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Negacionismos en la encrucijada climática de Glasgow

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Las próximas dos semanas podrían consolidar el comienzo del verano que ha estado asomando en los últimos días. También podría llover, refrescar y dilatar las esperanzas de los amantes del calor y la playa unos días más. En cualquier caso, parece una lotería meteorológica irrelevante. Mientras tanto, en Glasgow, se estarán reuniendo todos los líderes políticos del mundo para tratar de alcanzar acuerdos que limiten el aumento de la temperatura global por encima de los objetivos trazados hace seis años en París. Del éxito o fracaso de este encuentro dependerá parte del futuro de nuestro planeta.

La pandemia del negacionismo

“[Leandro Santoro] me acusa de negador del cambio climático. Si uno mirara lo que son los estudios de 10.000 años atrás hasta hoy, 5.000 años atrás, ¿saben qué?: la temperatura del planeta está en el nivel mínimo”. Esta afirmación hubiera sido válida para un fundamentalista de la probabilidad hasta hace algunos meses, cuando el panel intergubernamental de expertos sobre el cambio climático (IPCC) cerró la ventana de la especulación estadística y determinó que es “inequívoco que la influencia humana ha calentado la atmósfera, los océanos y la superficie”. La afirmación podría ser simpática viniendo de un amigo conspiranoico y friolento en algún asado de cualquier noche fresca de verano. Sin embargo, se torna preocupante en la voz de Javier Milei, candidato que acumuló 14% de las adhesiones en las últimas elecciones primarias de Argentina.

Lo preocupante radica en los antecedentes más recientes de líderes populistas que llegan al poder levantando la bandera del negacionismo del cambio climático. “No creo en el calentamiento global provocado por el hombre. Podría estar calentando y comenzará a enfriarse en algún momento. Y a principios de la década de 1920 la gente hablaba sobre el enfriamiento global... creían que la Tierra se estaba enfriando. Ahora, es el calentamiento global [...] un problema que no creo que exista de ninguna manera”, declaraba nada más y nada menos que el último presidente de Estados Unidos en la campaña que lo colocó al frente de la Casa Blanca entre 2016 y 2020. Durante su administración, Donald Trump retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París e impulsó una agenda de desarrollo enfrentada con los objetivos climáticos trazados apenas un año antes en Francia.

En la misma línea argumental se desarrolló la campaña presidencial que depositó a Jair Bolsonaro en el Palacio de la Alborada, quien llegó a amenazar con retirar a Brasil del Acuerdo de París. Menos explícito y más pragmático que Trump, Bolsonaro ha cultivado un discurso negacionista más maleable y utilitario: “Quiero saber alguna resolución para que Europa comience a ser reforestada. ¿Alguna decisión? ¿O sólo están perturbando a Brasil? Es un juego comercial, no sé cómo la gente no puede entender que es un juego comercial”, declaraba refiriéndose al cambio climático. Desde su asunción, en enero de 2019, siguiendo un proceso predecible de desregularización ambiental, las políticas productivas de Bolsonaro han favorecido y acelerado el proceso de deforestación de la Amazonia con el fin de expandir sin límite la frontera agrícola.

Sería muy sencillo pararse en la vereda de enfrente de Milei, Trump o Bolsonaro, citar las conclusiones del último informe del IPCC, caricaturizar a estos líderes como terraplanistas, cerrar este artículo y salir manejando al trabajo. Sin embargo, el negacionismo puede entenderse como un fenómeno más complejo que sus expresiones más burdas y estridentes, y seguramente mucho más extendido de lo que podría pensarse en un análisis superficial. El éxito electoral de Trump y Bolsonaro en las principales economías de Norteamérica y Latinoamérica podría dar la pauta, de alguna manera, de la magnitud y el impacto que alcanzan las diversas formas de negacionismo en la actualidad. Asimismo, podría entenderse como un reflejo de nuestras propias posturas negacionistas, nos guste o no admitirlo.

Respecto de la antesala de la próxima Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, probablemente la más promocionada de todas, entiendo que vale la pena poner sobre papel algunas notas sobre negacionismos y posibilidades de desarrollo. Tal vez por deformación profesional o quizá porque mi hijo no habrá alcanzado todavía mi edad en el lejano horizonte temporal de 2050, en el que se alojan la mayoría de los compromisos climáticos.

