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El líder del ultraderechista Partido Republicano, José Antonio Kast (c), posa para la prensa tras conocer los resultados parciales de las elecciones constituyentes, el 7 de mayo en Santiago.

Foto: Elvis González, EFE

Los abismos chilenos tras el triunfo de la extrema derecha en las recientes elecciones

11 minutos de lectura
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Los resultados de las últimas elecciones en Chile deja a este sector, que se opone al reemplazo de la Constitución de 1980, como principal fuerza del nuevo Consejo Constitucional.

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Leído por Mathías Buela.
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Desde hace un tiempo, Chile había vuelto a ocupar un lugar especial en el corazón del progresismo mundial. En 2019, las protestas sociales contra el neoliberalismo derivaron en un proceso democrático para dejar atrás la Constitución impuesta por la dictadura de Augusto Pinochet en 1980. En 2021, Gabriel Boric, un exdirigente estudiantil de 36 años, fue elegido presidente, iniciando lo que algunos han señalado como una nueva ola de gobiernos progresistas en América Latina.

Sin embargo, en setiembre pasado la población rechazó masivamente en las urnas el texto constitucional que buscaba reemplazar la antigua Constitución, lo que obligó a los partidos a iniciar un nuevo proceso mucho más tutelado que el anterior. Aquello sería sólo la antesala: en las elecciones para el nuevo Consejo Constitucional, celebradas el 7 de mayo, la extrema derecha representada en el Partido Republicano (PR) de José Antonio Kast logró 35,41% de los votos. De esta forma, le pasó por encima a la derecha tradicional (21,1%) y derrotó al oficialismo progresista (que compitió en listas separadas, un error que dará mucho que hablar y reparar). Además, el PR obtuvo por si solo poder de veto y, en conjunto con la derecha tradicional, logró dos tercios de representación para vetar cualquier modificación que sugiera la comisión experta al borrador de nueva Constitución.

Todo lo anterior dificulta enormemente cualquier acuerdo entre la izquierda y la derecha tradicional (quién habría dicho que se añoraría esa posibilidad). Aunque inevitablemente los resultados dinamitaron la posición negociadora del gobierno para llevar a cabo un programa que ya venía a cuestas por carecer de mayoría parlamentaria, lo cierto es que la mayoría de extrema derecha en el Consejo Constitucional no tiene el camino asegurado hacia un triunfo en las próximas presidenciales. En realidad, los tiempos de las “identidades negativas” y el rechazo a todo lo que huela a poder vienen mostrando justo lo contrario: sin experiencia y puesta a liderar un proceso con expectativas que no podrá cumplir, la extrema derecha puede enfrentar su propio proceso de degradación, tal como la izquierda tuvo el suyo con la primera Convención Constitucional. Mientras tanto, crece el abismo entre la política y la sociedad.

Idas y venidas constituyentes

Aunque aún es muy pronto para extraer conclusiones sobre el comportamiento electoral, hay varias cuestiones que mencionar. En primer lugar, la introducción del voto obligatorio desde el año pasado ha estabilizado un alto porcentaje de participación que cambia por completo el mapa electoral. Si en 2022 la participación fue de 86%, esta vez se ubicó en casi 85%. Pareciera que el desinterés ciudadano con el actual proceso constituyente, en vez de convertirse en abstención, se ha expresado en votos nulos y blancos: estos sumaron 21,54% del total. Por otro lado, el resto de los votantes que no había acudido a las urnas anteriormente (ni en el primer proceso constituyente ni en la elección del presidente Boric, cuando el voto era aún opcional), esta vez, con voto obligatorio, ha optado por la extrema derecha.

Si esto significa una ampliación de la penetración cultural del conservadurismo en Chile dependerá de si el PR mantiene sus buenos resultados en el tiempo. Pero por ahora se pueden aventurar tres cosas. Primero, que la votación del Rechazo al borrador en el plebiscito pasado es similar al porcentaje de apoyo a la oposición, en ambos casos en torno a 62%. Segundo: el centro político ha terminado de desfondarse luego de que la alianza entre la Democracia Cristiana y el Partido por la Democracia (PPD, del expresidente Ricardo Lagos), bautizada Todo por Chile, decidiera ir por fuera del bloque oficialista y no obtuviera ningún escaño. Tercero, y quizás lo más importante: pareciera que la extrema derecha está capitalizando coyunturalmente un voto de repudio al establishment político que no es demasiado distinto a aquello que movilizó a los votantes de la nueva izquierda chilena en el último tiempo. Como ya ha pasado en otros países, las elecciones se están definiendo por las denominadas “identidades negativas” y quien gana las elecciones ve diluido su poder en un abrir y cerrar de ojos.

