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Monumento Mafalda, en la calle Defensa esquina Chile, en Buenos Aires.

Foto: Juan Mabromata, AFP

Vivimos con Quino, el dibujante que ha marcado sucesivas generaciones dentro y fuera de Argentina

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“Buen viaje, maestro”. Esa frase está en innumerables posteos que despiden a Quino. Justo partió el día siguiente del aniversario 56 de Mafalda, su entrañable personaje y su tira más popular. Como si hubiera esperado para atravesar esa celebración una última vez. El desconsuelo nos sacude a quienes crecimos, pensamos y descubrimos algo de nosotros mismos y del mundo con sus creaciones. Es comprensible. Quino, ese personaje tímido, que desde niño supo que quería dibujar, que le costaba la exposición pública, pero terminó convirtiéndose él mismo en un personaje admirado, capaz de seducir con un carisma extraño, ha marcado sucesivas generaciones dentro y fuera de Argentina.

Quino llegó joven a Buenos Aires, desde Mendoza, a hacerse un lugar en un campo humorístico que estaba en pleno auge y dinamismo. Con muchos talentos, escuelas y creciente espacio en la prensa. Poco después saldría Tía Vicenta, esa revista icónica hasta el día de hoy. Quino siempre recordaba que, al comienzo, había noches que no dormía para llegar con el ritmo de entregas que debía aceptar. En parte eso se debía a su cuidado. Pensaba obsesivamente cada detalle: podía dibujar una y otra vez variaciones para la expresión de los ojos, observar las vidrieras imaginando los vestidos que usaría Mafalda, revisar cada ángulo de una resolución. Su método de trabajo exigía esa observación minuciosa de la realidad. Me lo imagino un lector voraz de las noticias de los diarios en los que trabajaba. Eso era sólo el inicio de un diálogo constante consigo mismo, un masticar crítico que movía una reflexión filosófica, que siempre derivaba en una resolución gráfica que imantaba su arte.

Esa capacidad, inusual, le permitió registrar los fenómenos emergentes de esos vertiginosos años 60, que lo llevaron, con una enorme intuición, a convertir en personaje principal a Mafalda, una niña/joven contestataria y feminista innata –en las antípodas de las niñas delicadas hegemónicas hasta hace tan poco–. Es decir, que lo hizo situar, en 1964, a su famosa historieta en el nudo mismo de las confrontaciones generacionales y de género todavía emergentes. Con Mafalda, Quino tensionó al máximo la ironía y la ingenuidad. Con referencias implícitas, parlamentos omitidos y cierres abiertos, sus estrategias humorísticas jugaron con la erosión de la división entre lo público y lo privado –instituida por la modernidad burguesa– al iluminar lo político mediante lo familiar y viceversa.

A partir de esa intuición, Quino fue capaz de retratar la contracara de las imágenes modernizantes dirigidas a las clases medias –y trabajadoras– que invadían las publicidades con promesas de felicidad y vendedores de gran sonrisa. Entrevió las imposibilidades y las frustraciones: ese padre de familia que no llegaba a fin de mes y que carecía de autoridad sobre su prole –aún más, veía embobado la carcajada de su hijo– o esas amas de casa a las que sus propias hijas les increpaban su destino. Dialogó con las convulsiones de los años 60 y 70, las revueltas estudiantiles, la entidad del Tercer Mundo, la censura y la represión que no sólo asolaban a América Latina. Pero Quino no se limitó a pintar su tiempo –los emergentes de un momento singular– y su aldea –esa urbe porteña destilaba en cada detalle–, sino que, al hacerlo, con su intuición nos iluminó nuestra condición humana y nuestros males: la injusticia, las guerras, la pobreza. Siempre decía que la perdurabilidad de Mafalda se debía a que los problemas seguían vigentes. Ciertamente nuestro presente, esta pesadilla de una pandemia global creada por la feroz reproducción del capital, le da la razón.

Sin embargo, esa explicación no basta. La vigencia de Quino está en su humor. En esa interpelación activa, abierta, de gran riqueza, que reclama de quien lee que complete el sentido, facilita una autopercepción reflexiva y moviliza una experiencia social, que surge de la lectura pero la excede. Sus creaciones de papel y tinta saltaron de los recuadros de la historieta. Se volvieron un fenómeno social. Fueron apropiadas por cada generación y cada público. Y se instalaron en nosotros. A la vez que favorecieron una producción constante de nuevos canales y modos de circulación de la obra. Nuevas ediciones (diferentes libros, revistas, idiomas) y diferentes formatos (cine, televisión, muestras) que hicieron posible distintos actores (medios de comunicación, instituciones educativas, críticos). Con ellos, en cada momento y en diferentes lugares, sus creaciones, y, muy especialmente Mafalda con su banda de amigos, vivieron una resignificación constante. Cobraron vida. Incluso, muchas veces constituyeron con esas personas –de distintas edades, pertenencias, condición social– en su subjetividad. Y, al hacerlo, las integraron a una comunidad de pertenencia. Leer Mafalda o solazarse una y otra vez con los dibujos de página implica una cifra: compartir un código, ser parte de una cofradía masiva. Mafalda se volvió, incluso, un mito contemporáneo, que confiere, para muchos, significación a la existencia social. Condensa principios que dan sentido a los dilemas, las luchas que enfrentan sujetos muy diferentes en distintas partes del mundo. Es esa cofradía global que hoy le rinde homenaje.

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