Taxonomía de negacionismos

Naomi Klein, periodista y activista canadiense, postula que el negacionismo del cambio climático está lejos de ser patrimonio de militantes como Trump. En la visión de Klein existen muchas otras formas de negacionismo. “Muchos de nosotros participamos en este tipo de negacionismo; miramos por una fracción de segundo y luego miramos hacia otro lado. [...] O miramos, pero nos contamos historias reconfortantes sobre cómo los humanos son inteligentes y crearán un milagro tecnológico que capturará el carbono de los cielos. [...] O miramos, pero tratamos de ser hiperracionales al respecto: dólar por dólar, es más eficiente enfocarse en el desarrollo económico que en el cambio climático, ya que la riqueza es la mejor protección. [...] O miramos, pero nos convencemos de que estamos demasiado ocupados para preocuparnos por algo tan distante y abstracto. [...] O miramos, pero nos convencemos de que todo lo que podemos hacer es concentrarnos en nuestras acciones... y al principio puede parecer que estamos mirando, porque muchos de esos cambios en el estilo de vida son, de hecho, parte de la solución, pero todavía tenemos un ojo cerrado. [...] O tal vez realmente miramos, pero luego, inevitablemente, parecemos olvidar. Somos parte de una extraña amnesia intermitente por razones perfectamente racionales. Negamos porque tememos que afrontar la realidad de esta crisis lo cambie todo”.

Seguramente (casi) todos formamos parte de alguno de los fenotipos negacionistas que plantea Klein. En su argumentación aparecen claves comunes que están en el corazón de nuestras limitaciones para asumir el problema en sus dimensiones reales: las expectativas de crecimiento ilimitado depositadas en el desarrollo tecnológico, el excesivo foco en la riqueza como medida de prosperidad y el confort exagerado de nuestras sociedades modernas. En la teoría de Klein, el negacionismo del cambio climático es una expresión de nuestra propia incapacidad de resolver la tensión entre nuestros deseos ilimitados y los recursos limitados que tiene el planeta.

La tensión entre deseos ilimitados y recursos finitos más allá de la economía

Ni la tensión ni su diagnóstico son novedosos, por supuesto. En el campo de las ciencias ambientales son diversos los autores que han contribuido a su entendimiento desde hace al menos dos siglos. Los primeros modelos matemáticos modernos que advertían sobre las trayectorias problemáticas de los sistemas naturales fueron publicados en 1972 por un grupo de investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts liderado por Donella Meadows. En Los límites al crecimiento se advertía que “si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos 100 años”. Sin la evidencia acumulada que tenemos hoy ni las manifestaciones tan evidentes del deterioro ambiental, Meadows fue blanco de duras críticas y acusaciones tras la publicación de sus resultados. Los cuestionamientos provenían principalmente de economistas liberales que señalaban la naturaleza malthusiana de sus conclusiones y contrargumentaban que el crecimiento podía sostenerse sin tensiones con base en el desarrollo tecnológico.

Medio siglo y miles de artículos científicos después, las trayectorias verificadas han demostrado la validez de las proyecciones incluidas en Los límites al crecimiento. Desde aquellas simulaciones numéricas ya primitivas de Meadows hasta hoy, hemos construido un entendimiento sólido sobre los impactos del desarrollo ilimitado en un planeta con recursos finitos. En los últimos años, además, hemos empezado a entender que llevar las capacidades del planeta a su límite pone en jaque las posibilidades del desarrollo infinito, como si se tratara de un implacable efecto búmeran universal. Este búmeran, a diferencia del convencional, no retorna a quien lo lanzó, sino que golpea asimétricamente a espectadores lejanos en el globo y en el tiempo, y genera una suerte de apocalipsis injustamente selectivo con los más vulnerables.

¿Es el cambio climático la última tragedia de los comunes?

Unos años antes de la publicación de Los límites al crecimiento, en 1968, el biólogo estadounidense Garret Hardin postuló su ensayo La tragedia de los comunes para argumentar que los incentivos económicos que operan en pos de maximizar beneficios individuales a partir de la explotación de bienes comunes funcionan en detrimento de la sostenibilidad de estos bienes y, en consecuencia, del beneficio común. “Cada hombre está encerrado en un sistema que lo incita a aumentar su rebaño sin límite, en un mundo que es limitado”, concluía Hardin para demostrar las contradicciones entre expectativas ilimitadas y recursos finitos. Estas contradicciones derivan, según Hardin, en la “tragedia” inexorable de estos bienes.

En un mundo hiperglobalizado no es raro pensar en bienes comunes globales como la atmósfera, los océanos y la biodiversidad. Parece válido preguntarse entonces: ¿es el cambio climático la última tragedia de los comunes? A escala planetaria, la sobreexplotación de estos bienes por todos nosotros –pastores– se asemeja mucho al agotamiento del pastizal de Hardin. Conociendo este “trágico” final hacia el que navegarían los bienes comunes, la pregunta inmediata es qué podemos hacer para evitarlo.

El foco en la cooperación internacional y las soluciones tecnológicas ha demostrado ser largamente insuficiente para revertir la tendencia creciente de emisiones de gases de efecto invernadero.

En contraposición y respuesta a la tragedia de los comunes de Hardin, en 1990 la politóloga estadounidense Elinor Ostrom publicó El gobierno de los bienes comunes: la evolución de las instituciones de acción colectiva, obra que le valdría el premio Nobel de economía en 2009 y la convertiría en la primera mujer en alcanzar tal distinción. La teoría de Ostrom enfrenta las conclusiones de Hardin y postula que cuando los usuarios utilizan recursos naturales en forma conjunta, con el tiempo se establecen reglas sobre cómo estos deben ser cuidados y utilizados de una manera que sea económica y ecológicamente sostenible. ¿Podríamos entonces aferrarnos a la teoría de Ostrom como faro para evitar la deriva “trágica” de los bienes comunes globales?