Ahora bien, para entender más precisamente qué es lo que los chilenos están castigando en esta ocasión hay que remitirse a la seguidilla de idas y venidas constituyentes de las que deriva el proceso actual. La persistencia del problema constitucional chileno radica en que, a pesar de las múltiples reformas que ha tenido la Constitución de 1980, esta no se desenvuelve como pacto fundante de la comunidad política ni tampoco sirve de base para dirimir las diferencias entre los ciudadanos. Además de su herencia dictatorial, el texto degradó aún más su legitimidad al bloquear reformas que pudieran alterar el carácter subsidiario del Estado.

Tras el estallido social de octubre de 2019, el mundo creyó que todo eso quedaría atrás con la Convención Constitucional y sus innovaciones democráticas inéditas en materia de paridad de género y protección del medioambiente. Sin embargo, el borrador fue rotundamente rechazado por casi 62% de los votantes en todas las regiones del país. Aunque algunos todavía culpan a la campaña de desinformación conservadora, lo cierto es que esta sólo pudo tener éxito debido a un error estratégico y también ideológico por parte de la izquierda: se confundió la redacción de una Constitución con el despliegue y la materialización de un innovador programa de gobierno progresista. El problema estructural con la ratificación de nuevas constituciones por referéndum es que cuanto más extenso es el texto, más razones tienen los votantes para rechazarlo. En el caso de Chile, por ejemplo, gran parte de los nuevos votantes de sectores populares interpretaron la “plurinacionalidad” como un ataque a su identidad patriótica.

Con el borrador anterior rechazado, el Congreso Nacional echó a andar un nuevo proceso mucho más limitado por el poder constituido. Aunque aquello fue un balde de agua fría a las expectativas de la izquierda, cualquier otra cosa habría dado armas a la derecha. Al igual que en la Convención, el nuevo órgano estableció quórums contramayoritarios, en particular tres quintos en una asamblea de 51 electos (el acuerdo original contempló 50 escaños, al que se agregarían cupos indígenas en caso de obtener 1,5% de la votación total del país en una papeleta separada. Este fue el caso de Alihuén Antileo, elegido por ese cupo). Y, tal como le ocurrió antes a la derecha, la escasa representación de la centroizquierda en el proceso actual implica que los quórums no cumplirán su objetivo de avanzar en los pactos. Además, la derecha tenía tres exigencias: 12 bases institucionales intocables durante el proceso (como la imposibilidad de eliminar el Senado, y la mención explícita a la existencia de las Fuerzas Armadas y Carabineros en la Constitución, dos puntos polémicos en la pasada Convención), una comisión de expertos compuesta proporcionalmente por las fuerzas representadas en el Congreso y un comité de árbitros para asegurar la tutela sobre el poder constituyente. La primera paradoja es que con los resultados electorales favorables a la extrema derecha, en el mejor de los casos estos contornos le dan un cierto grado de influencia a la izquierda (y ya no a los conservadores) y en el peor de los casos los vuelven irrelevantes. La segunda paradoja electoral es que un partido como el PR, que defiende la continuidad de la Constitución de 1980, quedó a cargo del cambio constitucional.

El sorpasso de la extrema derecha

El cambio en la hegemonía de la derecha chilena es total. Desde hoy, José Antonio Kast no es tan sólo el excandidato presidencial de la derecha que obtuvo 44% en la segunda vuelta de 2021, sino que su partido acaba de sumar más del doble de representantes que las fuerzas clásicas de la derecha, entre ellas Renovación Nacional (del expresidente Sebastián Piñera) y la Unión Demócrata Independiente (UDI, fundada por Jaime Guzmán, uno de los ideólogos de la dictadura).

La prensa internacional ha catalogado a Kast como la simple adaptación chilena de populistas como Donald Trump o Jair Bolsonaro, lo que cobra sentido considerando las conexiones del PR con las principales organizaciones de extrema derecha en el mundo. En el plano discursivo, desde 2017 Kast apela al peligro que viven los valores de la familia tradicional y su estabilidad económica. ¿La amenaza? La clásica red conspiranoica de enemigos coordinados: la izquierda, los operadores políticos, la “ideología de género” y los inmigrantes. Nada muy diferente al discurso de la alt-right que crece en el resto del mundo.

