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Manifestante en la avenida Diagonal Norte, diciembre de 2001.

Foto: Enrique García Medina

A 20 años del 2001 argentino, entre heridas que no cierran y la memoria de la rebeldía

8 minutos de lectura
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El colapso de la economía neoliberal y la reacción en las calles marcaron un hito en la vida de Argentina. Nombres clave del gobierno de De la Rúa se encuentran tanto o más vigentes junto a Macri y Rodríguez Larreta. El nunca más que no fue.

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Leído por Abril Mederos.
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Argentina, diciembre de 2001. Veinte años. Un país se resistía al destino de desintegración social, soberana e institucional que le deparaban prestidigitadores del librecambio desde sus guaridas fiscales, sus despachos en las cámaras empresariales y sus tribunas periodísticas. Las fuerzas sombrías que condujeron a Fernando de la Rúa hacia el final, esos evangelistas de la convertibilidad peso-dólar 1 a 1, prenunciaban una deriva de cacerías policiales y, si fuera necesario, militares en las calles para que la casa permaneciera en orden. La receta de los papers y las pantallas dominantes incluía la alternativa de que alguna tutela externa se ocuparía de darle gobernabilidad a la Argentina ante su abismo. Tras décadas que comprendieron una dictadura feroz, el bamboleo económico del radical Raúl Alfonsín y el festival del liberalismo menemista, ya era hora de que el país aceptara que su sueño fundacional de progreso más o menos igualitario había naufragado definitivamente. Y que lo hiciera sin chistar.

La moneda estaba en el aire. Los cánticos “que se vayan todos”, “piquete, cacerola, la lucha es una sola” que inundaron las avenidas y las rutas expresaron la reacción ante el destino planeado. La furia comprendía dosis de autoindulgencia. No habían sido pocos los argentinos que abrazaron los ocho años de altas tasas de crecimiento bajo el gobierno de Carlos Menem. Los supermercados noventistas argentinos exhibían una variedad de productos que no se conseguía en Europa; viajar al exterior, esa pasión de la clase media, se había vuelto más barato que nunca, y la ola privatizadora del peronismo neoliberal había alcanzado extremos que ni Augusto Pinochet se había permitido en Chile.

En un país con tradición industrial, el modelo alcanzó logros a partir de 1992, pero ya había comenzado a crujir a mediados de la última década del siglo XX. Récord de desocupación y desigualdad, zonas enteras de la Argentina en el norte y en el sur que recibieron una etiqueta lapidaria: “inviables”. El combo venía con una corrupción inusitada y la coronación de la impunidad absoluta para los crímenes del terrorismo de Estado. Sin embargo, una mayoría no sólo había reelegido a Menem en 1995 sino que había votado un falso cambio en 1999.

Envuelto en los azahares de la Internacional Socialista, que le organizó un festín en Buenos Aires, el radical De la Rúa canalizó el hartazgo del menemismo con la promesa de que no cambiaría nada salvo los viajes en Ferrari y los negociados a cara descubierta. Había que poner mucha voluntad para percibir aires regenerativos en ese radical conservador con cuatro décadas de experiencia política.

La dilapidación del enorme capital político de De la Rúa resultó exprés. En cuestión de semanas, se desvanecieron sus tenues promesas socioeconómicas, y en cuestión de meses, quedó al desnudo la fragilidad de la renovación ética. Una coima a senadores para aprobar una ley laboral (nuevamente, con aroma pinochetista de tan draconiana) y la emergencia de vividores de recursos estatales de otra estirpe quebraron al gobierno. Una parte de los peronistas de centroizquierda y afines dejaron la Alianza a mediados de 2020. Las maniobras y las dudas de los disidentes también demostrarían su poco alcance.

Sólo un gobierno ensimismado, sin densidad ni liderazgo pudo verse sorprendido por la deriva de diciembre de 2001. Ya desde mediados de la década de 1990, los piquetes en las rutas (en Cutral Co en la Patagonia y Tartagal en Salta) y las calles de las grandes ciudades fueron parte cotidiana de la vida pública argentina. Durante todo 2001, mientras De la Rúa ensayaba infinitas promesas de un “último ajuste” y sus asesores irritaban a la población con marketing hueco, las protestas se volvieron cada vez más frecuentes y masivas.

Fuego prendido por los manifestantes para frenar el avance policial en la calle Diagonal Sur, próximo a Plaza de Mayo.

