, sino más bien una circulación por tópicos y fórmulas consabidas, adornados por una música estridente. Al acabar la justa, un DJ comienza a pasar música y el público aumenta exponencialmente, y se arma un memorable bailongo a cielo abierto.

Para chusmear me meto en el único boliche del pueblo, el Polo Montañez, donde por un CUC el turista más fácil y ávido de jineteros puede disfrutar de un grupo de música latina, unos solistas melódicos y un flaco que hace bailes afro. Acabado el show dan paso a la orquesta, que nos deleita a pura salsa y bachata, y todos salen a bailar, descosiendo la pista. Es un placer observarlos. Hay un ruso haciendo el ridículo porque está bastante alzado y, además de atacar a cuanta señorita se le cruza, baila horrible; unas muchachas se ríen de él.

Salgo al parque, donde hay vida local más auténtica, y me encuentro con Reiner, quien ha sido mi guía esta mañana en que recorrimos el valle en bicicleta. Compro a un precio absurdo un Havana añejo, excelente ron que no emborracha ni da resaca, e inauguramos una larga charla que no tarda en caer en la figura inagotable de Fidel, sobre la que abundan las leyendas revolucionarias.

Reiner me cuenta cosas, me cuenta muchas cosas: que es francotirador y que a pocos kilómetros, hasta no hace mucho, Fidel tenía una caverna cubierta de artillería como para afrontar una tercera guerra mundial, pero que hace poco la movieron porque detuvieron a un agente secreto en Estados Unidos y había riesgos de que batiera todo. Pues, comenta entusiasmado, desde hace 50 años Cuba sigue entrenando para la guerra, calculando que en cualquier momento ocurra un ataque por parte del enemigo. El éxito de la vigencia del gobierno de los hermanos Castro se debería justamente a la constante prevención, la movilización de recursos armamentísticos y el adoctrinamiento de quienes deberán tomar dichas armas si algún día realmente la invasión sucede.

Por ejemplo, cuando Fidel enfermó, unos ocho años antes de mi viaje, se envió a un pelotón de francotiradores a hacerle custodia durante un largo mes (en el que comieron sólo una lata de sardinas diaria) porque temían un ataque que quisiera aprovechar los posibles desajustes que el malestar del líder máximo produjera. Nada pasó, excepto que Reiner tuvo que pasar ahí, frente a la residencia del entonces presidente, tirado en el piso, aguardando...

La voz subida de dos señores que discuten fuertemente interrumpe la épica que se me va desplegando como en aquellos libros para niños en los que al abrir las páginas las ilustraciones se alzan y toman tres dimensiones, como un abanico. Uno le dice a otro: “Los dos somos cubanos, pero yo soy campeón y tú no, y ni en el 2018 lo vas a ser. Vaya muerto”. ¿A qué refiere esta sentencia? Ocurre que esta tarde se ha largado una tormenta eléctrica increíble, en que las ramificaciones de los rayos, algunas de ellas paralelas a la tierra, tienen una intensidad plateada que nunca había visto. Se nota que la gente les tiene miedo a las tormentas, pero en esta oportunidad otra cosa nos ha mantenido concentrados: la tensa y emocionante final del mundial Brasil 2014, interrumpida a veces por el dueño del bar Patio del Decimista, que apaga la tele por miedo a que se le rompa con los truenos, lo que genera esos vacíos que redoblan el nerviosismo. Alemania gana a Argentina, a siete minutos de terminar el alargue, y lo que escuchamos ahora es un eco de aquello. Un eco bien extraño, claro, porque se percibe la asunción de un inusual sentimiento de pertenencia hacia Alemania o Argentina por parte de estos tipos. Es decir, sucede que uno simpatice con equipos y selecciones de otros países, pero que se genere esta clase de sentimientos es interesante: sentirse alemán, argentino o coreano, en fin, porque si no, no se entiende el “yo soy campeón”. Quizás sea porque Cuba lleva largos años sin visitar un mundial de fútbol: la única vez que participó fue en 1938.

La conversación con Reiner prosigue y encallamos en una de las más jugosas declaraciones, la más secreta, quizás guardada hasta el final para que adquiriese su dimensión más potente, cuando me relata la historia de cuando lo quisieron contratar para matar a Fidel.

Con el gesto más conspicuo y a la vez precavido, alentado por una segunda o tercera botella, ya no recuerdo, refiere cómo una vez conoció a unos franceses en un tour que, en aquel mismo parque, aguijoneados por el mismo alcohol, le propusieron acabar con el gran líder cubano. A sabiendas de su condición de francotirador y motivados por vaya uno a saber qué intrincado designio, le ofrecieron hacerle llegar un fusil, desde Panamá, en lancha, a la Isla de la Juventud para eliminar a alguien que se cuida de no nombrar, haciendo el gesto de la barba. Verdaderamente no supe qué decir: uno no anda por ahí festejando el sicariato, pero tampoco ofuscándose con los anfitriones que han tenido la gentileza de confiar en nosotros con semejante confesión.

