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Monumento a la cumparsita en avenida Brasil, departamento de Treinta y Tres.

Foto: Diego Hernández

Crónicas del año del encierro: La carnavalización del miedo

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Leído por Abril Mederos
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Escribo esta noticia unas horas después de haberse anunciado que en Rincón de Ramírez, un pueblito de la ruta 18, cerca de la frontera, hay una señora que trabaja en el campo, infectada de coronavirus. Eso ha sumado, entonces, algunas decenas de cuarentenados a los que ya teníamos por aquí. Termina así un lapso raro en el que Treinta y Tres fue, no sé bien por qué, el único territorio libre de peste en Uruguay.

En el supermercado me encuentro con Sergio (liberal, abogado), que me habla de un libro de Mario Vargas Llosa sobre Jorge Luis Borges y me confiesa una esperanza melancólica y pomposa: que la infección haga que nos vuelva la conciencia de la fragilidad humana, que nos roce de nuevo esa verdad. Entre tanto, una peluquera de mi barrio, desenmascarillada y sólida como un personaje de Robert Crumb, no ha parado de esculpir las barbas y las cabezas de sus muchos clientes, para que todos terminen pareciéndose al mismo futbolista. Desde su barber shop transparente las cumbias envuelven la cuadra, como un perfume terraja traído de Paraguay. No es necesario informar que la actitud de la peluquera es mucho más precisa, verosímil y económica que la del abogado para ilustrar lo que han hecho los ciudadanos treintaytresinos durante la pandemia, aun en los días de susto por brotes peligrosos aparecidos en un sanatorio y en un entierro. Hubo, sí, cuando todo empezaba, una erupción de xenofobia indignada contra unos obreros que habían llegado al pueblo enfermos, desde algún lugar de Brasil, a trabajar en las calizas. Pero aquello pasó pronto: ahora los brasileros son parte de nosotros, y (porque todo tiene su banda sonora) suman sus decibeles de forró a nuestro propio ruido, mientras toman cerveza en los patios o balcones en las casas que han alquilado. A veces he pensado, con algún exceso de facilidad, que esa conducta de desaprensión y bochinche es sólo la imposibilidad de salir de un hedonismo aturdido que ha sido la existencia más visible de Treinta y Tres en los últimos tiempos. Sin embargo, recordando la introducción del Decamerón, he llegado a suponer que los comportamientos ante la peste no son tan distintos en 2020 de aquellos tiempos en que “habían llegado los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios al número de 1348”. Entonces, allá en Florencia –escribió Boccaccio– “pasaban el día entre músicas y demás placeres lícitos, sin pensar en los muertos y enfermos de la ciudad porque –aseguraban– aun este pensamiento podía ser pernicioso”. El barullo es, entonces, una carnavalización del miedo.

Todos sospechamos que algunas de las cosas que la covid-19 ha transformado van a permanecer para siempre después del día inconcebible en que la infección remita. Algunos protocolos o hábitos (por ejemplo, cierto uso de la palabra “protocolo”) se quedarán ahí como la resaca de una inundación en retirada. Por otro lado, algunas maneras de funcionar parecen haber sido introducidas o afianzadas, como enfermedades oportunistas, en los circuitos de la profilaxis. Se ha dicho, por ejemplo, que tal vez estemos ante la consumación de cierta profecía de Jean Baudrillard según la cual todos terminaríamos desmaterializándonos, resueltos en información pura (esta distopía se corrobora, sobre todo, en la educación). En Treinta y Tres nada es tan radical, pero han ocurrido algunos cambios que quizás no se reviertan. Por ejemplo: el uso de los espacios públicos. El vaciamiento o la degradación del centro del pueblo, que ya venía ocurriendo desde hace tiempo, parece haberse acelerado. La plaza principal (19 de Abril) resultó demasiado cercana a la Policía para seguir funcionando como lugar de aglomeración nocturna de adolescentes. Los muchachos terminaron migrando a la vieja plaza Colón, más oscura y retirada, más cerca del parque del Olimar, que no siempre está clausurado. También hacia aquella zona más amplia y aireada se corrió la feria de los domingos. Así, el centro –donde vivo– ha quedado medio vacío. Algunas madrugadas me despierta una de las grandes camionetas que deambulan por el pueblo, sin que nadie se pregunte para qué, sobrecargadas de equipos de sonido, haciendo vibrar las ventanas con los bajos del reguetón.

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