Foto: Enrique García Medina

El Fondo Monetario Internacional (FMI) le bajó el pulgar a otra ronda de salvataje y el prestidigitador mayor, el mago llamado de urgencia para que se encargara de su alquimia, Domingo Cavallo, puso punto final al 1 a 1 con la implementación del corralito. Comenzaba diciembre y los argentinos ya no podrían sacar sus ahorros de los bancos. Esa limitación despertó las conciencias que faltaban en el núcleo de votantes de De la Rúa. “Piquete, cacerola, la lucha es una sola” resonó de La Matanza a Mendoza, de Entre Ríos a Recoleta. Los bancos se apresuraron a reemplazar sus ventanales por grandes planchas de metal.

Una sociedad como la argentina, forjada en la Plaza de Mayo desde antes de ser República, sabía dónde había que protestar. Las Madres de la Plaza, ya en sus 70 largos, menospreciadas por De la Rúa durante todo su mandato, seguían allí, dispuestas a combatir cuerpo a cuerpo con la Policía Montada. La memoria de la crisis anterior, la de la hiperinflación de 1989, multiplicó los saqueos. Había que conseguir comida; el vandalismo y bandas delictivas hicieron el resto.

De la Rúa apeló a su instinto más básico. En la noche del 19 de diciembre, comunicó el Estado de sitio y se mostró totalmente insensible y amenazante. La medida no hizo más que acelerar la protesta, que se extendió por los barrios.

De inmediato, las fuerzas de seguridad y parapoliciales lanzaron la cacería anunciada: 39 muertos entre los alrededores de la plaza, el Congreso y las barriadas de todo el país. En la tarde del 20 de diciembre, con el centro de Buenos Aires convertido en batalla campal, el presidente anunció su renuncia y un helicóptero lo rescató de la Casa Rosada. Se reservó una foto en la mañana del día siguiente junto a Felipe González, que no pudo contener sus ansias de hacer lobby para las empresas españolas que lo contrataban aun en medio de la debacle.

La historia que siguió merece líneas que no alcanzan. Argentina entró en un estado asambleario que despertó ilusiones revolucionarias. El peronista Eduardo Duhalde condujo el proceso entre llamas durante el dramático 2002. Una represión en un puente de la Capital Federal con Avellaneda causó dos nuevas muertes que pusieron punto final al interinato de ese político de mil contubernios e indudable olfato popular. Duhalde comprobó su límite y llamó a elecciones. Menem conservaba 25% de apoyo, entre peronistas humildes clásicos, nostálgicos de la estabilidad del 1 a 1 y buena parte de la derecha a la que había encandilado. El resto estaba repartido en un amplio arco.

Uno de sus rivales fue un peronista “exiliado” en Santa Cruz durante la dictadura, pragmático, díscolo ante las estructuras del Partido Justicialista, esposo de una senadora de mayor relieve político y contenido ideológico. Como Juan Domingo Perón y Eva Duarte en 1945, como Carlos Menem en 1989, Néstor Kirchner leyó el escenario y se reinventó para fundar una era. “Formo parte de una generación diezmada”, leyó el 25 de mayo de 2003, cuando asumió la presidencia tras el retiro de Menem del balotaje. El texto había sido redactado por la senadora Cristina Fernández de Kirchner.

Esquina de la Avenida de Mayo, el 12 de diciembre de 2001.

Foto: Enrique García Medina

La revuelta de 2001 y buena parte de la épica construida por los Kirchner navegaron sobre la presunción de que se había dado vuelta la página a un proyecto neoliberal en la Argentina. Con desmesura, muchos creyeron ver un segundo “Nunca Más” tras aquel del fin de la dictadura.

Mauricio Macri, a su modo, fue otro emergente de 2001. Este paciente ingeniero, contratista del Estado y expresidente de Boca Juniors construyó un exitoso proyecto sobre el espacio vacante dejado por el desprestigio de Menem y la derecha tradicional, y la debacle de la Unión Cívica Radical.

Década y media después, Macri llegó a la Casa Rosada. El elenco menemista de primer orden pasó a retiro tras el fracaso de 2003, aunque no faltaron cuadros de ese ciclo en la gestión de Macri. La derecha liberal-conservadora profunda, la casta de apellidos nobles de la Sociedad Rural y el poder financiero, aquella que encuentra trazos en los golpes de Estado del siglo XX, quedó tan entusiasmada con Cambiemos como con Menem, pero el lugar que alojó a Macri fue, básicamente, no peronista, y en cierta medida, antiperonista.

Así fue como algunos políticos y economistas clave del gobierno de De la Rúa no sólo sobrevivieron para contarlo sino que alcanzaron lugares privilegiados década y media después, y hoy se ubican a la vanguardia de los halcones de Juntos por el Cambio (Cambiemos).

