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Reseña de “El tobogán solitario”, de Edgarda Cadenazzi.

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En los últimos 20 años, un conjunto de reediciones a cargo de especialistas han devuelto a las librerías una parte fundamental de la tradición poética uruguaya que había sido en gran medida, y más o menos a conciencia, dejada de lado por la crítica. Así, a fines del siglo pasado, de algún modo inaugurando esta práctica, Pablo Rocca curó y prologó la edición definitiva de El hombre que se comió un autobús (La Cruz del Sur, 1927; Banda Oriental, 1998), debut de Alfredo Mario Ferreiro, tal vez el autor más conocido de su indeterminado grupo.

Unos cuantos años después, con introducción de Luis Bravo, se reeditó el segundo libro de Ferreiro, Se ruega no dar la mano (Cartel, 1930; Yaugurú/ Irrupciones, 2013) y en 2015, Rocca publicó en conjunto con María José Bon las poesías y prosas completas del autor con la editorial sevillana Ulises. Para entonces, el investigador había estado a cargo también de la reedición de La trompeta de las voces alegres, de Nicolás Fusco Sansone (Agencia General de Librería y Publicaciones, 1925; Banda Oriental, 2005) y, con la colaboración de Claudio Paolini en las notas, había republicado Palacio Salvo junto a otros poemas de Juvenal Ortiz Saralegui (Barreiro y Ramos, 1927; Banda Oriental, 2005); además, con epílogo de Bravo había sido reeditado Paracaídas, de Enrique Ricardo Garet (La Facultad, 1927; Yaugurú, 2008) y el inclasificable Aliverti Liquida, de la Troupe Ateniense (1932; Yaugurú/Irrupciones, 2012), esta vez con prólogo de Andrés Takach y epílogos de Georgina Torello y Riccardo Boglione. Estos últimos, habituales colaboradores de las páginas de la diaria, publicaron además, en 2014 y en Italia, una antología bilingüe de poemas futuristas uruguayos que traza algo así como un mapa de las distintas formas en que se recibió el movimiento iniciado por FT Marinetti en nuestro país, que el poeta visitó en dos ocasiones, en 1926 y 1936.

En efecto, esos libros heterogéneos y a menudo repudiados por sus autores en su madurez, que tienen en común haber sido publicados originalmente entre 1925 y 1932, podrían, con más o menos reparos, ser considerados poesía “de vanguardia”. Todos ellos, de hecho, responden de algún modo, siempre conflictivo, a los revulsivos movimientos europeos iniciados por el Primer Manifiesto Futurista el 20 de febrero de 1909 (que, como consignó Daniel Vidal, fue publicado por primera vez en castellano por el diario montevideano El Día un mes después de su publicación original), cuya popularidad estaba ya en su declive, pero también se pueden pensar en un ambiente literario continental convulsionado y muy conectado a través de revistas y editoriales.

Hace un par de meses, a ese variopinto catálogo se le sumó una pieza de impactante brillo y singular historia: El tobogán solitario, volumen que reúne una veintena de poemas de Edgarda Cadenazzi (1908-1991) nunca antes publicados en libro, aunque algunos de ellos habían sido recientemente incluidos en un afiche realizado por Boglione para el coloquio Montevideana VIII: nuevos mapas de las vanguardias, en 2013, y, al año siguiente, en la mencionada antología bilingüe que el investigador hizo junto con Torello.

De ese silencio vuelve gracias a Giselda Zani, magnífica prosista y amiga personal de Cadenazzi, que la menciona y cita en una conferencia dada con motivo del Centenario en la que no sólo habla de su genio, sino además de su renuencia a hacer públicos sus versos. Fue, de hecho, tras leer ese texto, que Héctor Gómez decidió buscar más datos sobre la elusiva poeta, tarea en la que, luego de muchos vaivenes, se le unió Javier Costa, que sería autor del prólogo y la cronología. Así, el libro se logró tras años de buscar, en antologías y revistas, semanarios y boletines de toda América (como La Sierra, Guerrilla, Titikaka y Amauta, de Perú, la ecuatoriana Savia y las uruguayas Justicia, Izquierda, Alfar, Cartel, Síntesis y La Cruz del Sur), este puñado de poemas que son hoy, junto a algunas dedicatorias en verso y sus cartas a Ortiz Saralegui, la obra completa de Cadenazzi, de quien sólo se recuperaron dos fotografías (una de niña, la otra de su credencial) y cuya biografía debieron armar los investigadores como un puzle con piezas que vienen de fuentes tan diversas como la mencionada conferencia de Zani (firmada con el apellido de su esposo, el también escritor Juan Carlos Welker) o los diarios de juventud de Idea Vilariño, que fue su compañera de escritorio en la Biblioteca y Museo Pedagógico de Montevideo.

