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Ilustración: Ramiro Alonso

Bastará con su acento

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Este carnaval viene especialmente discutido en cuanto a qué tipo de espectáculos deben mostrarse o, más bien, qué tipo de letras, que no es lo mismo. Es una vieja discusión que, con distintos matices y protagonistas, parte aguas desde hace unas cuantas décadas. En general, puede reconocerse una tendencia a promover cambios, por un lado, y una más estática, por otro. Podría pensarse que la corriente procambios es más vanguardista o progresista. Sin embargo, apenas entramos a hilar un poco más fino, vemos que el tema es bastante más complejo.

Aparte de la discusión presente, centrada en lo “políticamente correcto”, desde principios de los ochenta (con antecedentes previos) se empezó a considerar como algo positivo: a) la “buena dicción”, b) el uso de acordes con notas disonantes agregadas, c) las letras “con contenido”. Veamos: a) ¿Qué es buena dicción? Se supone que una forma de hablar o cantar que facilite la comprensión del texto. Solo para relativizar: ¿se imaginan a un cantaor flamenco cantando con buena dicción? Pffff. Por otra parte, el Canario Luna chorreaba barro, y se le entendía la letra; no es necesario hacerse el Candeau. b) Las murgas viejas, arregladas de oído, solían usar unas armonías rarísimas y hermosas. Las nuevas versiones de aquellas retiradas suelen modificar las voces, para que permitan acompañamiento de guitarra o porque da más trabajo reproducirlas.

Esas murgas sonaban distinto a todo, con una personalidad definida y poderosa. Después vino la “evolución”: el coro se hizo esclavo de los acordes, y la armonía se cuadratizó. En otras palabras: la murga moderna es, armónicamente, mucho menos interesante. c) ¿Acaso no tenían contenido los cuplés como aquel “del comisario” (de Don Timoteo) que en la década del sesenta le tomaba el pelo a un procedimiento policial en que unos cuantos jóvenes revoltosos, protagonistas de hechos condenables, habían sido rápidamente liberados al descubrirse que eran de familias “bian”? Vaya si lo tenían; y sin embargo, no necesitaban incluir sesudas reflexiones sobre la justicia, ni una canción final de estudiada dinámica aplausógena in crescendo cuya letra explicara que es mejor ser pobre y honesto que rico y delincuente. Claro, en aquellos años ochenta y pico que mencioné arriba se estaba transgrediendo el orden establecido, lo que caía simpático y hasta cumplía una función política: se empezaba a salir de la dictadura, y todo lo que la contrariara estaba bien. Con el tiempo, sin embargo, se fue volviendo aceptado, hasta ser asquerosamente oficial. Hoy se considera indiscutible que la murga evolucionó para bien, y que los que añoran las murgas de antes son una manga de conservadores.

Ahora bien: resulta que ¡oh, casualidad! todos esos cambios marcaron, a la larga, un desplazamiento del centro de gravedad desde la clase baja a la clase media. La emisión tradicional murguera era la de los vendedores ambulantes; el acento, ese que menciona Jaime Roos en “Los futuros murguistas”, era el de los humildes. Prácticamente todos los cambios posteriores fueron en el sentido de dicho desplazamiento. Se llenó de técnicos, y los componentes empezaron a parecerse más a redactores de diarios que a canillitas. Las letras se volvieron trascendentalotas. Se fumigó al género y se lo perfumó, eliminando todo lo que oliera a pobre (o conservándolo en formol, en forma de conceptos o figuras sagradas). Después, con voz de melódico internacional, se les cantó a los desposeídos.

Los escenarios, mientras tanto, se centralizaron y agigantaron, y se llenaron de puestos de venta de comidas exóticas. Los tablados más marginales dejaron de ser una fiesta popular autogestionada para convertirse en una política social. El concurso, en ese sentido, actuó y actúa como un francotirador que, en una pradera del paleoceno, disparara constantemente sobre todos las ratas que no fueran pardas: selección artificial. Al final quedarían unos bichos todos iguales, como los perros de raza. La selección natural, en cambio, trajo cuellos de jirafa, colas de zorro y rayas de tigre... ah, y murgas. El reglamento se fue modificando para tender a una única forma de pensar, una única forma válida de cantar y, asombrosamente, una única forma de ser “creativo”.

Hoy, lo oficial, lo que rinde a nivel de imagen, es hablar de temas ecológicos y de los incluidos en la agenda de derechos (lo que nos ubica automáticamente del lado del bien), y preferentemente usando un lenguaje y una estética que puedan ser fácilmente digeridos por un turista. Porque hay que ser universales. Quien puede cantar en murga, puede hacerlo en un coro “de los otros”, y viceversa, y el que puede escribir letras de carnaval también debe poder guionar un programa de televisión o una desopilante comedia de enredos. Total, es todo lo mismo. Tabla rasa: uniformidad y chatura, paradójicamente, son impulsadas en nombre de la cultura y el buen gusto.

Pero resulta que no. La cultura tiende a la diversidad, cuando la dejan sola. Si distintas tradiciones se mezclan, suele surgir algo completamente nuevo, como el jazz, el samba, la zamba, la milonga, la plena o el rock. Las formas se extinguen, es cierto, pero solas, y no porque alguien decrete que deben morir por inconvenientes.

¿Estoy diciendo que la clase media debe abstenerse de participar en carnaval? No; lo que critico es que se lo apropie. ¿Acaso está mal que se contrate a un técnico teatral o un artista plástico? Para nada, siempre que no sea para alejarse de la chusma. ¿Estoy negando la evolución de los géneros? ¡Por favor! Pero sí estoy radicalmente en contra de la evolución teledirigida (dirigida desde lejos, desde afuera, desde lo alto). Estoy en contra de que unos pasmados que leen viejos panfletos europeos intenten que el carnaval se “convierta” a esa estética, y mucho más si lo hacen desde el poder. ¿Estoy acaso en contra de que se combatan ideologías dañinas, como el machismo, el racismo o la homofobia? En absoluto, siempre que se lo haga con inteligencia; y no parece muy inteligente, si querés convencer a alguien de algo, perseguirlo tratándolo de nazi o de asesino (salvo que lo sea). ¿Discrepo con que el Estado apoye a la cultura popular? Bueh... en principio, no. Pero si promovemos la uniformización musical y la falsa poesía, y desde un sillón de jurado o de periodista o de político decimos que eso es lo válido y lo premiamos, mientras despreciamos todo lo que no sea repetir como loros fragmentos de esa colección de secuencias armónicas y frases hechas, anodinas y chotas sacadas de internet, entonces, disfrazados de paladines de la justicia, el progresismo y la educación, lo úncio que provocamos es un daño irreversible. Y encima -lo lamento, pero acá vale- le hacemos el juego a la derecha.

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