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La broma limitada

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Una reflexioncita a modo de arranque: qué cosa más complicada puede llegar a ser una contraportada. La de Connerland, por ejemplo, última novela de la española Laura Fernández (Tarrasa, Barcelona, 1981), hace al menos tres cosas y ninguna funciona bien o a favor del libro. Primero, ofrece un símil caricaturizado del estilo a encontrar, pero sucede que los trucos expresivos allí representados son más o menos los únicos, como si la caricatura se pareciera tanto a la realidad que, después, su reiteración se vuelve monótona. Segundo, dice todo lo que cabe pensar como interesante del argumento y no deja casi sorpresa, incluyendo algo que es adelantado a modo de símil o analogía y que al final es, hasta cierto punto, literal en la trama. Y tercero, invoca los nombres de Kurt Vonnegut y Thomas Pynchon de tal manera que es inevitable leer la novela desde ese prisma de influencias. Y si bien es cierto que no hay en Fernández nada de esa tontería de la “angustia” (más bien un goce, quizá incluso una ansiedad por exhibir la marca, por fetichizar la influencia), no le hace bien a la novela que busquemos en ella “un inédito delirantemente digresivo de un Thomas Pynchon que hubiera visto Ghost más veces de la cuenta”.

Pero empecemos de nuevo. ¡Hola! Soy Ramiro Sanchiz. Tal vez me recuerden de reseñas como "Volver a chocar el mismo auto" y "Cuna de campeones". Tengo dos noticias para darles, una buena y una mala. La mala: que Connerland evidentemente falla en estar a la altura de los libros que adelanta como referencias y que constituyen su matriz generativa (así, en lugar de un ingenio infinito à la Vonnegut, tenemos un libro que casi nunca llega a tener gracia o a tener esa gracia, mucho menos a ser genial). La buena: que en Connerland aparecen, aquí y allá, algunos destellos o sugerencias de genio e ingenio y con ellos se logra que los lectores deseemos que ese genio o ese ingenio se materialicen de manera tangible, definitiva, real: queremos que el libro nos guste, queremos que el libro brille, y atravesar la mitad (cuando ya tantas promesas fallaron en materializarse) y empezar a darle vueltas al tedio no evita, curiosamente, que sigamos buscando. Hasta el final se buscan esos destellos que no aparecen; terminado el libro, incluso, se puede dudar si no los habremos pasado por alto.

Por qué y cómo pasa esto –cómo se las arregla Connerland para simular ese libro genial que en rigor no es– termina por ser lo más interesante que tiene para ofrecer, aunque no lo único. Hay algo en sus páginas que es sintomático, por ejemplo, de la curiosa relación que sostiene cierto establishment literario (el de un posible nuevo mainstream, esa literatura cool aún no consagrada) con la ciencia ficción. Resulta llamativo, entonces, que la novela –que gira en torno a la muerte de Voss van Conner, un escritor de culto dedicado a la ciencia ficción, de quien se dice que ha escrito 117 novelas y miles de cuentos– ofrezca permanentemente, a modo de resúmenes de argumentos de esas novelas de Van Conner y de otros escritores en el universo ficcional de la novela, asuntos más bien tontos o tiernos que involucran planetas habitados por edificios parlantes, jirafas que escriben libros o dinosaurios detectives, como si se tratara del residuo cute que quedaría tras extirpar de la ciencia ficción las ideas fascinantes, lo inquietante, el sentido de la maravilla o la preocupación por el futuro. La ciencia ficción representada en Connerland se parece entonces a aquella representada por los libros de Vonnegut que incluyen al escritor ficcional Kilgore Trout (Desayuno de campeones –1973–, Dios lo bendiga, Sr. Rosewater –1965–, Matadero Cinco –1969–, Timequake –1997–, Pájaro de celda –1979–, Galápagos –1985–), y ahí, entonces, estaríamos ante una suerte de representación mediada o refractada: un género representado no desde su tradición en sí, sino según lo representa (lo estiliza, lo descontextualiza) en sus ficciones uno de sus practicantes más notorios.

Sería ocioso anotar todas las referencias y alusiones; desde la dedicatoria a Kilgore Trout y el acápite tomado de Dios lo bendiga, Sr. Rosewater hasta detalles como las ficticias “aerolíneas Timequake”, pasando por las 117 novelas y los 2.000 cuentos atribuidos a Trout, la presencia de Vonnegut es tan marcada como la de un dios inmanente en una cosmovisión panteísta. Algo, si se quiere, bastante cercano a algunos libros de Philip K Dick (Ubik –1969–, por ejemplo). Y, de hecho, hay por ahí referencias un poco más asordinadas a textos de Dick, entre ellas a los cuentos “Los días de Perky Pat”, “Si no existiera Benny Cemoli”, “El mundo que ella deseaba” y “Foster, estás muerto”. En cierto modo, por usar términos dickianos, Connerland parece un “holograma de doble fuente”, con un proyector Vonnegut (explícito, el gemelo luminoso) y otro Dick (más oculto, el gemelo malvado o muerto a poco de nacer). Que la ciencia ficción –o la ciencia ficción que interesa ahora o que le interesa a la autora– pueda rebobinarse o reescribirse o rebootearse desde Dick y Vonnegut es, desde luego, una idea sugerente en sí misma.

Quizá lo que termina por sobrar es la novela. Como si fuera una suerte de libro conceptual, lo que importa en Connerland, lo que atrae, no es lo que cuenta ni cómo está escrito, sino algo como un aura que parece apuntar a un asunto generacional: a un Vonnegut reciclado para quienes nacimos a principios de los 80 o fines de los 70, a una ciencia ficción (o post ciencia ficción) pensada para millennials. Su mundo desterritorializado, entonces, su peculiar variante del castellano (se la lee casi siempre como una traducción de un original en inglés), su ciencia ficción tierna y amigable, con un ligero toque “hauntológico” de los años 50 y la Guerra Fría, su extraña relación con la tecnología y el presente, y su evidente look (aprovechado en la trama, por cierto) de parque temático de un pequeño universo de cultura pop, terminan por aparecer como elementos a contar entre todo aquello que genera el espejismo de su atractivo.

Connerland. Laura Fernández. Barcelona. Penguin Random House, 2017. 458 páginas.

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