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Para impulsar la ciencia abierta necesitamos un nuevo sistema de protección de la creación intelectual

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La humanidad se enfrenta a enormes desafíos: las crisis sanitarias, los problemas sociales generados por un mundo cada vez más poblado, degradado y desigual, el cambio climático. Comprender estos complejos problemas requiere la colaboración de todas las capacidades que la humanidad ha desarrollado. Esto incluye diversos sistemas de conocimiento, capacidades de investigación, tecnologías y formas de organización.

La complejidad de estos problemas, así como la dimensión creciente de los sistemas de investigación científica en el mundo, hacen cada vez más necesaria la ciencia abierta. La libre circulación del conocimiento y la colaboración son fundamentales para el avance de la ciencia. Así, se han formado circuitos cada vez más densos de intercambio entre investigadores de todo el mundo: publicaciones científicas, conferencias, proyectos conjuntos, estadías de formación en otros laboratorios, etcétera. La propia comunidad científica se ha dado cuenta de que la ciencia abierta es la forma más eficaz de abordar los problemas a los que nos enfrentamos. Ello implica romper fronteras: entre investigadores, disciplinas, países, enfoques, culturas. También significa diluir las fronteras entre el mundo académico y la sociedad en sus múltiples facetas.

La ciencia se ha desarrollado de forma extraordinaria en los últimos cientos de años y se ha convertido en un aspecto central de la sociedad. Se dice que vivimos en la sociedad del conocimiento. En ese contexto, la ciencia se convierte en un creciente factor de poder. De allí deriva el intento multiforme de apropiarse de la ciencia: marcar la agenda y canalizar los principales recursos hacia determinados problemas en detrimento de otros, orientar los resultados de la investigación científica a resolver los problemas de un sector de la sociedad, explotar los descubrimientos para ciertos fines económicos o militares, etcétera.

La ciencia abierta es un movimiento con creciente fuerza, impulsado por los propios investigadores que conocen por experiencia el poder de la colaboración y por las instituciones que se dan cuenta de que derribar las barreras a la circulación del conocimiento tiene grandes beneficios. Uno de los principales frenos a su desarrollo es la creencia de que va en contra del sistema de protección de la propiedad intelectual y, por tanto, podría convertirse en un incentivo negativo para el desarrollo científico.

El marco de “propiedad intelectual” prioriza la apropiación por parte de unos pocos en detrimento del beneficio colectivo y dificulta la libre colaboración, tan necesaria para el avance de la ciencia.

El sistema de “propiedad intelectual” es la principal herramienta legal para garantizar la apropiación del conocimiento. Incluye instrumentos que se basan en el secreto y el monopolio en el uso de determinados conocimientos por parte de los titulares de patentes e instrumentos similares. El marco de “propiedad intelectual” prioriza la apropiación por parte de unos pocos en detrimento del beneficio colectivo y dificulta la libre colaboración, tan necesaria para el avance de la ciencia.

A menudo se dice que la propiedad intelectual protege los derechos de los científicos sobre su producción y que, por tanto, es un incentivo necesario para promover la investigación. Esto es una falacia. En las universidades, donde se desarrolla gran parte de la investigación, los científicos investigan por curiosidad, amor, sentido del deber con sus prójimos o vanidad, entre otras razones. La idea de que los resultados de la investigación pueden convertirse en un producto que genere beneficios económicos es un fenómeno reciente y más bien ajeno a la mayoría de los investigadores. En muchas instituciones hay que hacer un esfuerzo específico para cambiar la actitud naturalmente abierta de sus académicos por un enfoque “favorable a la propiedad intelectual”, que dé más importancia a esa lógica.

Por otra parte, en un mundo cada vez más desigual y caracterizado por el dominio de unos pocos sobre gran parte de la humanidad, muchos temen, con razón, que sin una regulación adecuada la ciencia abierta facilite el comportamiento depredador de los poderosos.

La pandemia de covid-19 ha sido un ejemplo extraordinario. Durante 2020, fuimos testigos de un esfuerzo colectivo, colaborativo y generoso para hacer frente a una crisis sanitaria de grandes proporciones. La apertura y la colaboración permitieron comprender mejor el problema y realizar avances científicos en un tiempo récord. En 2021, estamos volviendo al modo “propiedad intelectual” de la ciencia, marcado por el egoísmo, el secretismo y la codicia. Ello es particularmente visible en el tema de las vacunas. Los resultados sobre la salud pública de esta forma de actuar son una verdadera catástrofe moral, como ha señalado Tedros Adhanom Ghebreyesus, director de la Organización Mundial de la Salud. Las consecuencias no son sólo morales: la desigualdad en el acceso a las vacunas tendrá consecuencias negativas en el control de la pandemia para todos.

Existen instrumentos de protección de la propiedad intelectual que van en la misma dirección que la ciencia abierta, por ejemplo las licencias creative commons. Pero, para fortalecer el necesario movimiento hacia la ciencia abierta, es de suma importancia que creemos un verdadero sistema de protección de la creación intelectual –de la creación, no de la propiedad, pues las palabras importan–, que afirme el reconocimiento de la autoría y promueva realmente la colaboración y la apertura en lugar de la apropiación privada y el secreto. Necesitamos un sistema que proteja eficazmente el conocimiento abierto, y que impida que algunos se apropien indebidamente de él.

Gregory Randall es docente de la Facultad de Ingeniería y fue prorrector de Investigación de la Universidad de la República. Este artículo será publicado en inglés en la revista IAU Horizons de la Asociación Internacional de Universidades en mayo de 2021. Traducción propia.

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