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Ilustración: Gabriela Sánchez

El “cronométrico Funes”: la ambigua imposibilidad de la realidad

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En su célebre ensayo Borges, un escritor en las orillas (1993), Beatriz Sarlo postula a “Funes el memorioso” como “una parábola tragicómica acerca de las posibilidades y los obstáculos de la representación” e introduce la pregunta sobre una narración que dé cuenta del mundo sin el recurso de la elipsis. En este texto, Santiago Cardozo avanza sobre ese argumento y postula un Funes bifronte que es tan incapaz de unir palabras y cosas como de existir fuera de un mundo (el nuestro) trazado por acuerdos de lenguaje.

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La literatura está más bien del lado de lo informe, o de lo inacabado []. Gilles Deleuze, La literatura y la vida // Estamos desbordantes de un significante que nos desborda a nosotros mismos y para el cual somos completamente ciegos. Pascal Quignard, Retórica especulativa

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Digámoslo, sin dilaciones, desde el inicio mismo: Funes no es memorioso; muy por el contrario, y en esto radica la sutil ironía borgeana de la que, en mi opinión, depende toda la lectura del cuento: Funes es, lisa y llanamente, la antimemoria y, sobre todo, un personaje estrictamente mitológico en la doble condición que lo caracteriza, a la que volveré más adelante (Funes es un personaje bifrontal, de lo que proviene cierta incomodidad de la lectura). A cierta altura del cuento podemos leer:

Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera (Borges, 1999, pág. 487).

Esta supuesta habilidad —notable por su sensación de profundidad, por la percepción de la complejísima e interminable gama de matices que, para nuestra fantasía comunicativa, componen la realidad— es, si se quiere, una particularísima forma de habitar el tiempo, tal como lo deja saber el propio narrador:

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso (Borges, 1999, págs. 489-490).

Entonces, no hay que engañarse, aunque el engaño sea, justamente, la triquiñuela borgeana para despistar al lector o acaso orientarlo hacia la interpretación más tranquilizadora: todo se trató, siempre, de un juego con la imposibilidad misma de la memoria mediante la experiencia de un lenguaje en déficit (no hay posibilidad de aparear o de hacer coincidir, sin fallas, sin faltas o excesos, el orden de las palabras y el orden de las cosas), un lenguaje siempre finito respecto de las infinitas cosas del mundo que se multiplican “deteniendo” el tiempo (entre dos fracciones, sabemos, siempre hay una más; de acuerdo con esta lógica racional, nunca salimos del espacio infinitamente profundo entre dos fracciones, lo que provoca una lógica que semeja, jugando con las palabras, la de los números irracionales); se trató, decía, de una cuestión de tiempo porque la memoria, en tanto vive de los recortes, de las cosas que se descartan, es decir, del olvido (Ricœur, 2010), supone la activación temporal que opera la estructura narrativa que la sustenta.

A toda esta cuestión apenas esbozada debemos añadirle el problema de que el narrador no puede dar cuenta del “problema” de Funes (o nosotros no podemos comprender su “situación”) porque, en esencia, su lenguaje es como el nuestro (o el nuestro es como el suyo): está hecho de significantes (que son, necesariamente, abstracciones), sostenidos, para que puedan funcionar “armando”, justamente, un lenguaje, en la petitio principii de la identidad-mismidad que permite llamar de la misma forma, un segundo después, a un objeto (reconocido también como el mismo) que ha permanecido quieto en cierto lugar o que se ha corrido dos centímetros a la izquierda o a la derecha (es esta identidad-mismidad la que hace posible que hablemos de referente, la que nos ofrece la estabilidad imaginaria del mundo extralingüístico en su relación con las palabras o la que, de forma más fundamental, nos proporciona la realidad, esa que para Funes es y no es, es y está siempre dejando de ser).