“Un circo en la boca / y un logaritmo en el corazón”

Más allá de su misteriosa vida, la obra de Cadenazzi se hace un lugar entre las de sus contemporáneos y también entre la actual poesía uruguaya por su manejo de los ritmos, su sensibilidad moderna y el uso consistente de símbolos e imágenes impactantes. En una reseña-carta dedicada a Juan Carlos Welker que se reúne en la segunda sección del libro, la poeta dice: “Yo, Edgarda Cadenazzi, importadora de un nuevo tipo de emoción, vuelvo a repetir el crucifijo y el aeroplano” y, en este sentido, lo primero que viene a la mente, en el entrecruzamiento de líneas y en las connotaciones a la vez espirituales y contemporáneas, es el tobogán del título, que se repite a lo largo de sus versos, como aquel en el que define a los cerros como “el tobogán del cielo”.

Siguiendo esta sugestiva metáfora (que a veces se expande y es “el plano inclinado de la vida”), es fácil ver una suerte de geometría de los versos, que abundan en rectas: horizontales, casi siempre en relación con la velocidad, el combate y el progreso de la técnica (las marchas y las vías del tren, que embiste “por la izquierda” como “los hombres nuevos”) o verticales, que parecen indicar una búsqueda de conexión entre lo celestial y lo terrestre, que de algún modo hace eco en la simpatía de Cadenazzi por el olvidado Vicente Basso Maglio, de clara vocación mística. Por otra parte, el tobogán (que surgió, más o menos en la forma en que lo conocemos, en Estados Unidos a principios del siglo XX) remite a una dimensión que lo vincula con otra parte de la vanguardia, con su fascinación por el juego y, también, por lo circense y lo humorístico, evidente en su admiración por Charles Chaplin, a quien dedica un poema de 1928 en el que se puede ver también su potencial político. Para socavar, sin embargo, esta interpretación recta, vale fijarse en los círculos de las hélices y, sobre todo, en la contraposición entre la “Locura en zig-zag” y la “Serenidad horizontal”, entre el “Silencio vertical”, el “Sonido oblicuo” y el “Ángulo sentimental”, tensión que impregna muchas de las mejores piezas.

“Yo que soy triste porque soy vertiginosa”

Aunque, como se sugirió, hay desde el principio un difícil equilibrio entre una poesía que se propone transmitir entusiasmo, dinamismo y fuerza y un temperamento que parece tender a lo introspectivo, solitario y estático, hacia el final del breve periplo de escritura (1927-1931), la obra de Cadenazzi se hace más hermética y contemplativa. La figura de la avispa (“Tú que eres vivaz como la luz del maíz / y sales de la amapola / como la chispa de la hornalla / y serenas las aristas de dios / como la fina miel / y eres antigua y jubilosa como la geometría”) es la que predomina como imagen de anhelo del yo lírico, que alcanza una hondura metafísica. No es que esta textura no se pudiera ver antes, pero la depuración de ciertos juegos, que a veces pueden cansar en la repetición, lleva a pulir la lírica, que se muestra despojada y tendiente a la concisión, a la vez que pierde algunos elementos característicos de la “primera época” (si se pudiera hablar en estos términos).

Atrás quedan, de algún modo, los cantos del futurismo feliz y desvergonzado, del primer futurismo revolucionario y de simpatías anarquistas, que superpone la escritura con el acto de leer, como sugiere el título “Mira, te hago este poema – Blanca Luz Brum”, en el que se encuentran los versos “En una sonrisa mi fusil / mostrará su dentadura de balas”. Atrás queda cierto lenguaje cientificista (“Soy un logaritmo, / en un teorema nocturno. / Ansiedad de número complejo”) y también la sensualidad (“Los sanos y los enérgicos / descubrieron la hélice que tengo en la boca”), y Cadenazzi se repliega, acaso, sobre una tradición intimista que la acerca al modernismo (dice en un verso: “Soy una isla que se está muriendo”).

De esta manera, su poesía se revela única, sorprendente aun en sus momentos más previsibles, furiosamente idiosincrática. Al final, es acaso esa búsqueda en sí misma, ese replegamiento que le da su potencia, lo que, junto con su declinante salud psíquica, marcará su separación del mundo, que lentamente la irá dejando al margen y la terminará perdiendo casi del todo, hasta ahora.

El tobogán solitario. Edgarda Cadenazzi. Montevideo, Ilión, 2018. 152 páginas.

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