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El líder del Partido Popular, Pablo Casado, abandona el hemiciclo tras una breve intervención en la sesión de control al Gobierno, el miércoles 23, en el Congreso de los Diputados.

Foto: Chema Moya, Efe

Pablo Casado, o el manual de cómo no hacer frente a la ultraderecha

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El presidente saliente del Partido Popular español alternó su posición entre hacer frente al desafío de Vox y el ala dura de su partido, e imitar el discurso. Finalmente, terminó por no conformar a nadie.

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Leído por Abril Mederos.
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En el lapso de siete días, Pablo Casado vio cómo su papel de jefe de la oposición española quedó fagocitado. El 16 de febrero por la noche, el presidente del Partido Popular (PP) fue tomado por sorpresa por un golpe de una rival interna. En horas y días siguientes, desorientó a todo el mundo con movimientos erráticos, midió mal sus fuerzas y terminó pidiendo clemencia para que los “barones” del Partido Popular no lo echaran con deshonra.

El tenue auge y la estrepitosa caída de Casado (Palencia, 1981) deben ser analizados en el marco de las lógicas y la tradición políticas de su país, pero también brinda indicios sobre los desafíos que suponen las nuevas derechas rebeldes y, sobre todo, qué es lo que no se debe hacer para preservar un espacio acechado.

Durante todo su mandato, Casado pareció acomplejado por la emergencia del neofranquista Vox y el reclamo solapado de dirigentes de su partido, como la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, para plantar cara al “gobierno socialcomunista” de Pedro Sánchez en clave de enemigo de España.

Bajo diferentes formatos y desde distintas culturas políticas, en las últimas décadas surgieron en muchos países movimientos de derecha que desafían el esquema político tradicional y los márgenes de desarrollo de la democracia, pero sobre los que no hay todavía consenso a la hora de identificarlos: si derecha rebelde, ultra, neofascista, reaccionaria, antisistema, populista, y siguen las conceptualizaciones. Como se llame, ese lugar lo ocupa Vox en España, una escisión formada por emigrados del PP y empresarios, exjueces, periodistas y exmilitares que tenían ganas de salir del clóset y anotarse en la política partidaria.

Casado, todavía en las formas presidente del PP, proviene de Castilla-León, una de las comunidades autónomas de voto más conservador de España, allí donde su partido suele (o solía) ganar con la marca.

La debacle financiera global de 2008 dejó a España frente al espejo de su modelo económico intocable. La burbuja inmobiliaria, no casualmente forjada sobre la compra de voluntades para obtener permisos de construcción, hizo eclosión tres años después y el país se asomó al abismo.

La crisis del bipartidismo PP-Partido Socialista Obrero Español (PSOE) alcanzó un hito cuando los indignados se concentraron en la Puerta del Sol el 15 de mayo de 2011 para gritar en contra de un sistema que se mostraba inerte ante la crisis. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y el PSOE llegaron desahuciados a las elecciones generales de ese año. Con el tiempo, Podemos, con el liderazgo de Pablo Iglesias y sus colegas de la Complutense de Madrid, supo ocupar ese lugar a la izquierda del espectro político.

La alternancia tradicional demoró el desafío al establishment político por derecha. Mariano Rajoy fue electo presidente de gobierno en 2011. Para un partido que incluyó desde sus inicios a herederos reaccionarios del franquismo, el político gallego era un “moderado”. Al final, un ajuste draconiano, el desafío independentista en Cataluña y las denuncias de corrupción masiva y espionaje ilegal terminaron por jubilar a una generación de políticos conservadores, incluidos Rajoy y su rival interna, Esperanza Aguirre, expresidenta de la Comunidad de Madrid y preferida de un sistema mediático que se despliega en abanico para todas las variantes de la derecha reconocibles.

En 2018, como un heredero de una corona abdicada, Casado llegó a la conducción del partido. El desconocimiento en la opinión pública le jugó a favor para la promesa de una regeneración ética.

Mientras tanto, habían surgido desafíos al principal partido conservador de España desde posiciones “centristas”, españolistas contrarios a los independentistas vascos y catalanes, pero sin mancha franquista. Primero había sido Unión, Progreso y Democracia, intento que sucumbió entre personalismos y zigzagueos de sus incorporaciones “apartidarias”. Tomó la posta un proyecto con más cuerpo, Ciudadanos, surgido en Cataluña como un conglomerado de liberales que, no bien asomaron la cabeza, mudaron su cuartel central a Madrid, su verdadera casa.