El economista Federico Sturzenegger todavía no había sido sobreseído por su responsabilidad como secretario de Política Económica en el “megacanje” de 2001 (una monumental operación de cambio de bonos por otros de mayor tasa y aumento de capital hasta 50.000 millones de dólares) cuando fue designado al frente del Banco Central, en diciembre de 2015. En su nuevo puesto, Sturzenegger fue el artífice de la nueva bicicleta financiera que dejó otro lastre de decenas de miles de millones de dólares. Cedió el cargo en el Central en 2018, con el país al borde del default. Hoy ocupa cátedras universitarias y continúa su carrera como consultor top.

Patricia Bullrich –sucesivamente, peronista revolucionaria, liberal-centrista y halcona antiperonista– fue ministra de Trabajo con De la Rúa. Desde esa cartera orquestó rebajas salariales como parte de los sacrificios de 2001. Como ministra de Seguridad de Macri, militó la mano dura, con reivindicación de policías y gendarmes condenados o acusados por homicidios de delincuentes o, en el lenguaje de la presidenciable Bullrich, “terroristas”.

La lista sigue con Hernán Lombardi, espada agresiva en el manejo de los medios públicos durante la gestión de Macri y uno de los principales laderos del exmandatario en la actualidad. Entre 1999 y 2001, Lombardi orbitó en el Grupo Sushi, un conglomerado fashionista que lideraron los hijos de De la Rúa, y terminó como ministro de Cultura y Turismo. Su correligionario radical Ricardo López Murphy, ministro de Defensa y efímero ministro de Economía antes de Cavallo, acaba de asumir una banca de diputado por el frente de Macri. Es uno de los economistas más consultados por el mundo empresarial y mediático.

Si la mirada se extiende a segundas líneas, la lista de la prosapia pre-2001 cobra un volumen mayor. Entre otros, con Horacio Rodríguez Larreta, jefe de gobierno de la Capital Federal y aspirante a la presidencia en 2023, quien ejerció como interventor del gigantesco sistema de salud de jubilados y pensionados PAMI con De la Rúa.

La reaparición y emergencia de estas figuras llegó de la mano de una narrativa que pasó a denunciar que en 2001 ocurrió un “golpe de Estado”. Primero fue De la Rúa y su entorno más próximo. El expresidente señaló a Duhalde y a su compañero radical Raúl Alfonsín como los hacedores del derribo. Nadie prestó demasiada atención a esa hipótesis, pero con los años, la versión campea a sus anchas en Juntos por el Cambio, su entorno intelectual y los dos principales conglomerados mediáticos, Clarín y La Nación. La denuncia dice que a De la Rúa no lo derribaron el ajuste permanente, el fraude ético, la ineptitud política ni las muertes del 19 y el 20 de diciembre, sino que fue el peronismo. Pocas voces de aquel gobierno, pero existentes, se atreven a desafiar esa explicación, como el exjefe de Gabinete Chrystian Colombo, quien recordó ante el sitio Cenital que las bancadas peronistas del Congreso, con muchos miembros electos en tiempos de Menem, y la clase política en general brindaron apoyo al presidente radical “hasta que no pudieron más”.

La Policía Federal reprime en la calle Defensa.

Foto: Enrique García Medina

El rostro de Argentina quedó marcado para siempre por diciembre de 2001. Por la rebeldía popular, la capacidad de organizarse en las calles y la intención de imaginar escenarios distintos a los preestablecidos, pero también por las heridas que no cicatrizaron. Entre estas se ubica la impunidad. De los funcionarios de alto rango, tan sólo un secretario de Seguridad radical y un jefe de la Policía Federal fueron condenados a penas de cárcel inferiores a cinco años, y todavía cuentan con instancias de apelación. Cavallo también resultó absuelto por el megacanje y es una fuente de consulta habitual de los medios y de Rodríguez Larreta en calidad de experto.

Sin embargo, la mayor herida es la social. Hay familias, barrios enteros, que cayeron en la pobreza en la crisis de fin de siglo y nunca se recuperaron. En aquellos años, la pobreza trepó hasta 56%. Tras el rebote y la recuperación de los dos primeros mandatos de los Kirchner, disminuyó a cerca de 25%, pero con Macri creció otros diez puntos, y con la pandemia, otros cinco (los porcentajes no son comparables a los de otros países de la región, ya que varían los sistemas estadísticos). Muchos jóvenes que se asomaron al abismo en 2001 ya son padres o abuelos, y sus hijos y nietos tienen motivos para la desesperanza.

Esa es la derrota que dejó 2001 en la Argentina, y también, la memoria de la rebeldía, la fuente para eludir la resignación.

Sebastián Lacunza desde Buenos Aires.

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