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George Floyd: ciudadanía y el retorno de lo trágico

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“Siempre había visto a mi amo leer y esto me generaba una enorme curiosidad de hablar con los libros porque, de hecho, creía que estos hablaban. Deseaba comprender cómo todas las cosas tenían un comienzo y, para ello, cuando estaba solo, solía agarrar algún libro de mi amo y hablarle para luego acercarlo a mi oído con la esperanza de que este me contestara, y, cuando sólo recibía silencio, la desazón me invadía”. Este sentimiento que expresaba Olaudah Equiano –nacido en Nigeria en 1745 y vendido como esclavo a un mercader de Filadelfia–, al no recibir respuesta a sus cientos de preguntas sobre el origen de las cosas, presenta similitudes con lo que está aconteciendo en Estados Unidos a partir del asesinato de George Floyd el 25 de mayo en Minneapolis, a pesar de que a Olaudah y a los miles de manifestantes que están hoy en las calles los separen casi dos siglos y medio de historia.

La necesidad imperiosa de Olaudah por saber y entender el porqué de su condición de sometimiento –desde la absoluta precariedad de su existencia como un negro esclavo y analfabeto destinado a ser un bien de intercambio– continúa vigente en la actualidad y se materializa en la acción de aquellos que hoy han salido masivamente a expresarse en cientos de ciudades.

En este sentido, el 28 de mayo circuló un video en la red social Twitter1 en que se puede observar a una adolescente negra que, en el contexto de una manifestación por la muerte de Floyd, intenta dejarle en claro a un policía por qué ella está en la calle. La muchacha dice: “Escúcheme [...] hemos sido pacíficos por más de 300 años y hay sangre en la calle, señor. ¿Por qué tenemos que continuar siendo pacíficos cuando están asesinando a mis hermanos y hermanas? [...] Estoy cansada de ser pacífica. He perdido tres hermanos, señor. Tres. Esto no está bien. Estoy sufriendo [...] Estoy cansada de esto. Mi gente está sufriendo. Estoy cansada de esto. No me voy a ir, y si tengo que morir por mi color de piel, moriré”.

“Estoy cansada de ser pacífica” podría ser uno de los tantos lemas que lucen los carteles de los manifestantes quienes, una vez más, se vuelcan a la desobediencia civil para manifestar su profunda frustración con un Estado de derecho que les exige respeto y acatamiento de la norma, pero que, al mismo tiempo, no logra garantizarles derechos subjetivos básicos. Por ende, su pregunta cobra vigor ante la incongruencia entre un Estado que le pide que se comporte como ciudadana (respetar la ley) pero no le asegura el ejercicio de esa ciudadanía de forma satisfactoria por su condición racial.

La falla (u omisión) del Estado como garante de derechos genera una ruptura contractual que es sintomática de una crisis de representación producto de una imposibilidad por parte de los partidos políticos de oficiar de articuladores de la voluntad popular y de intermediarios de las aspiraciones ciudadanas. En consecuencia, la ciudadanía se vuelca masivamente a otras formas de mediación política, como es el caso de la protesta social o la enunciación de opiniones en redes sociales.

Además, esta crisis de representación se expresa de formas diversas: por un lado, por ejemplo, se observa un auge de la “representación identitaria” (Rosanvallon, 2007) fruto del fortalecimiento de líderes que logran absorber las aspiraciones populares y operar como caudillos mesiánicos, gracias a un discurso nacionalista que concibe la existencia de un pueblo auténtico –en su raza, lengua, religión y costumbres– al que se debe defender de enemigos externos e internos.

Por otro lado, como quedó demostrado en las manifestaciones populares de 2019, en muchos casos, a diferencia del ejemplo anterior, no se buscó llevar a cabo una defensa de un pueblo puro, sino que se buscó expresar una profunda insatisfacción con un sistema de representación política al servicio de un orden económico que concibe al mercado como la base de la organización social y que, progresivamente, ha llevado a cabo un proceso de conversión de toda necesidad humana en una mercancía.

En el caso de Estados Unidos, como en otros países, la injusticia social contra la que hoy expresan su enojo cientos de personas no proviene únicamente de políticas distributivas fallidas o inexistentes, sino de la falta de políticas de reconocimiento y diferenciación, porque la justicia social no implica, únicamente, democratizar el bienestar y el consumo, sino que, muy especialmente, involucra desmontar estructuras de desigualdad racial históricas.

A modo de ejemplo, la deliberación en democracia (la discusión pública) se encuentra normativizada por reglas discursivas que son patrimonio de determinados grupos sociales con un uso privilegiado del poder, y este privilegio responde a factores como la raza, la clase social, la nacionalidad, la edad, la educación y el género. Es decir, contar con legitimidad a la hora de enunciar no es común a todas las personas, por más que nuestras democracias consagren a un sujeto-ciudadano homogéneo, trascendente, impersonal y universal poseedor de derechos naturales.

Justamente, quienes hoy marchan en las ciudades de Estados Unidos no sólo lo hacen para expresar su profunda frustración y discrepancia con el sistemático asesinato de personas negras en manos de las fuerzas del orden, sino que, además, en algún punto, marchan para derribar esa concepción universal de un ciudadano abstracto que goza de derechos esenciales comunes a todos. Este universalismo no sólo niega particularidades, sino que consagra como verdadero, normal y necesario valores, criterios de verdad y formas de ver el mundo que, de hecho, sólo representan a ciertos sectores sociales.

Hoy, con o sin violencia, los manifestantes buscan reformular patrones socioculturales de representación, comunicación y respeto ante el vacío de sentido que genera la vulneración de derechos fundamentales.

En una sociedad estadounidense, rehén del ideal del sueño americano y de la exaltación del esfuerzo y la libertad individual, el asesinato de Floyd resulta una nueva instancia para recuperar “lo político” (Gruner, 2002), es decir, para reconstituir un orden democrático que, en teoría, se fundó para proteger a los ciudadanos. Hoy, con o sin violencia, los manifestantes buscan reformular patrones socioculturales de representación, comunicación y respeto ante el vacío de sentido que genera la vulneración de derechos fundamentales por parte del orden político, económico y civil.

La pregunta “¿Por qué tenemos que ser pacíficos?” que se hace la muchacha del comienzo de este texto probablemente no se distancie demasiado de las mismas preguntas que dos siglos atrás Olaudah les hacía a los libros sin saber que no obtendría respuesta alguna, no sólo porque los libros no hablan, sino porque la historia escrita sólo contempla a aquellos que disputan su narración.

Joaquín Rodríguez Massobrio es profesor de Historia de enseñanza media.

Referencias
Brown, W (2015). Undoing Demos. Neoliberalism Stealth Revolution. Cambridge: MIT Press.

Brown, W (2014). La política fuera de la historia. Madrid: Enclave de Libros.

Gruner, E (2002). La tragedia o el fundamento perdido de lo político. En Borón, A y De Vita, A (Comp.), Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en el debate latinoamericano (págs. 13-50). CLACSO. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20100613123714/2gruner.pdf

Equiano, O (1999). The Life of Olaudah Equiano, or Gustavus Vassa, the African. New York: Dover Publications.

Innerarity, D (2015). La política en tiempos de indignación. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

Rosanvallon, P (2007). La contrademocracia. La política en la era del descontento. Buenos Aires: Manantial.

Vallespín, F y Bacuñán, MM (2017). Populismos. Madrid: Alianza Editorial.

Young, IM (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton. Princeton University Press.

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