En Funes, la lengua es total o radicalmente insuficiente (al tiempo que habla comúnmente como cualquiera de nosotros): el número de signos que ofrece para hablar de las cosas es extremadamente defectuoso, dado que la realidad, toda la gama de matices que implica, decíamos, es, según el tenaz e insistente imaginario comunicativo referido antes, inconmensurablemente más rica que las abstracciones realizadas por las palabras (aunque esta percepción de las cosas, en rigor, sea uno de los efectos de nuestra inscripción en el lenguaje y constituya, pues, el principal obstáculo para comprender a Funes). La realidad, en este sentido, abruma y la lengua no puede hacerse cargo de ella; sin embargo, la lengua es lengua precisamente por esta imposibilidad, que en Funes reviste un problema de otro carácter, problema que nos coloca, considero, ante los límites mismos de nuestro pensamiento en la ambigüedad de su constitución como personaje bifronte: parecido a nosotros y, a la vez, radicalmente diferente. En consecuencia, hipérbole mediante, nos sobreviene, es posible imaginar, algo angustiosamente intratable, derivado del “mal funcionamiento” del lenguaje en Funes, dado que este no puede “capturar” —si acaso esta fuera la función del lenguaje; si acaso esto incomodara existencialmente a Funes— los innumerables matices de los objetos del mundo según la presupuesta lógica biunívoca signo-cosa constituida en el imaginario de coincidencias entre el orden de la lengua y el orden de la realidad (hay en Funes algo del orden del casi que lo define como nosotros con relación a la realidad, pero, a la vez, hay algo en permanente resquebrajamiento).

¿Qué lugar tiene, entonces, esa imposibilidad, que no puede ser localizada en ninguna parte del sistema de la lengua, puesto que es fundante de este, del “grillado discerniente”, como diría Jean-Claude Milner? Se trata del lugar de una “falla” que, en Funes, no tiene lugar, porque su lengua, si se quiere, en una de las dimensiones de la bifrontalidad de su constitución como personaje, no responde adecuadamente al “mitologema originario” (Agamben, 2017) que supone la relación lengua-mundo (en Funes parece haber una no relación perpetua entre ambos órdenes, puesto que las palabras y las cosas están en constante desencuentro, relación inapropiada).

Es así que en este juego que muestra, al parecer, la imposibilidad de la imposibilidad; se “pierde”, si se quiere, un elemento basal, que le da al lenguaje la consistencia necesaria para que la relación imaginaria entre los sujetos y los objetos pueda tener lugar, elemento fundamental, en todos los sentidos de este adjetivo, en Funes, y que tiene que ver con la referencia, esa operación tan necesaria como imaginaria que liga palabras y cosas, presuponiendo la existencia de las segundas en el empleo designativo de las primeras (el “mitologema originario”, que Agamben llama también “estructura presupositiva del lenguaje”).

¿Qué es lo que Funes, al parecer, e incluso como punto ciego de su lenguaje, quiere nombrar y, al no poder hacerlo, termina por dar testimonio de la imposibilidad del pensamiento en general? Funes ha quedado afectado por la imposibilidad de la imposibilidad del lenguaje, porque en esta se disuelve ese “pase mágico” que nos permite ir de la singularidad fragmentaria del mundo (de Funes) a lo Uno imaginario de nuestra apacible realidad (“mundo” y “realidad” nombran un principio de homogeneidad, de sentidos más o menos establecidos). ¿No es esto, entonces, lo que precisamente parece andar mal en Funes, el de la memoria total, infalible, el de la memoria sin tiempo, en la medida en que está sujeta a o atrapada en el “tiempo absoluto” del entre de los números racionales, en esa operación que no funciona como referencia?

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En un sentido parecido, que aquí me gustaría comentar y cuestionar en parte, Beatriz Sarlo escribe: “Entiendo a ‘Funes el memorioso’ como puesta en escena ficcional de lo que sucede cuando la memoria está esclavizada por la experiencia directa” (2007, pág. 66). Y, poco más adelante, estira la hipótesis:

El destino de Irineo Funes, habitante como Borges de “un pobre arrabal sudamericano”, es quedar preso de la materia de su experiencia. Encerrado en un mundo donde no hay categorías sino percepciones, Funes sólo puede proponerse tareas imposibles: las del arte clasificatorio, muchas veces ironizadas por Borges (2007, pág. 67).

Un par de páginas después, añade:

Así, “Funes el memorioso” es, por una parte, una parábola tragicómica acerca de las posibilidades y los obstáculos de la representación. Por la otra, se interroga si es posible narrar el tiempo, el espacio, la conciencia y el mundo sin cortes (es decir: sin el recurso a la elipsis) (2007, pág. 69).