En forma inevitable, mi pensamiento vuela dos semanas antes, al momento en que me adentro en la legendaria Sierra Maestra, donde se ubicaba la Comandancia de La Plata, emplazamiento desde el cual Fidel Castro dirigió la guerrilla, en su lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista. Es una estupidez lo que voy a decir, pero un ligero sentimiento de intimidad o pertenencia, en apariencia tan infundado como el de aquellos que discutían tras la final de la copa del mundo, se me ha generado al transitar por las arterias del corazón de la Revolución, y eso hace que las declaraciones de mi amigo peguen un cimbronazo, como si yo también estuviera siendo vulnerado por sus dichos, como si yo formara parte de ese sinsentido, algo como lo que te ocurre cuando visitás el campo de exterminio de Auschwitz en Polonia, o las fosas masivas de los jemeres rojos en Camboya, o la ESMA en Buenos Aires. Un sentimiento que a veces uno, sintiendo vergüenza, quiere reprimir porque atribuye al fácil lavado de conciencia que algunos turistas hacen al visitar estos sitios del dolor, sintiéndose felices por haberse sentido mal un rato por las desgracias que nuestra humanidad ha producido. Pero no, juro que es legítimo: a veces la energía concentrada en algunos lugares nos genera esa participación en los hechos pasados que, creo, todos, por ser ejemplares de la especie humana, debemos experimentar alguna vez en nuestras vidas.

Tomo un auto hasta la villa de Santo Domingo por un trayecto muy lindo, especialmente cuando entramos en las montañas, con pendientes muy pronunciadas. Pasamos a varios campesinos que ocupan las vías casi intransitadas, y un chanchito, un perro, unos pollitos, una cabrita que descansan en el medio de la ruta como si nada. Ya en la tupida sierra, voy en cuatro por cuatro cinco kilómetros más arriba, donde las subidas son aún más increíbles y parece que el auto se dará vuelta. Luego seguimos a pie el sendero original que Fidel y los insurgentes hicieron tras el desembarco del Granma, luego del fallido intento de toma del cuartel de Moncada, encarcelamiento y exilio subsiguientes. Son tres kilómetros montaña adentro. Hay mariposas, flores donde las Marianas pasaban los mensajes de la clandestinidad y hoy flor nacional, y tocororos, el ave nacional, que posee los colores de la bandera cubana.

Pasamos por la primera posta, donde el Che atendía a los campesinos y donde Fidel recibió al periodista norteamericano enviado para desmentir su falsa muerte, propagada por Batista. Allí me relatan cómo lo engañó disfrazando a sus escasos 70 hombres con distintas ropas y haciéndolos desfilar como si fueran seis pelotones diferentes pasando por turnos a comer. Luego desembocamos en el depósito de la oficina de prensa, en el camino hacia la Radio Rebelde, cuya antena se escondía en un pozo y que transmitía en horas disímiles por precaución, la cocina (que era usada sólo de noche para que no se viera el humo) y finalmente la Comandancia y casa de Fidel, el único que dormía bajo techo, ya que el resto pernoctaba bajo los árboles para no ser detectados desde el aire. Realmente es muy fuerte estar allí y sentir eso extraño que intentaba explicar antes. Eso mismo que hizo que me saltara una alarma, aunque sea chiquita, cuando mi exguía se me presentó como posible asesino.

Es que Fidel es Fidel. Más allá del sinsabor que me ha provocado su Cuba. Claro, es fácil decirlo con el diario del lunes, o más bien del viernes, porque ya hace años de su fallecimiento. ¿Qué quiero decir? Que al igual que don Pablo, salvando las distancias y no, posee una fuerza simbólica y claramente terrenal al mismo tiempo, que es imposible negar y que pone en entredicho todos nuestros decires, vayan a favor o en contra.

Habremos brindado con Rainer algunas veces más y por allí quedó aquello. ¿Su relato es verdadero? Poco importa. Los nutrientes que hacen a nuestro continente tan rico en narrativas, en tradiciones orales, en anécdotas colectivas y colectivizadas moldean la idea de lo verdadero en una mariposa, como en El reino de este mundo, del enorme Alejo Carpentier, donde Mackandal escapa de su sacrificio gracias al arte de la trasmutación:

Con alas un día, con agallas al otro, galopando o reptando, se había adueñado del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la costa, de las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora, sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que descansar en el frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de un aromo o colarse por el ojo de una cerradura. Los perros no le ladraban; mudaba de sombra según le conviniera. Por obra suya, una negra parió un niño con cara de jabalí.

He avistado leves trazos de dos caras de América, dos de los miles en juego de fractales que posee y que parecen reanimar los imaginarios que creíamos agotados del boom garcíamarqueño, de lo real maravilloso carpenteriano y también de la literatura del posboom, en la que lo mágico se mezcla con la miseria, la heroicidad con lo rutinario. Y quizás, como pregonaba aquella secta en la amurallada Cartagena frente al rechazo de los transeúntes, Dios no existe, pero no porque seamos descendientes de extraterrestres, sino porque en nuestra América, con semejantes figuras, no hay más lugar para dios alguno.

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