La evidencia de carácter ambiental que tenemos previo a Glasgow pareciera estar volcando la balanza que gobierna los comunes hacia los postulados de Hardin. En este sentido, cabe también preguntarse si es nuestra naturaleza negacionista, según la taxonomía de Klein, un factor clave para desequilibrar la balanza en favor de Hardin y en detrimento de Ostrom.

Una (simple) cuestión numérica

Las emisiones de gases de efecto invernadero a escala planetaria pueden expresarse como el producto de tres variables: el número de habitantes del planeta (número de personas), la riqueza per cápita (producto interno bruto [PIB] per cápita) y la intensidad de emisiones, definida como la cantidad de gases de efecto invernadero emitida por cada unidad de riqueza producida en el mundo (CO2-eq/PIB). Modificar la trayectoria ascendente de emisiones para alinearse con los escenarios climáticos más optimistas implicaría una reducción drástica e inmediata que sólo podría lograrse con la reducción de al menos una de las tres variables involucradas, siempre que esta reducción compense significativamente el aumento o la reducción más moderada de las otras.

Las discusiones sobre la primera variable, el control poblacional, son demasiado complejas e implican valoraciones morales y éticas que exceden largamente el propósito de este ejercicio. Por simplicidad, asumamos como cierta la proyección del Banco Mundial, que estima una población global a 2050 de 9.675 millones de personas. Esto representa un aumento de 25% respecto de la población mundial actual. Esto significa, también, que la población mundial se habrá duplicado desde el momento en que Diego Maradona levantó la copa del mundo en el estadio Azteca.

Las restricciones sobre la variable poblacional obligan a tomar la riqueza per cápita y la intensidad de emisiones como variables de ajuste en la carrera por mitigar el cambio climático. Sobre la última versan casi la totalidad de las propuestas que se discutirán en Glasgow en unos días y casi la totalidad de las propuestas que se han discutido y desarrollado en las últimas décadas. Es lógico que así sea. Se hablará de desarrollo tecnológico, de energías renovables, de hidrógeno verde, de movilidad eléctrica, de captura de carbono, de financiamiento climático, de bonos verdes, de impuestos al carbono y de un largo etcétera.

Las tendencias en estas materias son promisorias y las señales que siguen sus avances son tímidamente favorables en los últimos años: la intensidad de emisiones sigue una trayectoria descendente y los escenarios más sombríos de informes previos del IPCC son menos probables ahora que hace algunos años. Sin embargo, las emisiones anuales de gases de efecto invernadero continúan en ascenso (con la excepción de 2020, producto de la pandemia) y la brecha entre la trayectoria proyectada y la necesaria para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París es aún muy grande. Incluso asumiendo el cumplimiento de todos los compromisos declarados hasta el momento, el mundo se encamina hacia un escenario en el que el aumento de la temperatura media global en la superficie excede el objetivo de los 2 °C respecto de valores preindustriales. Este objetivo no es arbitrario, por cierto, sino que representa un umbral de seguridad estimado en el que los impactos del cambio climático se mantendrían en niveles relativamente predecibles y potencialmente gestionables.

Las cosas por hacer

Hasta hoy, casi 30 años después de que fuera adoptada la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Nueva York, el foco en la cooperación internacional y las soluciones tecnológicas ha demostrado ser largamente insuficiente para revertir la tendencia creciente de emisiones de gases de efecto invernadero. En 1992, cuando fue adoptada esta Convención, la humanidad emitía 22 gigatoneladas de CO2 a la atmósfera por año. Para 1997, cuando se firmó el histórico Protocolo de Kioto, este valor ascendía a 24 gigatoneladas y al momento de alcanzar el Acuerdo de París, en 2015, las emisiones anuales del principal gas de efecto invernadero se ubicaban en 35 gigatoneladas.

Ahora, ante un nuevo hito diplomático que intentará alcanzar acuerdos a escala planetaria para corregir la trayectoria de las emisiones, sería prudente preguntarse si no es momento de aceptar la miopía negacionista vinculada a nuestra naturaleza cornucopiana y poner el foco también sobre la tercera variable: la forma en la que entendemos y medimos la prosperidad. En palabras del premio Nobel de economía Joseph Stiglitz, “lo que medimos afecta lo que hacemos, y si medimos la cosa equivocada, haremos algo equivocado”. En esta era de cambios, o en este cambio de era, saldar la discusión sobre lo que medimos podría ser la clave para hacer lo que nos coloque en la trayectoria adecuada, ya no por una cuestión metodológica, sino por una cuestión de justicia.

Emilio Deagosto es químico por la Universidad de la República y magíster en Energías Renovables por la Universidad de Newcastle.

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