Dos objeciones a estas tesis: la primera tiene que ver con el hecho, para mí evidente, de que el cuento de Borges no plantea únicamente el problema de las posibilidades y los obstáculos de la representación, sino también algo más extremo, más radical: su imposibilidad, a partir del hecho de que el lenguaje, en Funes, no es esa estructura penetrada por la dialéctica identidad-diferencia, continuidad-discontinuidad (Saussure y, a través de este, Hegel). Funes, a quien percibimos a través del lenguaje del narrador, que es el nuestro, no puede, finalmente, en palabras de Sarlo, representar: no hay, si se quiere, referentes. En el fondo, entonces, el problema que plantea Borges es ontológico.

La segunda objeción es más bien una precisión, que consiste en ampliar el alcance que Sarlo parece darle a la elipsis como procedimiento narrativo. En efecto, se trata de señalar que la elipsis no es un mero recurso discursivo, sino la forma misma en que el lenguaje opera o actúa como lenguaje, esto es, el hecho de que las palabras no tienen como finalidad u objetivo expresar el mundo sino informarlo (en la doble acepción del verbo), es decir, darle forma y, simultáneamente, hablar de él. Los cortes, que son inherentes al lenguaje, tienen un estatuto ontológico y, en la medida en que dan lugar a o son ellos mismos una abstracción lingüística o una determinación simbólica (confer el “Génesis” bíblico), condenan al lenguaje a no coincidir nunca sincrónicamente con la realidad denotada (aquí opera lo que en Lacan es la retroactividad del significado).

Funes, como sabemos, es capaz de recordar cada detalle de cada cosa del mundo y recordar un día le lleva un día entero. Pero entonces aquí comenzamos a dudar acerca de la condición de memorioso de Funes, puesto que recordar supone, como decíamos, olvidar, dejar cosas de lado; del mismo modo, implica ser capaces de articular una trama narrativa, es decir, seleccionar. Funes, en cambio, no sólo no es memorioso, sino que, además, según se sostenía al inicio, es la antimemoria: dado que no puede discriminar, realizar distinciones, esto es, abstraer, Funes sólo puede ver detalles en los objetos del mundo (de hecho, podríamos decir que los objetos no son sino detalles que se escapan tan rápido como aparecen, de lo que se sigue la imposibilidad de institución del referente); su mundo es esencialmente fragmentario y, como dice el narrador, “casi intolerablemente preciso” (habría que ver hasta qué punto el “casi” es un adverbio que, como fue señalado antes, salva a Funes, adverbio que lo mantiene, por así decirlo, en nuestro mundo). El título del cuento pone en escena, así, una ironía que nos sirve para mostrar el problema de lo real, pues ¿no es esto, lo real, a lo que Funes parece irremediablemente sujeto? ¿No es lo que recuerda Funes una acumulación o yuxtaposición de meros objetos desprovistos de su posibilidad de ser dichos a través de la operación de abstracción y generalización de las palabras (los sustantivos), la referencia?

En el cuento de Borges, cada cosa que Funes recuerda no llega a asumir, al parecer, el estatuto de referente, porque de inmediato es puesta en una no relación de simple acumulación con las otras cosas, fabricando una malla que carece de las distinciones propias del lenguaje, de las barras significantes que producen la significación (por ejemplo, la indispensable barra que opone lenguaje y realidad, sobre la que se funda el referente, según Núñez [2017], como lo imposible-necesario). Cada cosa que Funes recuerda es ella misma efímera; nada puede sobrevivir más allá del instante de la designación (nunca parece que pudiera haber ligadura entre los dos órdenes en juego). Cada objeto que Funes recuerda es fugaz, y el tiempo que se pone en juego —si acaso podemos hablar de tiempo— es inconmensurablemente profundo.

Poco importa, entonces, que Funes recuerde todo lo que recuerda, porque en esa operación infinita e interminable el propio pensamiento parece caer como forma de relación con la realidad.

Referencias bibliográficas

Agamben, G. (2017). ¿Qué es la filosofía? Adriana Hidalgo editora.

Borges, J. L. (1999). “Funes el memorioso”, en Obras completas I, Emecé Editores, págs. 485-490.

Núñez, S. (2017). Psicoanálisis para máquinas neutras. Biopolítica o la plenitud del capitalismo. HUM.

Ricœur, P. (2010). La memoria, la historia, el olvido. Fondo de Cultura Económica.

Sarlo, B. (2007). Borges, un escritor en las orillas. Seix Barral.

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