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Ilustración: Ramiro Alonso

Muertes en manos de la Policía: morir por nada

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Hace 31 años, el 16 de julio de 1989, era detenido en una plaza cercana al hospital Pasteur el obrero de la construcción y militante comunista Guillermo Machado. Pero ninguna de esas condiciones -obrero y comunista- tuvo que ver con su detención, que ocurrió, simplemente, porque aquellos eran días de pedir la cédula a todo el mundo, de llevar a la comisaría a cualquiera -pero sobre todo a los jóvenes-, de hacer razzias indiscriminadas y de prepotear sin pudor ni medida. Guillermo (la historia es conocida) estaba en la plaza tomando el sol y compartiendo un vino y un refuerzo un mediodía de domingo. La Policía se le apersonó en la forma de unos agentes de la seccional 15 que le pidieron documentos y, aunque él se los entregó, lo llevaron preso. No se lo acusó de nada, no se avisó al juez, no se le permitió comunicarse con la familia que lo esperaba. Nada inusual: así eran las cosas en esos días. Lo que tuvo de especial esa detención en particular fue que Guillermo salió de la comisaría en estado de coma y nunca más despertó. Murió el 24 de julio, después de varios días de agonizar en el CTI de la Mutualista Israelita del Uruguay. Su muerte no fue la única debida a abusos policiales ese año, 1989, en el que debieron renunciar dos ministros del Interior, los colorados Antonio Marchesano, que dejó la cartera justamente por este caso, y Francisco Forteza, que duró menos de tres meses al frente del ministerio. El presidente de la República era un ya muy desprestigiado Julio María Sanguinetti; el 1 de marzo del año siguiente, tras la derrota electoral del Partido Colorado, le entregaría la banda presidencial al nacionalista Luis Alberto Lacalle Herrera.

Por la detención irregular de Guillermo y por la arbitrariedad de retenerlo en el calabozo incluso cuando ya se había comprobado que no tenía antecedentes ni requisitoria fue procesado con prisión el subcomisario Basilio Meres Duarte Leites, imputado por un delito de Privación de libertad. La muerte, ocurrida como consecuencia de la privación de libertad, sigue, sin embargo, sin aclararse. Nadie fue imputado por ese crimen.

Del acta de procesamiento de Duarte hay dos cosas que me parece oportuno rescatar: la primera es que el subcomisario explicó, durante el proceso, que el detenido era un hombre “de pelo largo, barba, totalmente desprolijo para vestir”, cosa que, supongo, bastaba para indicar su peligrosidad, su potencial delictivo; la segunda es una observación del juez actuante, Alfredo Gómez Tedeschi, que apunta “como dato ilustrativo” surgido de la foja de servicio de Duarte que el 16 de enero de 1979 había sido castigado con un día de arresto “por ‘falta de rendimiento en la realización de razzia efectuada en la jurisdicción de Inspección Primera Zona’”. Es decir que en la decisión de Duarte, en el abuso que cometió y que terminó en la muerte de Guillermo, pesaron dos cosas: el preconcepto en lo relativo a la apariencia del detenido y la lección aprendida por no haber sido suficientemente eficaz en una razzia efectuada 10 años antes.

Si alguien piensa que estamos hablando innecesariamente de hechos del pasado le pido que vuelva sobre los nombres propios y recapacite. Verá que en el tablado político tienden a reiterarse los actores.

Pero hay algo más terrible, incluso, que la repetición de personas y de nombres (¿debería recordar que el ministro que antecedió a Marchesano en la cartera de Interior se llamaba Carlos Manini Ríos, y que estuvo al borde de la censura parlamentaria por la detención ilegal de un diputado en una manifestación?): lo terrible es la persistencia de las ideas y de las prácticas que tantas veces terminan en una violencia represiva que no tiene, y nunca tuvo, como correlato la seguridad ni la tranquilidad de nadie.

El martes 7 de julio de este año murió un joven de 20 años como consecuencia de un disparo en el cuello. Según dijo a la prensa el abogado defensor de los dos policías investigados por esa muerte, lo que pasó fue que los agentes, muy jóvenes e inexpertos, se asustaron cuando lo vieron llevarse la mano al bolsillo. El disparo que mató a Guillermo Ezequiel Marenales no fue el único que hicieron los asustados agentes, que dicen no haber percibido siquiera que le habían dado a uno. Tiraron varias veces, y es una suerte que nadie más haya muerto esa noche. El abogado explicó que lo que pasa es que se habían acercado al vehículo (particular) en el que estaban haciendo una guardia “tres o cuatro personas cercanas a una zona marginal muy fuerte de Carrasco norte”. No fue que los reconocieron, que sabían que sobre esas personas había algún pedido de captura, que los vieron cometer algún delito. No: sencillamente se asustaron de su potencial, de la eventualidad de que gente de ahí, de esa “zona marginal muy fuerte” pudiera querer hacerles daño, y dispararon. Varias veces. Miedo y preconcepto, un cóctel explosivo que nunca pasa de moda.

Todos estos días estamos teniendo noticias, por vías informales, de detenciones arbitrarias, de pedidos indiscriminados de documentos, de actitudes prepotentes, inquisitivas e injustificadas de la Policía con adolescentes y jóvenes en los más diversos escenarios: a la salida de escuelas y liceos, en las paradas de ómnibus, en plazas y parques. Se nos advirtió ya que es necesario salir con la cédula, que no debemos hacer nada que pueda parecerse a faltarle el respeto a la autoridad y que si un policía dispara siempre se presumirá que lo hace en el ejercicio de la legítima defensa. La presunción de inocencia caerá del lado de los agentes del mismo modo que la presunción de peligrosidad cae del lado de los jóvenes, de los pobres, de los negros. Sólo que esta última es de hecho y la otra, desde la aprobación de la LUC, es de derecho.

Desde la muerte de Guillermo Machado a manos de la Policía pasaron ya 32 años. De la sanción recibida por el subcomisario Duarte por ineficacia en un procedimiento de razzia pasaron más de 40. Y sólo pasaron 10 días desde que murió Guillermo Marenales, de 20 años, porque un par de agentes reaccionó al miedo con disparos. Me gustaría saber si alguien cree, realmente, que ese camino le trajo a alguien más seguridad, más confianza, menos miedo.

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