De esta manera, la torta electoral española quedó dividida en porciones más o menos equivalentes entre Podemos, PSOE, Ciudadanos y PP, más el arco de nacionalistas catalanes y vascos, todos ellos conducidos por una generación de políticos que rara vez superaba los 50 años.

Casado se abocó a llenar los casilleros del organigrama del PP con colegas de edades cercanas a la suya. Una de ellas fue Díaz Ayuso como candidata a la Comunidad de Madrid (incluye la capital española y municipios de alrededor). Se trató de una apuesta personal por una ilustre desconocida, experiodista, que hasta entonces se había hecho notar por manejar redes sociales de Aguirre y poco más.

Con tres expresidentes de la comunidad de Madrid del PP afrontando causas penales, Ayuso resultó electa en Madrid en 2019. Gol de Casado.

La pelota estaba en el aire y parecía que Ciudadanos y Podemos darían el sorpasso al PP y al PSOE. Por reacomodamientos de los partidos tradicionales, la superación de la crisis económica y otros avatares, Podemos se desinfló un poco y Ciudadanos se volvió marginal.

En el juego de flujo y reflujo, crecía Vox. Resultó que los “centristas” de Ciudadanos se tentaron por votar al neofascista Vox, o al menos eso indica el reparto de torta electoral. El riesgo del sorpasso llegaba ya no por el centro, sino por derecha.

En momentos críticos, el presidente del PP resistió el clamor del entorno mediático e intelectual para dejar de lado toda prevención y formar gobiernos municipal, regional o nacional con Vox. Con el objetivo de sacar al “régimen socialcomunista” de La Moncloa que se alía con los “terroristas” (independentistas vascos y catalanes), no había espacio para “cordones sanitarios” al estilo de los conservadores franceses o los democratacristianos alemanes. Al fin y al cabo, no era tan grave pactar con Vox en un país que todavía está debatiendo sobre homenajes a Franco y la inalterabilidad de fosas clandestinas.

Casado cortó la cabeza, en 2020, de quien era la diputada y vocera parlamentaria del PP, la hispano-argentina Cayetana Álvarez de Toledo, una derechista idolatrada por el ala dura. También resistió con vehemencia un intento de Vox por destituir a Sánchez mediante una moción de censura.

El punto de fuga del liderazgo de Casado fue su inconsistencia. Cada movimiento para frenar a Vox y sus rivales internos fue contrapesado con una radicalización de su discurso. Se dio así la paradoja de que sus bloqueos a la alt-right (derecha alternativa) significaron un avance, en su propia boca, de la guerra contra “los enemigos de España” y “los socialcomunistas”.

La pelea con Díaz Ayuso, transformada en la gran esperanza de los duros, se mantuvo soterrada hasta hace diez días.

Casado denotó desesperación hace tres semanas, cuando se metió en la campaña regional de Castilla y León y reivindicó “la cuna de la hispanidad, mal que le pese al de México [Andrés Manuel López Obrador] y a los podemitas que están con dictadores bananeros que asesinan, torturan y violan, sin pedir perdón, con orgullo de ser españoles”. El resultado del 12 de febrero volvió a marcar el crecimiento de Vox en detrimento del PP. La pólvora de la radicalización de Casado estaba mojada.

El último acto de la inconsistencia ocurrió tres días después, cuando Díaz Ayuso buscó salir de una sospecha de coimas con una fuga hacia adelante. La dirigente filtró que Casado la había espiado ilegalmente con el objetivo de difamarla por el pago cobrado por su hermano en la adjudicación de una compra de tapabocas en abril de 2020. Otra vez la corrupción, otra vez el espionaje. En su primera reacción, Casado negó el espionaje y se preguntó en una entrevista radial cuál debería ser su actitud ante indicios de que el hermano de Ayuso fuera un testaferro de una empresa fantasma que cobró un sobreprecio de 286.000 euros “mientras morían 700 personas por día en España”. Tres horas después, en un giro insólito, decretó el asunto totalmente aclarado. Semejante paso en falso gatilló la secuencia final de su vida política.

El monto denunciado por Casado quedó confirmado el jueves. Lo que aparenta ser una comisión de manual es, para la nueva oficialidad del PP y la gran mayoría de los medios de comunicación españoles, un pago normal por servicios prestados entre privados. Por ahora, sólo por ahora, Ayuso puede ser declarada vencedora, pero Casado ya no volverá.

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