Desde que Boric salió elegido en 2022, el contexto económico, la crisis migratoria y la crisis de seguridad (particularmente con el fuerte crecimiento de delitos de alta repercusión social) no sólo han dado lugar a una reacción contra el gobierno, sino que han vigorizado discursos como el de los republicanos, que se las arreglan para ser percibidos como outsiders que vienen a desplegar la “mano dura” contra la delincuencia. En efecto, toda la campaña electoral para el nuevo Consejo Constitucional estuvo marcada por mensajes sobre el descontrol de la seguridad que poco tenían que ver con la Constitución y le sirvieron al PR para antagonizar con el oficialismo.

Ahora bien, ¿es realmente José Antonio Kast un outsider? A diferencia de algunos de sus pares internacionales, Kast es un político de larga trayectoria que lleva ocupando cargos públicos desde 1996 y, hasta su primera campaña presidencial en 2017, siempre se había postulado por la UDI. En particular, Kast proviene del corazón de una de las culturas políticas más tradicionales de la derecha chilena. Cuando estudiaba derecho en la Universidad Católica, Jaime Guzmán fue su tutor y así se volvió militante del Movimiento Gremial, un grupo corporativista y religioso que luego se convertiría en la semilla del partido. Por otro lado, su hermano, Miguel Kast, fue un Chicago boy formado por Milton Friedman que luego se convirtió en ministro de Pinochet. Justo cuando Guzmán y Miguel Kast iban a fundar la UDI, este último falleció, de modo que la figura de José Antonio pasó a ocupar un rol simbólico fundacional que se refleja en innumerables discursos y homenajes.

Todo esto es extremadamente relevante para intuir la forma en que Kast y los republicanos intentarán conducir a su grupo en el Consejo Constitucional. ¿Seguirán antagonizando con el resto de los partidos ahora que les toca conducir? El actual presidente de la UDI, Javier Macaya, se mostró confiado en que esto cambie cuando remarcó que “casi 90% de los electos de Republicanos viene de la UDI”. Aunque no sabemos qué papel elegirá jugar Kast hasta la culminación del proceso, es posible que presente algunas diferencias con el guion del populismo de derecha de otras latitudes.

Progresismo chileno: ¿y ahora qué?

Chile eligió el presidente más izquierdista desde el retorno a la democracia pero, al mismo tiempo, votó un Congreso mayoritariamente de derecha. Fue tal la algarabía que desató lo primero, intensificada tal vez por las expectativas del proceso constituyente inicial, que la izquierda cometió un error estratégico: olvidarse de lo segundo. Así, en vez de tramitar de inmediato las principales reformas del programa de gobierno, usando la cada vez más corta luna de miel de los gobiernos, decidió esperar a los resultados del plebiscito de setiembre de 2022, pensando en que el triunfo potenciaría el poder de negociación del ejecutivo en el Congreso. Sin embargo, con el borrador rechazado, el oficialismo se quedó con gran parte del programa de gobierno cuesta arriba, y tras los resultados del 7 de mayo no sólo se ha escogido al órgano político más derechista en décadas, sino que la posición de negociación en el Congreso ha vuelto a empeorar.

En un escenario adverso, el progresismo necesita despercudirse rápidamente de su derrota y recoger las autocríticas no para fomentar la autoflagelación, sino para mirar hacia adelante. ¿Qué elementos del proceso constituyente hasta ahora deben ser recuperados y cuáles abandonados? ¿Cuáles son los consensos necesarios para recuperar la legitimidad de nuestra vida común en un contexto como el descrito?

Si hay algo claro es que la izquierda no puede desentenderse del proceso constituyente. A fin de cuentas, fue la que le propuso al país una nueva Constitución destinada a habilitar un período de justicia social. Así, aunque toque hacer múltiples concesiones, sería mucho más perjudicial renunciar a un acuerdo con la derecha tradicional. Por un lado, esto permitiría consensuar un texto con mayores posibilidades de ser aprobado en diciembre de 2023 para zanjar, de una vez por todas, el proceso. Por otro, se sentaría un precedente para cerrar caminos de autoritarismo.

La era de las identidades políticas negativas también implica que en Chile podría haber espacio para construir una identidad en contra de la extrema derecha, algo que hasta cierto punto se generó en la segunda vuelta presidencial de 2021, aunque la pregunta es si para construir aquel antagonismo basta con denunciar que el Partido Republicano “no es democrático” justo cuando acaban de ganar las elecciones. En vez de eso, vale la pena volver al origen: la razón por la que comenzamos este largo camino de idas y venidas desde el estallido social fue el malestar con la subsidiariedad del Estado consagrada en la Constitución de 1980. Si se considera la lógica del plebiscito ratificatorio, que no distingue artículo por artículo, sino que somete la totalidad del borrador a votación, entonces lo más importante de cara a la votación final serán los anticuerpos que pueda inducir el nuevo texto. Si la derecha opta por constitucionalizar el rechazado sistema de AFP (administradoras de fondos de pensiones privadas) o las instituciones de salud previsional (Isapre) (sistemas privados de seguros de salud) es muy plausible que gane nuevamente el rechazo.

El dilema de Kast

Decíamos más arriba que el proceso constituyente quedó bajo la conducción de quienes rechazaban un proceso constituyente. Para graficar basta un ejemplo: Luis Silva, el candidato más votado a nivel nacional, indicó que el PR “no quiere una nueva Constitución”. En pocas palabras, se podría decir que la propuesta constitucional del PR es la Constitución de 1980, ni más ni menos. Sin embargo, a pesar de las duras derrotas electorales de este año y el pasado, el plebiscito constitucional de 2020 aprobó con 78% de los votos cambiar el texto impuesto por la dictadura y reformado en múltiples ocasiones. En otras palabras, este es un capítulo que difícilmente se cerrará sin más con un nuevo rechazo.

Como se ve, la cuestión no es tan sencilla para el PR. Como la principal fuerza del Consejo con 23 bancas, un poder de veto autónomo y a sólo ocho votos de lograr los tres quintos (quórum para aprobar los artículos), la responsabilidad del curso del proceso recae ahora sobre sus espaldas en la misma medida que el apoyo popular recibido en la votación. Y aunque habrá más de un intento por desmarcarse de su responsabilidad, lo cierto es que las expectativas de cierre de la crisis social e institucional de Chile no han desaparecido a pesar de que la seguridad y la inmigración pasaron a ser cuestiones centrales en la agenda ciudadana.

A diferencia del plebiscito pasado, capitalizar un nuevo rechazo ya no es posible para la derecha. La facilidad con la que pueden construir los tres quintos e incluso dos tercios con Chile Vamos implica que los costos del proceso constituyente recaerán en buena parte sobre la derecha. Por eso, es probable que la apuesta del PR sea la de sacar adelante un borrador para ser aprobado en diciembre. Ello depende de las capacidades de la derecha, pero sobre todo del PR, de actuar de manera moderada. Aquello no es imposible si se considera que, a diferencia de buena parte de la izquierda independiente de la Convención, el PR tiene un líder y una estructura partidista mucho más vertical.

Sin embargo, esta no es la única posibilidad. El PR es un partido nuevo, con muchos cuadros que no se han fraguado en política ni están acostumbrados a debates institucionalizados, reglamentos de votación, apariciones públicas, etcétera, de modo que pueden cometer los mismos errores comunicacionales y tácticos que se cometieron, en abundancia, en la primera Convención Constitucional. No podemos olvidar que en la Cámara de Diputados y Diputadas los militantes y exmilitantes del PR han estado envueltos en diversas polémicas.

Con todo, mientras el camino de la nueva izquierda chilena encabezada por el presidente Boric enfrenta curvas peligrosas, el de la extrema derecha de José Antonio Kast, aunque parece despejado, se enfrenta a los riesgos del exceso de velocidad. Deberá generar el marco de una nueva Constitución que debe aprobarse para mostrar que puede gobernar y generar “estabilidad”, pero se tendría que cuidar de que sus ideas “ochentistas” no aparezcan en el nuevo texto. Mientras tanto, entre las curvas peligrosas y el exceso de velocidad sigue creciendo un verdadero abismo entre la política y la sociedad.

Tomás Leighton es magíster en Comunicación Global de la Universidad de Erfurt y director ejecutivo de la Fundación Rumbo Colectivo de Chile, y José Acevedo es abogado de la Universidad de Chile y ha trabajado en el Congreso Nacional, la Convención Constitucional y la Secretaría de Comunicaciones del Gobierno de Chile. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.

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